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Cultura

Marta Sanz: "No habrá calidad democrática en este país mientras no combatamos la memoria mala"

La escritora Marta Sanz, en su casa en Madrid.

Dice Marta Sanz (Madrid, 1967) —"esto lo puedes poner en la entrevista", apunta— que en su espacio de trabajo, un luminoso estudio-salón en el centro de Madrid, hay cierta similitud con su escritura: la acumulación que obliga casi a la espeleología, la convivencia de lo mítico —estampas de divas de Hollywood observan desde la estantería— con lo real —las fotografías en blanco y negro, con los bordes troquelados, de sus abuelas y de su madre—. El pasado está presente y se mezcla con los maullidos de la gata, con los sonidos de la calle y los timbrazos del repartidor. Algo de todo eso hay en pequeñas mujeres rojas (Anagrama), su última novela, el cierre de la trilogía negra de Arturo Zarco, tras Black, black, black (2010) y Un buen detective no se casa jamás (2012), un libro en el que se unen la memoria histórica, una reflexión sobre la violencia contra la mujer y una propuesta política del uso de la lengua. 

La escritora, autora también de títulos como La lección de anatomía o Clavícula, imagina el pueblo de Azafrán —o Azufrón, como bromea una pintada a la entrada del municipio, indicando el camino al mismísimo infierno— y a Paula, que decide pasar allí sus vacaciones para ayudar en un proyecto que pretende localizar y abrir las fosas comunes donde aún esperan los cuerpos de las víctimas de la Guerra Civil. Cuidado, peligro: la llegada de la mujer, la forastera, agitará los recuerdos dormidos, despertará las voces de los muertos y señalará crímenes que quedaron sin pagar y que, por eso mismo, dejan eco casi material en el presente. Todo parece muy lejano, en el territorio misterioso de la ficción, pero está aquí mismo, del otro lado de los balcones soleados. 

Pregunta. ¿Qué fue antes, la necesidad de cerrar la trilogía negra, o la necesidad de tratar la memoria histórica y las fosas, particularmente?

Respuesta. Creo que fueron las dos de la mano. El cierre de la trilogía del detective Arturo Zarco, lo que es la historia, la trama, la ambientación, era un asunto que llevaba barruntando desde hacía mucho tiempo. Lo tenía guardado en un cajoncito, con un esquema y unos personajes, pero siempre se interponía en el camino otro proyecto que me hacía no acometer este. Cuando la realidad política española se radicalizó para mal, y renacieron todos esos óxidos del franquismo a través de la figura de personajes de Vox que me dan mucho miedo, pensé que era el momento. Había un relato que me parecía especialmente perturbador: la memoria mala, la memoria tergiversada, la memoria que hace decir a Ortega Smith las barbaridades que dice sobre las Trece Rosas. Yo quería escribir una novela para decir que el pasado no es algo accesorio, que el pasado es algo en lo que merece la pena invertir esfuerzos, dinero y pedagogía, porque eso redunda en nuestra calidad democrática: no habrá calidad democrática en este país mientras no combatamos esa memoria mala. Quería contar que el pasado está en el presente y no es algo ornamental, que no está solamente en los libros o para que los niños reciten fechas.

P. Cuando nos adentramos en la novela sucede que el misterio que nos plantea pequeñas mujeres rojas se desplaza: dónde está la fosa que busca Paula, la protagonista, qué sucedió durante la Guerra Civil el pueblo... ¿Por qué esta voluntad de despistar al lector?pequeñas mujeres rojas

R. Es una constante de la trilogía: hay una especie de reivindicación de que los textos políticos son los textos más literarios. Cuando hablo de los textos más literarios me refiero a esos textos que se caracterizan por su relieve, por su espesor connotativo, por la invención del lenguaje. Y de alguna manera se enfrenta a esa otra concepción de la literatura en la que lo importante es estar tendiendo todo el rato hilos que tienen que ver con el interés de la trama para crear momentos de descubrimiento efectista y espectacular. Los hilos de la trama, que hay muchos, quedan aquí casi siempre cortados, o quedan en un estado en el que son quienes leen los que tienen que tomar las decisiones con respecto a lo que ha pasado. En ese hacerte partícipe a ti como lectora hay un subrayado de lo que a mí me interesa: la palabra literaria como estratos de tierra en los que leer espeleológicamente.

P. Y sucede que con la Guerra Civil en ocasiones no hay tanto misterio: se puede llegar a un pueblo y observar, en las mayores casas y las mejores fincas, quiénes se beneficiaron de la contienda.

R. Pero fíjate que eso, desde una perspectiva literaria, no se ha contado tanto. Hay muchas investigaciones sobre cómo los vencedores se enriquecieron por su condición de vencedores, pero pocas veces se ha partido de esa evidencia desde lo literario. A mí me interesaba mucho hablar de la historia y de la guerra desde una mirada que no fuera universal. Porque con frecuencia, si lo hacemos, no decimos más que banalidades y generalidades: todos sabemos que la guerra es mala, que hay vencedores y vencidos, que hay dolor, que hay injusticia. A mí lo que me interesa contar son los detalles locales de una guerra: quién ganó, quién perdió, cómo los vencedores dosificaron su victoria, cómo los vencidos fueron reprimidos. Es decir, me interesan esas cosas pequeñas que luego son las que dan sustancia y significado a lo que estamos leyendo y a lo que vivimos.

P. Es cierto que en ocasiones tenemos una cierta fascinación por el mal, por los motivos de quien lo ejerce. En esta novela no: los personajes hacen cosas terribles porque son personas terribles.

R. Hablamos mucho de la banalidad del mal, y en la novela negra e histórica más todavía. Todos sabemos que los nazis amaban mucho a su familia y a sus animales domésticos, y que probablemente en su casa fueran personas muy normales. A mí me interesa hablar de lo que nos convierte en seres humanos especiales en el espacio público, a través de la valentía de nuestras acciones. Ahora hay un intento permanente de revisionismo histórico en el mal sentido de la palabra. Yo quería contar que los rebeldes fueron los culpables de que se desencadenara una guerra que iba contra un orden democrático establecido, y que los vencidos en esa guerra, si fueron buenos, no lo fueron porque en su casa quisieran a sus hijos y les gustara bailar apretados, sino que fueron muy buenos porque en el espacio público se atrevieron a ser valientes, a cantar las canciones que querían cantar, a mantenerse como concejales de la República y a decir en público lo que pensaban cuando sabían que se estaban jugando la vida.

P. Y, pese a que esta es una novela de ficción, hay referencias a personajes reales. 

R. La historia tiene elementos legendarios, míticos, pero intento dar mucho peso a eso que es verdad, las cifras, a los muertos, a los actos heroicos, al sonajero, al caso de la fosa de Milagros, que es verdad: ese peón caminero tuvo que llevarse a sus hijos porque se iban a volver locos de ver lo que estaban viendo todos los días. Esto para mí era obsesivo, porque creo que en la literatura nos movemos con unos prejuicios de la relativización del mal, la niebla, la bruma, y eso está muy bien, pero dentro del relato literario existe la posibilidad también de hablar desde una conciencia política y desde una necesidad de prestigiar la vida de personas que están desprestigiadas desde ese otro bando que parece que se nos está comiendo vivos.

P. ¿De dónde sale ese narrador coral, esa voz que es la de los muertos que esperan bajo tierra?

R. Ese orfeón, esta cachondísima y famélica legión, asexuada, orgánica, mezclada e internacionalista... Empecé a escribir la novela y surgió ese coro de voces que sabe del presente, del pasado, del futuro, que para mí era importante que tuvieran un sentido del humor muy corrosivo, que fueran autocríticos, juguetones y saltarines, porque era también una manera de intentar corregir un relato sobre la memoria que a veces es blando, demasiado nostálgico, sentimental, y en ese sentido es contraproducente. Luego me di cuenta de que ese coro de voces ya estaba en mi cabeza desde mi poemario Vintage [Bartleby, 2013], que hablaba de la memoria personal y de cómo se relaciona con la colectiva, y cómo la memoria colectiva se malversa con la nostalgia, y entonces se convierte en algo dulce, comercial. Me di cuenta al final, cuando estaba escribiendo los agradecimientos. 

P. Da la sensación de que estos muertos, esqueletos bajo tierra, son irreverentes con respecto a su propia muerte, y la han trascendido de alguna manera.

R. Pero por otra parte se supone que son el fragmento de nuestro pasado que nos protege, que tira de Paula para defenderla de alguna manera. Lo que ocurre es que la realidad termina siendo mucho más hostil, y la capacidad de reacción de estos cuerpos en descomposición es limitada. La idea de cuerpo era importantísima, porque al final se está hablando de cuerpos tratados con indignidad, tanto los cuerpos de los desaparecidos en las fosas incógnitas de la guerra civil como los cuerpos de las mujeres violentadas. Que además son los dos grandes demonios de la ultraderecha española en este momento, están encarnando lo que llaman la ideología de la memoria y la ideología de género, ese coco que viene. En sinergia con esos dos grandes demonios, está lo que la ultraderecha siempre quiere encubrir, que es la rapiña, la rapacidad. Con esos temas ideológicos que les horrorizan están creando cortinas de humo para que no nos fijemos en lo terrible que puede ser la reforma de la ley de sucesiones. Por eso también es muy importante el dinero en esta novela, el afán de acumulación de un delator.

P. La imagen de las represaliadas en el pueblo durante y tras la guerra regresan a la historia una y otra vez. ¿Había una voluntad de señalar el desgraciado rol de esas mujeres en el castigo? En ocasiones, se las convierte en una especie de mártires virginales, no unas valientes, como fueron ellos.

R. En pequeñas mujeres rojas, precisamente, las protagonistas de la acción son fundamentalmente ellas, aunque haya un personaje masculino siniestro. Son ellas las que se arriesgan. Y al final de la novela digo con orgullo que yo conocí a Rosario la Dinamitera, que es el paradigma de esa mujer que no se quedó en la retaguardia. Hubo mujeres que hicieron labores importantísimas en la retaguardia, pero también hubo otras que ejercieron roles no menos pasivos, pero sí más asociados a la épica de la virilidad. Esas pequeñas mujeres rojas del título son la expresión de un miedo personal: tal y como se van desarrollando los acontecimientos, nos quieren convertir en víctimas propiciatorias y chivos expiatorios. Eso es algo que no podemos tolerar. Creo que las mujeres que tenemos conciencia política, que hemos luchado por nuestros derechos, que queremos tener una voz en el espacio público, y reivindicar ciertos lugares que ha ocupado la mujer dentro de la casa sin demonizarlos, tenemos que tener mucho cuidado para que no nos pongan la pierna en la cabeza. 

P. Habla de que tras el estilo, pródigo en imágenes, excesivo, hay una posición política. ¿A qué se refiere?

R. Quería hacer un ejercicio de barroco rojo. Había una canción que creo que cantaba Joaquín Sabina, versionando a Dylan: "el hombre puso nombre a los animales, / con su bikini, qué mogollón". Yo no quiero ser el hombre que puso un único nombre a los animales de una manera autoritaria, prepotente y sacramental, yo no quiero ser el Juan Ramón Jiménez que dice "inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas", yo quiero ser la mujer que busca muchísimas palabras porque duda, y porque no sabe si encontrará la adecuada, y necesita experimentar y utilizarlo como herramienta de indagación. El exceso busca ser iluminador, molesto y político, porque parte de la evidencia de que hemos perdido el hábito de leer despacio. Esa pérdida lo que hace es atenuar las posibilidades de que seamos personas críticas y de saber lo que hay por debajo de los discursos dominantes. Frente al vértigo y frente a un concepto publicitario de la frescura, intento escribir libros que requieran concentración.

P. Hablas de la voluntad de contar la violencia contra las mujeres, pero no estetizarla. Sabemos que llevamos un sistema machista enraizado: ¿cómo se prevenía ante esa inercia de ver la violencia contra la mujer como algo bello o algo que redime?

R. En un cierto capítulo del libro, se incluye una conversación de Francis Bacon con Marguerite Duras, y Bacon explica lo que era su sistema nervioso personal, y decía que más allá del tema, el estilo de un determinado pintor o pintora era lo que hacía que se proyectara una determinada mirada ideológica u otra. Esto me lo llevo a la representación de la violencia sobre el cuerpo de las mujeres. Porque creo que representa hermoseada, estética. Cuando dices que de las venas abiertas de la mujer maltratada salían rosas rojas, por ejemplo, es una opción estilística que está sustentada en una ideología que yo no comparto. Quería quitar la belleza y el morbo a la enorme crueldad de la violencia contra las mujeres.

No podemos escapar del lenguaje y del imaginario que conforma nuestra mirada, y las mujeres que nos dedicamos a escribir con una vocación transformadora tenemos que estar haciendo un ejercicio constante de autocorrección y de reajuste, porque enseguida se te va la mano. Yo he intentado que esto no sea así, y ese intento es lo que a mí me ha motivado a acumular, a buscar, a saber que no podía utilizar el lenguaje como una herramienta suficiente, porque siempre es insuficiente en la medida en que está penetrado por la ideología dominante. Quizás hay algún momento en el que se cuelan fragmentos de eso aprendido contra lo que nos rebelamos. En mi pretensión se verá que he querido incidir mucho en la soledad de las mujeres violentadas, en la vulnerabilidad incluso ante las agresiones más pequeñas, y he querido desplazar el foco del cuerpo maltratado de las mujeres para poner todo el peso en los instrumentos de tortura, desde la mano del hombre que maltrata.

P. ¿Y a la hora de adentrarse en el tema de la Guerra Civil? ¿Alguna tendencia anquilosada que quisiera evitar?

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R. He intentado huir del estereotipo, tanto en la concepción narrativa como en la propia textura de la lengua literaria. Nunca podría meter pequeñas mujeres rojas, por ejemplo, en el saco de novelas de la Guerra Civil, y no porque tenga nada en contra de ellas, sino porque creo que aquí la Guerra Civil es el punto de partida para hablar del presente, y hablar de cómo las cuentas mal saldadas sobre el pasado repercuten sobre el presente. Dentro de esos tópicos sobre la guerra que se utilizan lamentablemente en la literatura, pero también en el discurso político o periodístico, algo de lo que quería huir es de la idea de la equidistancia. Hay asuntos que no se pueden tratar desde la equidistancia, porque si los tratas desde ahí estás mintiendo, y además vemos cómo la equidistancia se pervierte por unos u otros según hablemos de la Guerra Civil o del terrorismo de ETA. 

P. El orfeón de cuerpos, decía, advierte a la protagonista, tira de ella para señalarle el peligro. ¿Realmente puede una novela como esta, la literatura, tirar de nosotros y advertirnos de manera efectiva?

R. Esta es la pregunta de los miles de millones de dólares. Yo soy una mujer optimista, y escribo estos libros, que creo que son puntiagudos y que tratan de asuntos que a veces no queremos ver, porque tengo la confianza de que verdaderamente los libros intervienen en lo real. Creo que la literatura puede intervenir en el debate público, que puede ayudar a replantearnos prejuicios, buenos o malos, puede ampliar nuestro campo de visión. Escribo con esa esperanza, con la esperanza de que este libro a la gente le ponga los pelos de punta en el buen sentido de la palabra y en el mal sentido de la palabra. Esa no unanimidad, esa generación de un intercambio de puntos de vista, para mí es una manera de intervenir en la realidad para modificarla. Y todos los libros intervienen, incluso los que no quieren intervenir: los que te hablan desde la asepsia son los peores, esa neutralidad sí que es una impostura y sí que es falsa, es una manera de acrecentar una ideología dominante que se confunde con una ideología invisible. Esto sí que no lo puedo soportar.

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