A finales de 1962 y comienzos de 1963, ocurrió en Nueva York algo que cambiaría la historia del periodismo escrito tanto, o casi tanto, como lo haría, décadas después, la generalización de Internet. Cientos de trabajadores de los talleres de los entonces siete diario generalistas existentes en la ciudad fueron a la huelga. Protestaban por la voluntad de las empresas de sustituir las viejas linotipias por nuevos métodos de impresión basados en la informática.
La huelga –excelentemente reconstruida por Scott Sherman en Vanity Fair (The Long Good-Bye)– duró 114 días y consiguió que ninguno de los diarios neoyorquinos saliera a la calle durante todo ese tiempo. Fue un hecho que alteró la vida de la metrópolis de un modo hoy irrepetible y que tuvo consecuencias dramáticas: varios de aquellos diarios no tardaron en desaparecer, la televisión aprovechó el vacío de papel para convertirse en la principal fuente de noticias de los neoyorquinos y las linotipias terminaron desapareciendo y con ellas muchos puestos de trabajo.
Pero la huelga de los talleres de los diarios neoyorquinos también tuvo secuelas venturosas para el periodismo escrito. Aprovechando que no tuvieron ocupación diaria durante casi cuatro meses, algunos jóvenes reporteros del New York Times o el New York Herald se dedicaron a trabajar durante semanas en una sola historia, a escribirla con el mayor esmero y a publicarla en revistas como The New Yorker o The New York Times Review of Books. Entre otros, Gay Talese, Tom Wolfe y Nora Ephron.
Nació así lo que Tom Wolfe bautizaría como “el nuevo periodismo”, el periodismo que contaba hechos reales, por supuesto, pero con buena pluma, con explícita vocación literaria, con el deseo de perdurar, de ser leído con gusto mucho tiempo después de que se hubieran marchitado las noticias en que se basaba. En los años 1960 y 1970, aquella generación de reporteros produciría el mejor ramillete estadounidense de relatos cortos desde los tiempos de Hemingway y la generación perdida.
La gran diferencia con los escritores de los años 1920 estribaba en que los textos de los nuevos reporteros se basaban en hechos reales, tan reales o más que las noticias políticas o económicas que llegaban a las primeras planas del periodismo rutinario. Eran “literatura de no ficción”, como la había bautizado el predecesor del movimiento, el escritor Truman Capote, autor de esa biblia titulada A sangre fría. Por cierto, Wolfe y los demás siempre le reconocieron el padrinazgo a Capote y a Norman Mailer, otro escritor de ficción que cultivó entonces el reporterismo.
A mediados de este mes, la editorial Libros del K.O., consagrada al periodismo bien escrito, publica La banda que escribía torcido, una divertida historia de aquel fenómeno norteamericano. Obra del escritor, editor y cineasta Marc Weingarten, este libro –un reportaje, claro- está basado en 76 conversaciones con otros tantos grandes del “nuevo periodismo”. En un tono más bien desenfadado, Weingarten recrea tanto las motivaciones de aquellos reporteros con vocación literaria como el ambiente electrizante del Estados Unidos de los años 1960, la década de los de los asesinatos de los Kennedy y Martin Luther King, la oposición a la guerra de Vietnam, la aparición de los hippies, el despertar de la conciencia gay y las luchas de las mujeres por su emancipación y de los negros por sus derechos civiles.
Capote y Mailer, Talese, Wolfe y Ephron, Jimmy Breslin y Michael Herr, Joan Didion y Hunter S. Thompson, dibujaron entonces el futuro del periodismo escrito en el siglo XXI. En formato digital, en papel o en ambos, qué más da, éste sobrevivirá siempre que cuente fascinantes historias reales y esté bien escrito.
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Así lo han entendido los grandes cronistas latinoamericanos de ahora. Ellos –esos periodistas llamados Juan Villoro, Martín Caparrós, Leila Guerrero, Alberto Salcedo Ramos o Julio Villanueva Chang, y muchos otros como ellos– están haciendo, como bien dice el colombiano Darío Jaramillo, “la prosa narrativa de más apasionante lectura y mejor escrita hoy en día en Latinoamérica".
infoLibre adelanta El rey de Nueva York, un capítulo del libro La banda que escribía torcido que edita Libros del K.O.
A finales de 1962 y comienzos de 1963, ocurrió en Nueva York algo que cambiaría la historia del periodismo escrito tanto, o casi tanto, como lo haría, décadas después, la generalización de Internet. Cientos de trabajadores de los talleres de los entonces siete diario generalistas existentes en la ciudad fueron a la huelga. Protestaban por la voluntad de las empresas de sustituir las viejas linotipias por nuevos métodos de impresión basados en la informática.