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La memoria y el trauma

Niños de la guerra preparados para ser evacuados a Rusia (1936-1939).

"Mamá, ¿nos van a matar?". La voz de Rosa, de seis años, flotaba sobre los murmullos del refugio de la calle Castillejos de Barcelona. Su madre, María, agarraba con fuerza su mano. Pero no hubo respuesta. Lo que quizás era la respuesta más elocuente: el terror y la incertidumbre de los adultos frente al terror y la incertidumbre de los niños. 

No murieron. María vivió para conocer a su nieta, hija de la pequeña rosa, esa niña asustada que acabó creciendo en el estrecho mundo del franquismo, observando la valentía y la impotencia de sus padres y temiendo, como ellos, por las delaciones. La nieta era Montserrat Llor, autora de Atrapados (Crítica), un ensayo sobre los supervivientes a la Guerra Civil, el exilio y la represión franquista construido sobre las voces de 15 de ellos. Las voces que han debido callar durante décadas. "Tras entrevistarles, me doy cuenta de que las heridas siguen abiertas", escribe la periodista en el prólogo. 

Sus 15 se libraron de poblar las más de 2.000 fosas comunes que se abrieron en España para albergar a los 130.000 muertos a manos de militares sublevados. Pero sí estuvieron entre los 280.000 apresados en las superpobladas instituciones penitenciaras franquistas, entre los más de 300.000 cautivos de los campos de concentración del régimen, entre los 3.000 niños de Rusia. Son, entre otros, la poeta Ángeles García-Madrid, interna en la cárcel de Ventas; el poeta Marcos Ana, apresado hasta 1961; Gregorio Gutiérrez, GutiGuti, aviador republicano; Teresa Alonso, que vivió la Segunda Guerra Mundial en el Sitio de Leningrado...

Una "imperiosa necesidad"

"Tiene mucho sentido dar voz a estas personas que no la tienen", defiende por teléfono, "Que ahora sí se les escucha porque hay varias efemérides: los 85 años del 14 de abril, los 80 años de la guerra… Pero normalmente están bastante olvidados. Hay algunos de los que nunca se ha escuchado su historia". Ella les fue conociendo a través de la red construida durante años por las asociaciones de memoria histórica —la Asociación de Aviadores de la República, la Archivo, Guerra y Exilio, entre otras—. "Era difícil llegar a los centenarios, me iban pasando el contacto unos de otros". "Centenarios", como si habláramos de árboles ancestrales. Porque Alejandra Soler, niña de Rusia, tiene ya 103 años, y los más jóvenes rozan los 90. 

Tenían algo en común. A primera vista, la "imperiosa necesidad" de contar su historia, que veían como algo más que anécdotas personales: se saben huellas históricas y advertencias para el futuro. Habla Ángeles Flórez Peón, Maricuela, miliciana asturiana y presa en el penal de Saturrarán: "Deseo que recordéis a todos los que dieron su vida, a aquellos jóvenes que dieron su vida por la libertad, por una vida digna, que penséis en ellos y que luchéis porque haya una libertad en España". Pero esa vocación de ejemplo no era el único rasgo compartido. Estaba el dolor, el trauma, las cicatrices semejantes en todos ellos. 

Teresa Alonso Gutiérrez llegó a Rusia con 12 años, en 1937. Más de 1.500 niños salieron ese día desde Santurce creyendo que estarían allí pocos meses. Estuvo fuera hasta 1956. Esta vasca sabe que el fascismo le "deshizo la vida". "No, no soy niña de una guerra, soy niña de dos guerras". Sobrevivió de milagro a Guernica: su madre la había enviado a comprar carne de caballo, y al acercarse vio arder la ciudad desde lo alto de una loma. Se marchó a la Unión Soviética huyendo de la guerra, y allí debió vivir uno de los episodios más terribles de la Segunda Guerra Mundial: el sitio de Leningrado.

No estuvo en el grupo del millón de ciudadanos que murieron entonces víctimas de las bombas o la hambruna, pero a cambio les tuvo que ver morir. Formaba parte de los voluntarios que atendían a los enfermos... y que retiraban los cadáveres de las casas. Su relato del traslado de los cuerpos es aterrador. Los jóvenes de las brigadas del Komsomol apenas se tenían en pie, y debían en ocasiones arrancar a los muertos de los brazos de sus familiares que, en pleno delirio, les creían vivos aún. Otros cuerpos tenían marcas de canibalismo. "Maldigo las guerras, ¡las maldigo mil veces!", exclama en un momento de la entrevista. 

Cicatrices abiertas

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"En toda guerra se acaba viendo la barbarie como algo habitual", apunta la periodista. El epílogo, dedicado a "las heridas de la memoria y la desmemoria", atraviesa el libro como una flecha. Aquí se habla de traumas. Lo reiteran los sociólogos y psicólogos consultados por la autora: "Coinciden en la existencia del Trastorno por Estrés Postraumático en ellos, pero también de heridas no cerradas en sus hijos, en sus nietos. Estos últimos escuchan con más viveza aún las historias de sus abuelos". El bálsamo, para ella, está claro: la búsqueda de restos de víctimas, el reconocimiento, la reparación.

El orgullo de la lucha, la tristeza por la derrota y la pérdida de los seres queridos, e incluso la rabia, aparecen en un punto o en otro del relato de todos ellos. No el odio, asegura Llor. Han perdonado, pero el trauma está ahí. Un trauma que ha dejado de ser personal para atravesar las generaciones siguientes y heredarse como se hereda el color del pelo o el tono de la voz. "Por parte de los vencidos en la guerra y los descendientes, los que vivieron la lucha armada y sus consecuencias, sí que se pasa de unos a otros. Yo soy nieta, a mí me ha afectado", admite la periodista.

Su madre que a los seis años le pregunta a su abuela si va a morir. Su abuela que teme por la vida de su abuelo. El miedo, el miedo durante décadas. "Es imposible olvidar esto. ¿Cómo lo vamos a contar cuando no viva nadie? Los hay que quieren pasar página, y que dicen que no tiene sentido estar hablando de esto", protesta. Pero los represaliados escuchan aún claramente los pasos de sus carceleros, el sonido de los cerrojos. Lo escuchan casi sus hijos y sus nietos, a través de la historia oral, de la memoria familiar. Llor se pregunta si las heridas son eternas, si el trauma siempre se reproduce, y no sabe qué pensar. Pero cuando se pregunta "¿Está archivada y enterrada la Guerra Civil?", la respuesta es clara: "No".

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