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Primarias en el PSOE andaluz

Tres derrotas seguidas llevan a Susana Díaz de apuntar a la Moncloa a perder todo el poder en el fortín andaluz

Susana Díaz y Emilio Botín, en un acto en la Junta de Andalucía en 2014.

A Susana Díaz (Sevilla, 1974) todo le salió como pensaba entre 2012 y 2017, periodo en el que llegó a ser la gran esperanza del PSOE. Desde entonces, acumula tres derrotas, a cual más dura: perdió las primarias contra Pedro Sánchez, perdió la Junta de Andalucía contra el PP y ha perdido la candidatura del PSOE andaluz contra Juan Espadas. Esta última, apunta uno de sus críticos, es la derrota "definitiva", aunque Díaz no ha dicho que deje la política. La expresidenta de la Junta de Andalucía (2013-2018) continúa siendo secretaria general del PSOE andaluz, la federación más importante del partido, pero ha quedado ya despojada del liderazgo y ha asegurado que no se presentará a la reelección en el próximo congreso, previsto para finales de año. Ella misma lo avanzó anoche, al reconocer los resultados dolida pero manteniendo la sonrisa. Ahora el  líder es Espadas, asumió. "No voy a estorbar", afirmó. Pocas veces ha habido una subida tan vertiginosa y una caída tan aparatosa en una trayectoria política, que aún podría verse más acortada si Ferraz precipita su salida de la secretaría general sin esperar al congreso previsto para finales de año. 

Ascenso y batalla de Ferraz

Díaz, hoy la imagen de la derrota, apuntaba muy alto hace una década. Tras forjarse desde su juventud en las entrañas del partido en Sevilla y empezar a acumular responsabilidades orgánicas e institucionales –era concejala en 1999–, su trayectoria marcó un hito al ganarse el favor de José Antonio Griñán, que la convirtió en 2012 en su consejera de Presidencia en su diseño del Gobierno de coalición con Izquierda Unida. Desde ahí, cuando ya era comentario común que Díaz tenía ambiciones, se labró una poderosa imagen institucional, limando su fama de política de intriga y batalla interna y rodeándose de un equipo que no descuidaba un detalle. Cuando Griñán, que veía venir a la juez Mercedes Alaya, dimitió en 2013 Díaz se convirtió en presidenta y posteriormente en líder del PSOE andaluz. No había figura más prometedora en el socialismo andaluz. Y, probablemente, en el español.

La pujante líder rápidamente demostró que tenía personalidad política propia. No tardó en marcar distancias con Manuel Chaves y Griñán, ni en endurecer la posición del PSOE como socio dominante frente a IU –con el episodio clave de la crisis de la Corrala Utopía–. Finalmente, obsesionada con la idea de conquistar legitimidad en las urnas, acabó adelantando elecciones en 2015 para reforzar su poder. Fue esta necesidad de ganar las elecciones antes de conquistar Ferraz la que la decidió a no presentarse a las primarias en 2014, en el que era su momento óptimo, recuerda un colaborador. Pero ella, con una cultura del PSOE antiguo, quería llegar al liderazgo por aclamación. Lo seguro es que logró afianzarse como presidenta ante las urnas en las autonómicas de 2015. Fue la primera líder del tablero en enfrentarse en las urnas a la nueva política, obteniendo una victoria holgada. Nacía una estrella de la política. Y no de la política andaluza, también de la política nacional.

Díaz consolidó su posición en 2015, hundió al PP y despertó del sueño del sorpasso a Podemos. Además, cambió de socio, pasando de Izquierda Unida a Cs. Así, de camino, centraba al PSOE y trataba de marcar el camino a un partido entonces liderado por Pedro Sánchez que se debatía sobre la forma de lidiar con la formación de Pablo Iglesias. Díaz había sido clave en la victoria de Sánchez sobre Eduardo Madina en 2014, pero desde el mismo momento de su victoria, la presidenta de la Junta había empezado a mostrar escepticismo sobre él, a enmendarlo, a replicarle, a cuestionarlo... Lo veía como un líder circunstancial, al que apartaría llegado el caso. Sólo quedaba esperar a su momento. No sabía que había elegido el rival equivocado.

La presidenta tenía la cabeza en Madrid. En Ferraz y en la Moncloa. Con el PSOE acogotado por el auge de Podemos, Díaz reivindicaba sin complejos el puño y la rosa y desdeñaba al partido morado. Con el partido en el peor momento, ella subía. Hasta había acuñado una fórmula para rebatir a los que la acusaban de ser "casta". "Casta de fontaneros", decía. Eran los años en que las televisiones nacionales se la rifaban. Sus palabras no sólo daban titulares, eran capaces de marcar la agenda. Díaz había había edificado una fama de guardiana de las esencias del PSOE de siempre: fuerte, nada veleidoso, no enfrentado sino próximo al poder económico. Emilio Botín la había besado la mano en una foto clave de su álbum político. Su discurso sobre Cataluña seducía a parte del electorado conservador. Desde su posición de líder de la federación más importante del PSOE, Díaz era clave en todas las maniobras para obstaculizar un posible pacto con Podemos y los nacionalistas.

La negativa de Sánchez a abstenerse para investir a Mariano Rajoy tras la repetición electoral en 2016 se convirtió en la ocasión para su derribo. Aunque Díaz trató de evitarlo, quedó patente que era ella la fuerza que impulsaba la operación, en la que tuvieron destacados papeles próximos suyos como Antonio Pradas y Verónica Pérez –"máxima autoridad", en aquella escenificación mal medida ante Ferraz, que en principio pretendía hacerla parecer víctima de un cerrojazo–. La operación logró forzar un comité federal en el que el secretario general perdió el poder antes y salió entre lágrimas. Como portavoz de la gestora quedó Mario Jiménez, un hombre de Díaz, que ya planeaba su llegada a Ferraz sin oposición digna de tal nombre, tal y como había sido elegida en Andalucía.

Por entonces sus colaboradores daban a Sánchez por amortizado, sobre todo a raíz de una entrevista con Jordi Évole en la que se presentaba como víctima de intrigas del PSOE oscuro y los poderes fácticos, entre ellos el grupo Prisa. Ahora un parlamentario afín analiza que Díaz, sin saberlo, estaba a punto de convertirse en víctima del cambio de paradigma de la política española, que incluía una entronización de los líderes en procesos de primarias convertidos en elecciones entre A o B. Un esquema en el que gana el mensaje más fácil y con más pegada. Contra la mayoría de los pronósticos, el Pedro Sánchez en coche que dormía en casas de militantes y cerraba los mítines puño en alto y gritando "no es no" se merendó en 2017 a Díaz, con su voluntad de moderar y centrar el PSOE para hacer de él un partido hegemónico como en los tiempos de Felipe González. Díaz cargaba con la losa de haber sido la líder que facilitó a Rajoy la presidencia.

La nueva política de Podemos no pudo con Díaz, pero sí la nueva política de Sánchez. La presidenta perdió de golpe en aquellas primarias toda su aura victoriosa. Con el tiempo ha comprobado que la operación la estigmatizó como la referente del "ala derecha" del PSOE, una mochila muy pesada en un partido de izquierdas.

La pérdida del poder en Andalucía

Desde entonces, todo ha sido cuesta abajo, aunque jamás se ha rendido. Se atrincheró en el PSOE andaluz y enarboló la bandera blanquiverde, para responder a la acusación de haber estado dos años descuidando Andalucía. Necesitaba, perdida la batalla contra Sánchez, retener Andalucía. Renovó su liderazgo orgánico, orilló a los sanchistas y continuó ejerciendo una oposición de baja intensidad a Sánchez, por ejemplo rechazando la "plurinacionalidad del Estado". Sánchez le había ganado, sí; pero ella era presidenta. Y él, no. Todavía no. La llegada de Sánchez a la Moncloa en 2018, con los mismos apoyos con los que ella había dicho y redicho mil veces que jamás debía llegar al poder el PSOE, giró de nuevo las cámaras hacia la presidenta. Y, esta vez, no se opuso. No era lo mismo desafiar a un aspirante que a un presidente. Díaz renunciaba a la que había sido su principal línea roja.

Medio año después, en unas autonómicas que centraron su campaña en la cuestión territorial, Díaz perdía la Junta de Andalucía.

El intento de reinvención

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Un secretario local, que apoyó a Díaz en 2017 y ahora ha hecho campaña por Espadas, afirma que Díaz debió irse entonces, como le sugirió la dirección de Pedro Sánchez, incluso públicamente. "No acepta las cosas, no quiere ver. Dice que ha ganado las elecciones. ¿Cómo puedes decir eso, si has perdido el poder y además en dos años el PP está consolidado?", señalaba antes de su derrota de este domingo. Pero Díaz no se fue. Es más, desdeñó los ofrecimientos de "el oro y el moro" de Ferraz, para acogerse a una salida pactada.

Díaz tenía una idea, otra: reinventarse como líder. Ello supuso un "cambio de caras" a su alrededor, que implicó el apartamiento de figuras como Ángeles Férriz, ahora coordinadora de la campaña de Juan Espadas, o de Mario Jiménez. Puertas adentro, incluso algunos de sus colaboradores más leales empezaron a marcar distancias, caso de Miguel Ángel Vázquez, ahora decantado por Espadas. Han sido fieles el exvicepresidente Manuel Jiménez Barrios, Chiqui; el dirigente Juan Cornejo, secretario de Organización; los parlamentarios José Fiscal, Rodrigo Sánchez Haro y Beatriz Rubiño, de su máxima confianza; la dirigente sevillana Verónica Pérez y el cordobés Juan Pablo Durán... Casi el 38% de los votantes la apoyaron anoche. 

Díaz ha peleado hasta el final. Los dos últimos años ha estado embarcada en un empeño difícil: rehacerse, rediseñar su perfil político. Deshacer de su imagen de dirigente dura, impositiva, y virar hacia la escucha, la humildad. A quien la ha escuchado explicarse, le ha contado que ha "aprendido la lección", que se equivocó en su estrategia contra Sánchez, que estuvo mal asesorada... Públicamente llegó a decir, en enero de 2020, nada menos que en en la tribuna del Parlamento de Andalucía: "Me equivoqué yo y Pedro acertó". Luego lo ha explicado con más detalle: se comportó con un lealtad con el PP que el PP ha demostrado no merecer. La nueva Susana Díaz ya no se enfrentaba a Sánchez, evitaba las controversias orgánicas y estaba centrada en la oposición al PP. Pero sus críticos nunca han creído que se tratara de una conversión creíble. Como prueba, citan su intento de evitar que María Jesús Montero fuera cabeza de lista por Sevilla en las generales de mayo de 2019, así como el discurso adoptado durante la campaña de las primarias, difundiendo la idea de que Espadas y los suyos son agentes de Ferraz dispuestos a una injerencia que supondría la pérdida de identidad del PSOE de Andalucía. Es un mensaje, razona un afín a Espadas,  que"pone en riesgo la unidad y siembra desconfianza entre compañeros". De hecho, entre los afines a Espadas hay cierta desconfianza sobre su verdadera voluntad de ceder todo el liderazgo al alcalde de Sevilla.

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