Javier Palao Gil
Un fantasma recorre el mundo de la diversidad funcional: el de las personas que, padeciendo una gran discapacidad, con el transcurso de los años han perdido a sus padres. Cuando esto sucede, han de ser los hermanos, o los primos –incluso algún vecino– los que asuman la tutela de estas personas, pues generalmente no pueden valerse por sí mismas.
Pero el ejercicio de la tutela es muy oneroso: para empezar, el tutor ha de depositar una fianza que asegure el cumplimiento de sus obligaciones, y debe hacer un inventario de los bienes del tutelado; en todo ello interviene la Administración de Justicia (juez, fiscal y secretario judicial), en un proceso bastante engorroso, y a veces un tanto desagradable, que puede durar varios meses. Lo peor viene después: el tutor o tutora deben velar por el tutelado y procurarle alimentos y una formación integral, fomentar la recuperación de su capacidad y su inserción social, e informar al juez anualmente sobre su situación. Además, están obligados a rendir cuentas de su administración también cada año (otro procedimiento judicial muy pesado) y a representar legalmente al tutelado. Y cuando acaba la tutela, aún espera un proceso más nada sencillo… Lo peor es que la curatela, que es la institución diseñada para los casos en que la incapacidad de la persona es menor, resulta en la práctica igual de gravosa y de rígida. Claro: son instituciones decimonónicas que vienen de tiempos más antiguos y se ajustan poco y mal a una sociedad del siglo XXI y a la era de internet.
¿Cuál es el resultado de todo ello? Pues que, cada vez más, los familiares de estas personas tratan de excusarse del ejercicio de la tutela, haciendo valer a veces razones que son bien peregrinas o poco veraces. Mas no debemos culparlos: todos entendemos que una prima no es una madre, y que los llamados a la tutela tienen sus propias familias y responsabilidades; la sobrecarga que se les produce puede no ser tolerable o causar otras dificultades graves en su vida cotidiana.
Llegados a este punto, intervienen las instituciones tutelares, personas jurídicas que no tienen finalidad lucrativa y entre cuyos fines figura la protección de los menores e incapacitados; pueden ser públicas o privadas (fundaciones, generalmente). Pero tienen sus problemas, económicos y de gestión, y tratan de cubrir sus obligaciones entre aprietos y complicaciones. La propia Generalitat acaba de aprobar un decreto para ordenar las competencias y servicios relativos a sus funciones de tutela; lo primero que nos dice el preámbulo es que la organización vigente hasta ahora era “claramente insuficiente para poder atender y gestionar la totalidad de casos y poder cumplir las obligaciones que conlleva la función tutelar” e “inadecuada para hacer frente a la realidad creciente de los cargos tutelares asumidos por la Generalitat”. Esto ya lo sabíamos los que tenemos alguna relación con la materia…
Lo malo es que esa insuficiencia y esa falta de adecuación son lesivas de los derechos de las personas, y eso sí que es grave, pues se ha estado produciendo durante muchos años y aún hoy persiste. La tutela por parte de un familiar siempre es más cercana, más efectiva, más protectora de sus posibilidades y derechos, por ejemplo, a la hora de evitar que una sentencia en un procedimiento de incapacitación prive a la persona del derecho de sufragio, una práctica habitual entre unos jueces poco habituados a conocer el alcance real de la discapacidad de una persona: que no pueda hablar no significa necesariamente que no sepa a quién quiere votar en unas elecciones. No hace falta comentar en un blog como éste los efectos civiles y políticos que conlleva privar a alguien de uno de los derechos más antiguos que concibió el ser humano.
Además, en la Comunidad Valenciana una parte relevante de la atención a las personas con discapacidad –me refiero a residencias, centros de día, pisos tutelados, talleres ocupacionales, etc.– se presta de forma conveniada a través de entidades sin ánimo de lucro que revisten la forma de asociaciones o fundaciones, y mediante un régimen de subvenciones anuales. Es como la educación concertada, pero con más precariedad y menos estabilidad y apoyo oficial… Esta carencia de servicios sociales públicos es otra de las lacras que debemos a la inexistencia de una red creada previamente por el Estado y a la falta de financiación que sufrimos los valencianos desde hace ya mucho tiempo a través de los presupuestos generales del Estado.
Pues bien, cada vez más estas entidades acaban incluyendo entre sus asociados a personas tuteladas por instituciones; y si éstas no funcionan bien, el perjuicio se reproduce. Cuando se deciden las políticas, los objetivos y las actividades asociativas, suele ocurrir que no haya nadie que los represente de manera efectiva; por el contrario, las personas que todavía están bajo la tutela de sus progenitores sí ven sus intereses –a veces, bien concretos– presentados y defendidos. La gente lo ve normal y se habitúa a ello, pero en el lenguaje de los derechos no lo es, en absoluto, y no podemos ni debemos resignarnos…
El actual sistema, pues, no sirve en la práctica para “poder cumplir las obligaciones que conlleva la función tutelar” –como dice el decreto-. Sin embargo, resulta que los catalanes han diseñado en su código civil varios instrumentos de protección que permiten respetar los derechos, la voluntad y las preferencias de cada persona, con principios de proporcionalidad y de adaptación a sus circunstancias. Han tratado de incorporar la Convención de Nueva York de 2006 sobre los derechos de las personas con discapacidad, procurando restringir lo menos posible su autonomía personal. Destacaré una novedad: la asistencia, una institución que facilita modular y adaptar la ayuda para aquellas personas con ciertos límites, físicos o psíquicos, pero sin que sean de gravedad suficiente para que sea necesario declararlas incapaces; de paso, resulta de mucha más fácil gestión para los familiares, con lo que éstos no la rechazan instintivamente.
Recuerdo aquí las dificultades de todo tipo que hubo que vencer para llegar a un consenso a la hora de redactar el artículo 12 de la Convención. La razón fue que suponía un cambio esencial, una revolución copernicana en la regulación de la capacidad legal de las personas con discapacidad, sobre todo cuando hace falta la intervención de un tercero para tomar decisiones en su lugar: la Convención estableció como principio el reconocimiento de la igualdad de estas personas ante la ley, lo que suponía garantizar que la modificación de la capacidad de obrar de las personas que no estuviesen en condiciones de gestionar por sí solas sus intereses había de ser la estrictamente necesaria para su adecuada protección, y cumplir los requisitos de proporcionalidad y adecuación al fin perseguido.
España ratificó la Convención y su Protocolo Facultativo el 21 de abril de 2008, y entró en vigor el 3 de mayo de ese mismo año. Para su incorporación al ordenamiento nacional, se aprobó la Ley 26/2011, de 1 de agosto, de adaptación normativa a la Convención Internacional sobre Derechos de las Personas con Discapacidad, que a su vez modificó una veintena de leyes; pero, curiosamente, ninguna de ellas era el código civil. Un agujero de esas dimensiones llevó al Partido Popular a introducir en el Senado una Disposición Adicional (la 7ª), que preveía que, en el plazo de un año, el Gobierno remitiría a las Cortes un proyecto de ley de adaptación de la normativa estatal para dar cumplimiento al artículo 12 de la Convención, reformando el CC y la LEC.
Se pondría así el ejercicio de la capacidad jurídica de las personas con discapacidad en igualdad de condiciones que las demás en todos los aspectos de la vida, introduciendo las modificaciones precisas en el proceso judicial de determinación de apoyos para la toma de decisiones de las personas que la precisaran. Pero el mismo partido que introdujo la necesaria enmienda a la ley, se olvidó de ella al llegar al poder a fines de ese mismo año… Es más, la Ley 15/2015, de Jurisdicción Voluntaria, a pesar de que decía perseguir (en la exposición de motivos) la adaptación de la normativa española a la Convención y, más concretamente, a su art. 12, sin embargo, no contemplaba ninguna medida de desarrollo de un sistema de apoyos a la toma de decisiones de las personas con discapacidad. Se dejó escapar así una gran oportunidad para profundizar en el ejercicio pleno de los derechos y la igual capacidad jurídica de las personas con discapacidad. Y al final del camino, resulta que los instrumentos de protección siguen siendo, sin apenas cambios, los mismos que en el siglo XIX: la tutela y la curatela.