Vacaciones de serie
Rebelión (narrativa) en la cárcel de mujeres
¿Una serie con un elenco mayoritariamente femenino, desconocido, integrado por mujeres negras, latinas, blancas y asiáticas y que, además, ocurre en una cárcel de mínima seguridad?¿Una ficción basada en las relaciones entre las presas, la óptica feminista y en el cuestionamiento del sistema penitenciario estadounidense? Los ejecutivos de Netflix debían de estar chiflados cuando dieron luz verde a Orange Is the New Black en junio de 2013.
Contra todas las reglas de la industria, sin embargo, el invento de Jenji Kohan (creadora de Weeds) funcionó. Y tanto: sus tres temporadas (la última se estrenó el pasado junio) le han valido nominaciones a los Globos de Oro, los Critics' Choice, los Emmy. Lo hace, además, en la plataforma de contenidos Netflix, que llegará a España el próximo octubre. Hace tres años que sus seguidores no entienden el verano —esa época televisivamente ingrata en la que, hasta ahora, los títulos más importantes descansaban— sin su mezcla de comedia, drama y reflexión política y social.
Todo empezó, en realidad, muy lejos de la ficción coral en la que se ha convertido. Kohan recibió, azarosamente, el libro Orange Is the New Black. Crónica de mi año en una prisión federal de mujeres, una memoria en la que una experta en comunicación, blanca, de clase media-alta y casada, describía su experiencia entre rejas y los acontecimientos que la llevaron allí. Ese fue el origen del argumento: Piper (interpretada por Taylor Schilling) ayuda a su por entonces novia a blanquear dinero procedente del tráfico de drogas. Una década después, cuando ha rehecho su vida y nada tiene que ver con aquel entorno criminal, es detenida y sentenciada a un año de privación de libertad.
El gobierno de los papeles secundarios
Pero hay truco. Orange Is the New Black, en realidad, no va sobre Piper, ni es ella la que ha granjeado a la serie miles de fieles seguidores. Kohan lo dejaba meridianamente claro en 2013: "Coges a la rubia de ojos azules y la pones en ese mundo, y, ya sabes, no vas a ir a una cadena y decir: 'Quiero hablar de mujeres negras, mujeres latinas y mujeres mayores en prisión'. Necesitas un guía. Ella fue nuestra mula".
El logro de la serie no es su protagonista, cada vez más arrinconada entre personajes secundarios, sino un elenco que da cuenta de una diversidad rara vez vista en televisión. Durante la primera temporada, una serie de flashbacks retrataba los motivos por los que los personajes secundarios habían llegado a formar parte de la fauna de la ficticia prisión de Litchfield. El milagro se obró: con frecuencia (comentaban los espectadores en las redes sociales), esos relatos de injusticia social y mala suerte tenían más interés que la vida de la rubia protagonista.
Así, Orange is The New Black ha logrado que Uzo Aduba, que encarna a Suzanne Crazy Eyes, una mujer negra que sufre una enfermedad mental, se haga con un Emmy pese a su papel absolutamente accesorio (a priori) en la trama central. O que Laverne Cox, que da vida a la peluquera del centro, sea la primera persona transexual en ser nominada a un Emmy. Kohan ha hablado en varias ocasiones de que la calidad de las actrices que se presentaron a los casting iniciales hizo que el equipo ampliara aún más el número de secundarios: "Había demasiadas actrices negras y latinas que no habían tenido realmente la oportunidad de hacer esto". Resultado: en prisión conviven varios grupos sociales (divididos en razas por el propio sistema), manejados completamente por mujeres y sin apenas intervención masculina, con sus propias inquietudes y sus propias sinergias entre sí. Las blancas son minoría.
La fuerza del carcelero
Las historias de las presas de Litchfield no solo tratan de acertar en un equilibrio entre la comedia (varias mujeres negras fingiendo ser judías para tener acceso a la comida kosher) y el drama (madres que ven cómo sus hijos crecen mientras ellas siguen entre rejas). Dan cuenta de las deficiencias de un sistema que trata con más dureza a las clases pobres y que reproduce todos los vicios de una estructura de poder.
Las presas están siempre sometidas a la autoridad de los vigilantes, último eslabón de un juego de fuerzas viciado que, entre otros abusos, protege al violador frente a la violada y hace la vista gorda ante las agresiones entre reclusas. Pero, además, Orange cuestiona la sola idea de castigo, planteando que poco puede tener de redentor someter a los presos a una violencia estructural, más agresiva en muchos casos que aquella a la que estaban expuestos en el exterior, despojándoles, por si fuera poco, de su identidad y de los elementos que les unían hasta entonces a la sociedad.
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En su última temporada, la serie da un paso más en sus dos hilos fundamentales. Por una parte, resta minutos y peso a Piper, dándoselos a un sinfín de tramas secundarias que tejen una red narrativa en ocasiones algo confusa. Por otro, ataca un aspecto incómodo del sistema de prisiones: Litchfield corre el riesgo de ser privatizada, con la consiguiente amenaza que supone para el statu quo carcelario. Un aspecto incómodo en un país con un sistema público aún más endeble que en Europa, y un aviso acaso involuntario a los cada vez más numerosos espectadores del Viejo Continente. Nada bueno ocurre cuando una labor social se pone en manos privadas, avisa el final de la tercera temporada, cuando la empresa adjudicataria se muestra más preocupada por reducir los costes de la vida en la cárcel que por el bienestar de sus habitantes.
Para el próximo verano, Jenji Kohan y las reclusas de Orange abordan un nuevo reto: tratar un aspecto eminentemente político y quizás algo árido del sistema de prisiones sin perder su conexión con la vida privada de la comunidad de protagonistas. Hasta entonces, queda una larga temporada (virtual) en Litchfield.
Orange Is the New Black se emite en Movistar+ y Yomvi.