Los diablos azules
Alfons Cervera: "Lo que quieren las derechas no es que se olvide el pasado, sino que sigamos con la memoria del franquismo"
Alfons Cervera (Gestalgar, Valencia, 1947) contesta desde su pueblo natal, una localidad de algo más de 500 habitantes en la comarca de Los Serranos. Sus lectores lo conocen como Los Yesares: ese es el territorio nada mítico que el escritor ha creado para narrar su historia. La suya, la de su familia, la de su pueblo, la de varias generaciones atravesadas por la guerra, por la derrota y por el olvido forzoso. Cervera hace, en cierto modo, lo que los suyos no pudieron hacer: recordar. Si toda la literatura se construye sobre la memoria, la suya lo hace explícitamente: con ella ha recorrido la vida de sus padres, la historia de los maquis de su provincia, de los efectos de la represión franquista, las huellas de todo aquello en el presente. En su última novela, Claudio, mira (Piel de Zapa) vuelve la vista a ese que le ha acompañado toda la vida y que sigue ahí, a su lado, setenta años después: su hermano.
Pregunta. Con Claudio, mira vuelve a Los Yesares. ¿Dónde acaba dentro de su obra esa ya pentalogía de la memoria, si es que acaba?Claudio, mira
Respuesta. La verdad es que ya no sé por qué novela voy ahora mismo. Me refiero a lo que se llama, con mejor o peor fortuna, novela de la memoria. Esas vueltas y revueltas con el pasado enfrente, o delante, o detrás, porque al cabo es difícil saber dónde se encuentra eso tan raro que es el tiempo que se ha ido con la música a otra parte y se ha llevado con él todo lo que hubo mientras duró. Como dices, hubo antes otras novelas, pero, sobre todo, dos. La que salió de esa experiencia, tan terrible como enriquecedora, que fue acompañar a mi madre durante año y medio hasta su muerte hace once. Fue un trance difícil, porque descubres que ella no sabía morirse y yo aún menos saber cómo vivir con esa persona. Una mujer que decía a todas horas que se quería morir y miraba con inquietud la fecha de caducidad de los yogures. Cuando se estaba muriendo su abuelo, Thomas Bernhard, que estaba a su lado, también enfermo, se decía, para saber de qué iba eso de la muerte, que es algo normal que la gente se muera. Y de ahí, de esa experiencia de cuando era apenas un niño o un adolescente le nació su vocación de contar historias. Y se lo dice muchos años después a Peter Hamm: la necesidad de escribir sobre algo de lo que no entiendes absolutamente nada. De ahí, de esa experiencia mía durante esos meses, salió Esas vidas, seguramente para intentar conocer mejor lo que pasa por la cabeza de la gente cuando se está enfrentando a una normalidad que deviene más anormal que nunca en situaciones como aquella. Por cierto, que esa novela quedó finalista en el Premio Nacional de Narrativa de 2010, un premio que, ya ves qué cosas, ganó no una novela sino un libro de ensayo [Anatomía de un instante, de Javier Cercas]. Me hizo gracia ver mi nombre y el de una novela mía en esos saraos en los que me siento como un marciano.
Después llegó Otro mundo, la novela donde contaba los silencios de mi padre. Un hombre que se murió en 1992 sin haber contado nada de su vida, sobre todo aquello que se la arruinó para siempre. Él quería ser actor, y dicen en mi tierra de la Serranía que era muy bueno, que era una especie de Paco Rabal, un actor del que mi padre era el fan número uno. Pero no pudo ser actor ni casi nada. Una condena de 1940 a doce años de cárcel, que transmutaron en la de no salir del pueblo en ese tiempo, se lo impidió. Todo eso lo descubrí cuando ya hacía veinte años que había muerto, al encontrar en casa el papel que me permitió investigar en los archivos militares de Valencia. Fue un joven anarquista, que llevó a cabo el atraco a una casa donde vivía una pareja de prestamistas para robar los pagarés y que la gente no tuviera que devolver el dinero. Nada de eso contó nunca. De ese silencio nació Otro mundo, seguramente la novela mía que más quiero. La mierda del silencio, y aún andamos en este país con él encima. Esa maldita fanfarria de no reabrir heridas, de jugar a la reconciliación entre quienes ganaron y quienes perdieron la guerra. A mí me hubiera gustado que mi padre me hubiera contado lo que le pasó. El maldito miedo, siempre… Creo que con Claudio, mira, cierro lo que puede entenderse como una especie de álbum familiar o libro de familia. No creo que haya más novelas sobre ese asunto. Si acaso solo de mí puedo hablar, y eso ya lo hago en todas mis novelas, aunque con el yo pequeñito, sin que se note demasiado…
P. Después de lo que dice, ¿de dónde nace la necesidad de hablar ahora de tu hermano? ¿Tenía alguna referencia literaria que te sirviera de guía?
R. Las tenía cuando escribía de mi madre y de mi padre, sobre todo de mi padre. Ahí está Patrimonio, de Philip Roth, que es una excelente referencia y que vuelve a salir en esta novela última. Pero fíjate qué casualidad: algunas veces salieron reseñas de esas novelas que decían que el personaje del hermano casi exigía una novela. En esas novelas, mi hermano hacía lo que se llaman cameos en el cine. Un extra sin frase, que simplemente pasaba por allí. Cuando leía eso en aquellas reseñas, pensaba que a lo mejor llegaría un día en que eso se hiciera realidad. Y ya ves, una sencilla operación de cataratas a mi hermano hace dos años sirvió de arranque para escribir la novela. No sé si era una necesidad, seguramente uno anda siempre dándole vuelta a muchas historias posibles, y aquella tarde en el hospital me llegó eso que me da mucha risa y que alguna gente llama inspiración.
P. Mirar al hermano es mirar al pasado, pero, de alguna forma, también al futuro: está la amenaza de la muerte, del final de la vida compartida, del decaimiento físico que es ajeno pero podría ser propio. ¿Ha sido difícil mirar a Claudio o a través de Claudio?
R. Es que el pasado está ahí siempre. Creo que desde que escribí la primera novela de la memoria, allá por 1993, vengo repitiendo lo de Faulkner: el pasado no muere nunca, ni siquiera es pasado. En ese concepto se encierra todo: lo que pasó, lo que está pasando, lo que posiblemente pasará después. En ese sentido, tienes razón cuando dices que en esta novela está todo eso. Hablo de la fragilidad de ahora, de lo difícil que es vivirla en esa cotidianeidad doméstica en que a veces transcurre lo que vivimos. Nos miro, a Claudio y a mí mismo, y me pregunto qué demonios pintamos en lo que pasa no solo dentro sino también fuera de nosotros. Cómo nos vemos nosotros, cómo nos ve la gente que viene cada día a casa, o nos juntamos en el bar, o en las pistas de la petanca que hay en el Paseo de los Chopos… Sí, tienes razón cuando apuntas esa doble mirada entre Claudio y yo, en ambas direcciones, pero creo, aunque no esté demasiado seguro, que también cuenta la mirada del otro, la de quien asiste, y no solo como en un cameo, a lo que vivimos en esta casa inmensa que a veces veo llena de fantasmas, como los cuentos que el abuelo nos contaba en la casa junto al río.…
P. En esta novela tienen especial importancia el cine y la fotografía como forma de capturar y comprender la realidad, aunque finalmente sea la literatura la que documenta y registra. ¿Qué diferencia a ambas artes, si es que hay diferencia, como receptáculos de la memoria?
R. La fotografía tiene partes de luz y de sombra. Me interesa lo que no se ve en el recuadro. Recuerdo un brevísimo relato de Walter Benjamin en que, después de un paseo con su madre por Berlín, volvía a casa, cogía una fotografía y en ella veía, y se inventaba, lo que había visto muy superficialmente en su paseo. En muchas de mis novelas salen esas fotografías, una manera de que el tiempo vuelva para jugar con él y ceñirlo a tus propios intereses, en este caso literarios. Siempre quien mira la fotografía en mis relatos lo hace fuera de campo, como si intuyera que lo importante está en lo que está detrás de la cámara y no delante. El cine era lo único que cuando éramos críos, en Gestalgar, mi pequeño pueblo de la montaña, donde nací y donde vivo, nos llevaba más allá de esa realidad que ya intuíamos estrecha, sombría, aunque evidentemente se nos escapaba casi todo de esa realidad. Desde muy niños, Claudio y yo leíamos revistas de cine. Trabajábamos con nuestro padre en el horno, todas las noches, y en los descansos leíamos Fotogramas y alguna otra revista. Mi hermano todavía la sigue comprando. Y escribe ahí notas sobre las películas, con su torpe letra de zurdo que fue poco a la escuela, como pasaba entonces. En el cine y las fotografías encuentro lo que me ayuda a la hora de escribir lo que apenas recuerdo. Y eso no es poco, digo de esa ayuda, porque la memoria hace agua muchas veces y has de rellenar las lagunas con algo que no chirríe demasiado. Si hay alguna diferencia entre el cine y la fotografía, sería en mi caso a favor de la fotografía. Me permite indagar más allá de lo que vemos con un mayor protagonismo de la imaginación.
P. En Claudio, mira, el narrador recorre la vida de su hermano, que no deja de ser la propia vista desde un ángulo ligeramente desplazado. ¿Qué le interesaba de esa posición oblicua?Claudio, mira
R. Me cuesta mucho separar las dos miradas en esta novela. Es verdad que desde el mismo título se alude a un mayor protagonismo de la mirada del hermano. Pero en muchas ocasiones las dos miradas transcurren a la vez, se fijan en puntos comunes, se la juegan como en una partida de esas que salen en las películas del Oeste y es como si los dos jugadores se hubieran convertido en los mejores tahúres del saloon. Pero sí, otras veces, me servía de esa manera de mirar como de lado, sin atosigar al otro, dejando que su fragilidad se viera de pronto alzada a una nueva condición de fuerza frente a la de quien cuenta la historia. Y he de decirte que ahí, en esa confrontación a ratos violenta, gana la mirada de Claudio, sin ninguna duda…
P. La alianza entre hermanos, se nos cuenta, se construye desde la infancia en parte por compartir un miedo común. ¿Qué es lo que daba miedo en aquellos años cincuenta y sesenta, más allá de los vampiros del cine?
R. El miedo tiene sus tiempos. Cada momento de nuestras vidas se ciñe a unos miedos particulares. Los críos de los años cincuenta teníamos miedo a lo que no existía realmente. Los fantasmas, los cuentos terroríficos que nos contaba, como te decía antes, nuestro abuelo. Ya ves que para que nos durmiésemos pronto subía al cuarto y nos contaba aquello de un muerto que subía escalón a escalón hasta llegar a nuestra cama. Entre los miedos cinematográficos destacaba Drácula, por encima de todos los demás. Y algunas películas de monstruos, que a mí me chiflaban, de dinosaurios y otros bichos parecidos. El miedo de verdad era el que no sentíamos nosotros, el que ahora sabemos que se vivía en las casas de la derrota, en esas visitas al cuartel de la Guardia Civil que en mi pueblo y en tantos otros tenían que cumplir a la fuerza para recibir palizas por una causa clarísima: haber defendido la República frente a los golpistas. Y haber perdido esa maldita guerra. Y aún hoy están esos gritando que lo de Franco fue una maravilla. Malditos sean…
P. ¿Ha hablado con su hermano Claudio, ese que se parece tanto al protagonista de Claudio, mira, sobre la historia familiar, sobre los miedos de los adultos y el peso de la genealogía? ¿Hay algo que se haya quedado por decir?Claudio, mira
R. Con mi hermano resulta muy difícil hablar, como ya se ve en la novela. Hablo ahora de su fragilidad, de lo difícil que es sacarle más de dos palabras seguidas. Vive en su mundo, un mundo, por otra parte, de difícil acceso para los demás. También para mí, aunque conozca algunas de las claves que me dan una cierta ventaja sobre quienes observan ese mundo desde fuera. Tal vez por eso, por esa dificultad a la hora de encontrar sentido a lo que vivimos los dos, he escrito esta novela. La literatura es romper el sentido de las cosas. En esta ocasión, lo que he intentado es encontrar ese sentido a lo que tan difícil resulta de vivir cada día. Me gustaría que Claudio leyera esta novela, no su novela, sino nuestra novela. Y no solo nuestra en el sentido de esa privacidad que individualiza la escritura y la lectura, sino en el de la intención de colectivizar lo que habría de ser la escritura, al menos la mía. Pero no será posible. No es Claudio una persona de largas distancias, y tampoco en la lectura de algo que vaya más allá de los pies de foto en las revistas de cine. En todo caso, me gustaría que Claudio, mira fuera más allá de esas lecturas y escrituras que individualizan ambos procesos. Por cierto, sobre eso, y más cosas igual de interesantes, tiene Constantino Bértolo un libro fantástico que se titula La cena de los notables: el oficio de leer, el de escribir, el papel de la crítica y esos poderes que lo deciden todo sobre la gente a través de la literatura…
P. En la novela tienen cierto protagonismo los espacios abandonados o descuidados por el olvido o la ausencia, los objetos perdidos. ¿Qué memoria conservan los espacios y las cosas, qué teme que desaparezca con ellos?
R. Escribir es, entre otras cosas, una manera de aquietar los estragos del tiempo. Pero no para domarlos en una escritura acomodaticia, sino para una vez fijados esos estragos ponerlos en el debate público, que en definitiva es para lo que debería estar hecha toda escritura. La pérdida es el motivo central de muchas escrituras. Algo así decía Antonio Machado, y algo así aparece en bastantes de mis novelas y artículos periodísticos. Creo que el papel del testimonio está en documentar lo que ya no existe, en sacarle las tripas a los despojos que se comieron los buitres de la historia y nos dejaron sin saber de dónde venimos y qué hicieron o dejaron de hacer quienes estuvieron antes que nosotros. Los sitios que ya no existen son los que me interesan, y por eso en mis novelas siempre hay alguien que los rescata para que formen parte de nuestras vidas, para que eso hoy tan de moda que se llama relato no sea la propiedad privada de los mercachifles de la historia, de esos que juegan con su poder como si todos fuésemos idiotas… Y el caso es que a ratos tengo la sensación de que lo somos… Los sitios y las gentes que los habitaron, si desaparecen, se llevarán con ellos lo que tanto necesitamos para aclarar un poco lo que somos ahora mismo. Y la escritura ha de servir para sellar un compromiso —o responsabilidad— de verdad en esa recuperación.
P. La convivencia entre los hermanos supone también cierto conflicto: los recuerdos que no concuerdan, el uso de la casa, la hipocondría… ¿Es la memoria un terreno de disputa? ¿Es la familia un terreno de disputa?
R. Claro que la memoria es un territorio de disputa. Y tanto que lo es. La memoria no está a salvo de nada. Antes al contrario, se levanta sobre tierra movediza, pantanosamente insegura, a merced de los vaivenes del recuerdo. Recordar es meterte en un berenjenal que a ratos tiene difícil salida. Quien recuerda, miente, escribía José Manuel Caballero Bonald. Y a ver cómo se sale sin heridas de ese sitio. La intemperie es el lugar más propio de la memoria y de quien la escribe. La disputa nunca es entre la memoria y el olvido, sino entre una memoria y otra diferente sobre una misma cosa. Por ejemplo, lo que quieren las derechas de este país no es que se olvide el pasado, como aparentemente dicen, para no reabrir viejas heridas, sino que sigamos con la única memoria que les interesa, que es la del franquismo. Lo mismo pasa con las familias. No hay unos individuos aislados unos de otros, lo que hay es una comunidad de intereses que a veces confluyen y otras hacen la guerra por su cuenta. Ahí está, precisamente, el territorio de la escritura, escarbar en la complejidad de esas relaciones, destriparlas, salir con las heridas que haga falta de ese enfrentamiento…
P. Dice: “La biografía de quien escribe está en su escritura. Y también en su vida”. ¿Se complementan, su vida y su escritura? ¿Son armónicas, o cree que producen en algún punto alguna disonancia?
R. De armónicas, para nada. Lo intento, y eso ya es bastante. Conseguir ese equilibrio es otra cosa bien distinta. Esa frase de la novela la saco para aclarar que me cuesta mucho separar a quien escribe de lo que es su vida. Sé que es ese el eterno debate. El monstruo que es un gran artista. ¿Lees a Céline y a Ezra Pound, a Jünger y Heidegger? Pues a ratos sí y otros ratos se me apodera la repugnancia y me niego. Uno es lo que es dentro y fuera de su escritura. Me cuesta mucho separar la escritura y la vida. Con las mías intento una cierta coherencia. No sé si lo consigo del todo, pero que lo intento con ganas está fuera de toda duda…
P. “Por qué todo lo que amamos acaba desapareciendo”, se pregunta el narrador. Desaparecen el Cine Musical, los catálogos en papel, los rostros conocidos, pero en Los Yesares parece no aparecer nada, no nacer nada nuevo que amar. ¿Por qué?
Dos escritoras contra el olvido
Ver más
R. Es que los sitios pequeños tienden a desaparecer. Hoy está de moda eso de la despoblación. Vaya monserga. La política no para de hablar de eso, y la verdad es que sabe poco o nada de lo que habla. Yo vivo ahí, en esa despoblación, y sé que es muy difícil que esos sitios no acaben desapareciendo. Cuando los sitios se quedan sin cines, sin tiendas, sin escuelas, sin médicos… qué les queda. Cuando paso por delante del cine y veo que sólo queda una ruina me entra como una riña de gatos en las tripas. La infancia vive en esas ruinas, la memoria tiene la forma de un minúsculo hueso de rata, o de una botella a la que alguien le partió el cuello porque ya no había nada dentro… En una de mis novelas anteriores, un personaje llamado Charly, que fue payaso en una troupe de saltimbanquis, abandona Los Yesares diciendo que en el pueblo solo se quedan a vivir la pereza y los años. Eso, lamentablemente, es lo que queda en los sitios donde hasta la memoria está en trance de convertirse en un absurdo grumo de nostalgia, que es algo, eso de la nostalgia, que poco o nada tiene que ver con la memoria…
P. Después de esta larga experiencia en la relación entre escritura y memoria: ¿confía en la literatura como portadora fiel de los recuerdos personales y colectivos? ¿Por qué sí o por qué no?
R. "Verde moho es la casa del olvido", un verso de Paul Celan que nunca se me va de la cabeza. La literatura arranca de ahí, y le da la vuelta desde el tejado a los cimientos para que nada de lo que fue se pierda en las revueltas del tiempo. Escribir es fijar lo que el pasado nos fue dejando a su paso. Me interesan poco los recuerdos individuales, aunque me sirvan para apuntar lo que cuento en las novelas. Pero mis voces, las que cuentan lo que sucede, van hacia lo colectivo, siento como un frío que me destempla cuando veo esas voces que en otras novelas solo tienen el aliento de lo individual, el aliento de ese capitalismo cerril que aísla esfuerzos comunes, que desbarata lo que puede ser aspiración colectiva de una comunidad. La literatura habría de ser eso, la manera de construir espacios donde la razón fuera la de urdir estrategias en que la memoria —por hablar de la que yo escribo— no se agote en lo particular. Cuando escribo Claudio, mira, pienso en la fragilidad de mi hermano, en la dificultad mía para llegar a entender del todo esa fragilidad y no perderme en equívocos absurdos, en la posibilidad de que cuando esa novela llegue a la gente y que esa gente la lea se cumpla ese pacto al que aludía Bértolo cuando hablaba de la lectura y la escritura, un pacto que siempre habrá de tener el flujo de lo colectivo y no de lo simplemente personal.