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El vergonzoso ascenso de Hitler
El último premio Goncourt, el mayor galardón de las letras francesas, resultó toda una rareza. El orden del día, de Éric Vuillard (publicado en España por Tusquets), había sido publicado no en la rentrée, el otoño literario, donde los sellos concentran sus mejores apuestas, sino en la más discreta primavera. Su editorial, la prestigiosa Actes Sud, estaba dirigida en el momento de su salida por Françoise Nyssen, nombrada en mayo ministra de Cultura del Gobierno Macron. El jurado, barajaba la prensa francesa, no se atrevería a ser complaciente con la nueva mandataria, heredera de la editorial. Por último, el género de El orden del día jugaba en su contra: como los demás textos de Vuillard, no es una novela, la traducción más habitual de la especificación de los hermanos Goncourt de que el premio debía ir a parar a "la mejor obra de imaginación en prosa". Es narrativa de no ficción, igual que obras que en su día fueron rechazadas por serlo, como El reino de Emmanuel Carrère.
Pero qué no ficción.
Las 141 páginas de la edición española, sus breves capítulos, dan cuenta de los primeros triunfos de Hitlertriunfos (su conquista del Reichstag y la invasión de Austria) a través de escenas que el escritor considera claves. Se trata de desvelar "las imposturas que hacen la historia", dice, advirtiendo de que "no hay historia sin composición, no hay ciencia sin relato". Incluso en un momento histórico como este, aparentemente tan estudiado, en el que los malos perdieron y los buenos ganaron y narraron, incluso aquí la cosa puede tener sus dobleces.
Como el 20 de febrero de 1933. Vuillard dibuja a 24 "gabanes de color negro, marrón o coñac, 24 pares de hombros rellenos de lana, 24 trajes de tres piezas y el mismo número de pantalones de pinzas con un amplio dobladillo". Son 24 empresarios, o más bien los 24 empresarios más poderosos de Alemania. Menciona a Gustav Krupp, a Albert Vögler, a Carl von Siemens o a Wilhelm von Opel. Van a reunirse con Hermann Göring, presidente del Reichstag, ignorando que ese edificio tardaría poco en ser un amasijo de hierros y cenizas. El dirigente nazi les recuerda que hay elecciones parlamentarias el 5 de marzo, que "la actividad económica requiere calma y firmeza". Y que el partido necesitaba dinero para hacer campaña. Hjalmar Schacht, futuro ministro de Economía, soltó un poco elegante: "Ahora, caballeros, ¡a pasar por caja!".
Alguno donó un millón, algún otro varios cientos de miles. Vuillard recuerda seguidamente al lector que "el verdadero nombre" de estos hombres de negocios, más que dispuestos a apoyar la causa nazi, no era el de sus pasaportes, sino el de sus empresas: Bayer, Agfa, Opel, Siemens, Allianz... "Están ahí, entre nosotros. Son nuestros coches, nuestras lavadoras, nuestros artículos de limpieza, nuestras radios despertadores, el seguro de nuestra casa, la pila de nuestro reloj", escribe, "Están ahí, en todas partes, bajo la forma de cosas".
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"La literatura y la historia siempre han tenido relaciones endogámicas. La Ilíada es un poema, pero también es un libro de historia", precisaba el autor en una entrevista con el diario Le Figaro poco después de proclamarse ganador del Goncourt. En el libro, precisa, apenas hay invención, como no la había en otras de sus obras, como Tristeza de la tierra (publicado por Errata Naturae en España), su narración sobre Buffalo Bill. En esa misma entrevista precisaba que frente a una corriente que quiere "hacer como si el mundo fuer transparente, sin ideología, como si los hechos fueran datos neutros y las novelas pudieran ser neutras", él opone "tratar de desvelar una parte de la ideología que nos atraviesa". La que atravesaba los años treinta y la que atraviese quizás también las primeras décadas del nuevo siglo.
Por eso de la pluma de Vuillard no se libra nadie. Ni lord Halifax, presidente del Consejo británico en 1937, que acude a Alemania invitado por Hermann Göring. Cazan juntos, comen juntos, cenan juntos, y el inglés llega a conocer al Führer, al que confunde en un primer momento con un lacayo. También hizo otras cosas, como decirle a Hitler que las reivindicaciones alemanas sobre Austria no disgustaban a su Gobierno siempre que se hicieran en un clima de paz. Sobre esta entrevista, escribiría al primer ministro Stanley Baldwin: "El nacionalismo y el racismo son fuerzas pujantes, ¡pero no las considero ni contra naturaleza ni inmorales!". Todo esto lo extrae Vuillard de archivos públicos y muy estudiados. "Con este libro", precisaba el escritor, "he querido seguir el desarrollo de los compromisos, las palabras razonables, las negociaciones entre personas responsables que permitieron la instalación del fascismo".
Entre el desfile de altos cargos europeos que no dudaban en confraternizar con dirigentes nazis o en esperar, con calma, a que se resolviesen los conflictos en Centroeuropa, y de la lista de empresarios que se beneficiaría luego del trabajo esclavo en los campos de concentración, tiene una breve aparición estelar la prensa. En la semana anterior al Anschluss, la unión entre Alemania y Austria, se suicidaron 1.700 austriacos. Pronto, cuenta Vuillard, hablar de suicidios en los periódicos será toda una osadía, y se mencionarán solo "súbitos fallecimientos". Al día siguiente de la anexión, aprobada en un referéndum por el 99,75% de la población después de la represión de los opositores, la Neue Freie Presse publica cuatro necrológicas en las que sí se explicita cómo ocurrió la muerte (navajas, disparos, saltos por la ventana). Al final de la aséptica narración, el periodista apunta: "Se desconocen las causas de su acto". "Esa pequeña apostilla", escribe Vuillard, "nos llena de vergüenza. Porque, el 13 de marzo, nadie puede desconocer los móviles de todos ellos. Nadie". Nadie ignora hoy tampoco, parece decirnos Vuillard, de qué tendrá que avergonzarse en el futuro.