Ana Valero
Han pasado setenta años desde que George Junios Stinney, un menor negro de 14 años de edad, fue ejecutado en la silla eléctrica en Carolina del Sur. Hoy, la incansable lucha de su familia y de activistas contrarios a la pena de muerte, puede derivar en la reapertura de un caso que se cerró tras un juicio que duró dos horas y en el que se vulneraron todos los derechos de defensa del menor. Con este caso se escribe una de las páginas más negras de la historia jurídica de los Estados Unidos, una historia que convierte a este país en la única democracia occidental que mantiene la pena capital.
Es cierto que en la actualidad diecisiete estados norteamericanos han abolido la pena de muerte de sus legislaciones. Así, Nueva Jersey, Nuevo México, Illinois y Connecticut lo han hecho desde el año 2007 a esta parte, Maryland en el año 2013, y las condenas a muerte y las ejecuciones han disminuido significativamente en los estados que todavía la mantienen, reduciéndose igualmente el apoyo de la sociedad a este castigo. Sin embargo, treinta y cuatro estados todavía prevén en sus legislaciones la pena de muerte y, como se ha evidenciado recientemente en Texas, Florida o Georgia, los estados del Deep South no tienen ningún reparo en llevar a cabo ejecuciones. Además, la población que se encuentra en el corredor de la muerte ha aumentado sensiblemente en las últimas cuatro décadas.
Si hacemos un breve repaso de la jurisprudencia constitucional estadounidense, vemos que en el año 1972 el Tribunal Supremo norteamericano coqueteó con la posibilidad de abolir la pena de muerte invalidando todas las leyes estatales que preveían su existencia por vulnerar la Octava Enmienda Constitucional, según la cual, “no se exigirán fianzas excesivas, ni se impondrán multas excesivas, ni se infligirán penas crueles e inusuales”. Sin embargo, la reacción no se hizo de esperar, y los legisladores de los distintos estados, impulsados por las crecientes tasas de criminalidad violenta, aprobaron nuevas leyes que sorteaban los reparos de la Corte Suprema. La constitucionalidad de la pena de muerte fue expresamente declarada por la Corte cuatro años más tarde, inaugurando con ello lo que se ha dado en llamar la “era moderna de la pena capital”, basada en la siguiente premisa: la pena de muerte no es per se inconstitucional en la medida en que permita cumplir dos objetivos legítimos de toda pena, la retribución y la disuasión.
En dicho marco, la Corte Suprema norteamericana ha ido perfilando con sus sentencias los límites y las garantías que deben cumplirse en la aplicación de la pena de muerte para respetar la Constitución:
La pena ha de ser proporcional al delito cometido, por lo que, cuando se trata de crímenes contra personas individuales, la pena de muerte sólo es aplicable al delito de homicidio -Caso Enmund contra Florida, 1982. En consecuencia, la Corte Suprema estadounidense deja fuera del ámbito de aplicación de la pena capital los delitos sexuales. Así, en los Casos Coker contra Georgia, del año 1977 y Kennedy contra Luisiana, 2008, la Corte afirma que, en la medida en que el delito de violación excluye la muerte de la víctima, no es merecedor de la sanción más severa que el Derecho contempla.
Por lo que respecta al autor del crimen, la Corte ha prohibido la aplicación de la pena capital a personas que sufren un trastorno mental en el momento de la ejecución de la pena –Caso Ford contra Wainwright, 1985-; a aquéllos que padeciesen discapacidad mental -Caso Atkins contra Virginia, 2002- y a quienes cometieron delitos antes de cumplir los dieciocho años –Caso Roper contra Simmons, 2005.
El caso Atkins planteaba el dilema de si un sujeto con cierto retraso mental puede ver disminuida su culpabilidad y si dicha condición puede constituir el criterio central que le excluya rotundamente de la aplicación de la pena de muerte. La Corte apeló al llamado criterio del “consenso nacional” para rechazar la procedencia de la pena de muerte en este caso. Así, afirmó que existe una suerte de “consenso en la comunidad” en torno a la idea de que a quienes no tienen la capacidad para comprender los mandatos de una norma de igual forma que otros, no puede exigírseles el mismo grado de observancia a la norma.
Dos principios, sostiene la Corte Suprema, sustentan el mandato de diferenciación de la culpabilidad que excluye a quienes padecen un retraso mental de la condición de sujetos pasivos de la pena de muerte de manera categórica. Estos dos principios se vinculan con lo que en el citado Caso Gregg se calificó como “fines de la pena de muerte”: la retribución y la prevención. Así, por lo que a la retribución se refiere, la Corte vincula la culpabilidad al merecimiento de la pena. De manera que, se hace necesario verificar una intención altamente maligna y consciente del daño a causar que resulte mayor que la mera intención verificable en cualquier homicida. Siguiendo esta línea interpretativa, se argumenta que si se exige un mayor grado de intencionalidad dañina para aplicar la sanción más severa de la que dispone el Estado, una intencionalidad cuya capacidad de verificación en torno a los fines sea en sí misma defectuosa, queda excluida del ámbito de aplicación de la misma.
Respecto al segundo fin de la pena, esto es, la prevención, la Corte requiere la observancia de premeditación y deliberación en los móviles subjetivos del autor cuando se trata del delito de homicidio. Esto le permite concluir que los fines preventivos de la pena carecerían de sentido respecto de personas que sufren alguna discapacidad mental, pues el homicida “racional y calculador” no se observaría a sí mismo como objeto de la norma que hace recaer en aquél la responsabilidad por el hecho punible. Además, sostiene la Corte, el fin preventivo surte nulos efectos sobre ciudadanos “relativamente incapaces” de autodeterminarse conforme a la norma por no poder comprenderla.
Por lo que respecta a la minoría de edad, en Roper contra Simmons, la Corte parece observar, de forma análoga a lo que ocurre en Atkins, la presencia de un “consenso nacional” en contra de la aplicación de la pena de muerte a sujetos, los menores de dieciocho años, que no poseen la capacidad, atendidas sus facultades, para autodeterminarse con completa satisfacción en relación a la norma. Es evidente que el joven George Junios Stinney no pudo beneficiarse de esta jurisprudencia pues su condena se produjo en el año 1944.
Atendiendo, por último, a los pronunciamientos de la Corte Suprema estadounidense sobre los métodos de ejecución de la pena de muerte, cabe mencionar, en primer lugar, el Caso Glass contra Luisiana del año 1985, en el que se cuestionaba la constitucionalidad de la silla eléctrica. Aunque la Corte se negó a pronunciarse sobre el fondo del asunto, el caso tuvo una gran repercusión por la opinión disidente emitida por el juez Brennan, en la que se describe con todo lujo de detalles los graves padecimientos físicos que provoca la ejecución con la silla eléctrica. En el año 2008, en el Caso Ralph Baze y Thomas C. Bowling contra Rees, la Corte sí que se pronunció, sin embargo, sobre la constitucionalidad del uso de la inyección letal, declarando que se adecuaba perfectamente a la prohibición de castigos crueles e inusuales recogida en la Octava Enmienda por no haber quedado probado que existiese un método alternativo menos lesivo.
Frente a todo ello, varios son los argumentos que han tenido en cuenta los legisladores estatales para revisar sus legislaciones relativas a la pena capital y, en muchos casos, abolirla. Entre ellos destaca la falta de abogados competentes para representar a los delincuentes que han cometido delitos penados con la pena capital, los altos costes económicos de la pena, o la politización del proceso judicial. Sin embargo, el más aplastante es aquél según el cual un Estado no puede permitirse el riesgo de matar a una persona inocente.
A pesar de los intentos de la Corte Suprema norteamericana por racionalizar jurídicamente lo abominable -que el brazo castigador del Estado pueda matar a un ser humano- a través de criterios como el de la proporcionalidad de la pena, su retribución o disuasión, y los esfuerzos de los estados por idear fórmulas legales y normas de procedimiento que cumplan con el desafío de convertir en justo lo que en esencia no lo es, el caso con el que se encabeza el presente repaso jurisprudencial pone en evidencia, de la manera más rotunda posible, que la pena de muerte sigue siendo hoy un castigo plagado de arbitrariedades, discriminación, capricho y error en su aplicación. Esperemos que al menos éstos sean criterios no desdeñados por los poderes públicos estadounidenses y se dé un paso más hacia la abolición definitiva.
* Foto 1. George Junios Stinney.
* Foto 2. "Death si not Justice" Les Homecons Cibles.
* Foto 3. Corredor de la muerte en la penitenciaría
de Angola, Louisiana.
* Foto 4. Ejecución en la silla eléctrica.