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Semiosfera digital

Corred, corred, malditos

Ya es primavera, “cuando el mundo es barro”, decía un poeta. Hemos vuelto a sufrir un enésimo cambio de hora, ese que desde hace años prometen anular, pero parece que hay cambios que no cambian. En unos días habremos agotado el primer trimestre del año y la sensación de que todo va demasiado rápido es más fuerte que nunca. Como si en la pandemia del coronavirus y, sobre todo, durante el confinamiento, nos hubiesen tensado un poco hacia atrás para luego lanzarnos a una velocidad supersónica hacia delante, cual efecto tirachinas.

Recientemente se han cumplido dos años desde que se declarara el estado de alarma en España, período durante el cual aumentaron drásticamente las horas de navegación en Internet, el número de usuarios de redes sociales, los suscriptores a distintas plataformas o el ecommerce. Y, aunque el uso empiece a normalizarse, en ningún caso se ha vuelto a los niveles prepandemia. En los enlaces tienen algunos datos.

Todo esto, entre muchos otros efectos y consecuencias, nos lleva a presenciar la vía hacia la que se podría definir como la “sociedad del catálogo infinito”. Esto es que a una sociedad ya de por sí hiperacelerada y ultraconsumista se le suma ahora, de forma cada vez más generalizada, al menos en las grandes ciudades, un modo aún más solitario e individual de consumir, basado en la conexión en vez de en la relación y mediado por un interfaz entre el humano y la máquina. Así, en esa serie de catálogos infinitos que se deslizan por nuestras pantallas, donde aparentemente podemos hallar todo aquello que lleguemos a desear (spoiler: deseamos aquello que podemos encontrar), elegimos —a veces a cambio de dinero y siempre a cambio de información— películas, canciones, comida, transporte, ropa, pareja, sexo, amor, amigos… Corriendo incluso el riesgo de toparnos con nosotros mismos en ellas, pues, como argumenta Bauman (2007), la singularidad de la sociedad de consumidores es precisamente la de transformarnos a su vez en productos consumibles

Tal vez estas nuevas formas de consumir, individuales, junto con la pérdida de las interacciones y —en muchos casos— del objeto, hayan contribuido a generar ciertas nostalgias y a buscar la autenticidad

Tal vez estas nuevas formas de consumir, individuales, junto con la pérdida de las interacciones y —en muchos casos— del objeto (por ejemplo, un libro que se puede oler, subrayar, prestar; frente a la lectura en línea, más sostenible y en algunos casos más cómoda), hayan contribuido a generar ciertas nostalgias y a buscar la autenticidad, dándole así la razón al semiólogo Jorge Lozano, quien en la inauguración de su curso del hoy lejanísimo 2014 afirmó: “vuelven la lana, el vinilo y la sopa de la abuela”. Y tanto que volvieron, pero, además, lo hicieron entremezclándose con la cocina molecular y luego la healthy food, con los vestidos de neopreno y luego de materiales reciclados, con la reproducción de música vía streaming y ahora también con las canciones formato TikTok (temas que duran poco más de un minuto y que se viralizan con gran facilidad). Una coctelera de productos para agrado de todos los gustos, desde el más melancólico al más visionario, y que regala híbridos tan aclamados como El Madrileño, último álbum de C. Tangana, donde se juntan la tradición y la modernidad, el campo y la arquitectura brutalista, algo tan castizo como el cocido madrileño con la mezcla y fusión de una gran variedad de estilos musicales.

Salvando todas las distancias, el mundo post-coronavirus también ha traído consigo libros tan certeros y tan hijos de su tiempo como Dónde estás, mundo bello, de Sally Rooney, en el que se suceden el diálogo cortísimo y directo con la correspondencia que mantienen Alice y Eileen a través de largos correos electrónicos, que hoy, entre WhatsApp y demás mensajería instantánea, es un método casi extinguido en la comunicación informal entre dos millennials.

Se podría pensar que también es fruto de un mundo que ha sido encerrado y de la reflexión que eso conlleva, La peor persona del mundo, último film de Joachim Trier, recientemente estrenado en España. Al verlo es difícil no acordarse de los personajes de las novelas de Rooney. Ambas evidencian la insatisfacción personal en un mundo que agobia, pero sobre todo sacan a la luz la importancia de las relaciones con los otros seres humanos, que se nos muestran en apariencia tan distintos y tan lejanos. Mientras a lo largo de la película todos y todo parece avanzar, hay quien tiene hijos y están los que rehacen su vida, quien se realiza profesionalmente y quien lo hace espiritualmente, Julie (Renate Reinsve), la protagonista, está bloqueada en una búsqueda devastadora de sí misma a través de los demás. Pero es tras haber parado al mundo (hay un momento de la película en el que todo se inmoviliza) cuando ella corre, sonríe, parece que por fin respira y elige. Como si sólo pudiese moverse cuando todo está parado; mientras que si todo corre, quien se paraliza es ella. Una sensación parecida me inundó cuando leí el último libro de Julio Llamazares, Primavera extremeña, que, hecho de contrastes, también pone de relieve el mar de contradicciones que es la vida. Así, a través de los paseos de sus protagonistas y de la prosa del autor, que parece dibujada como las acuarelas que componen el libro, podemos imaginar lugares donde las flores parecen “caer del cielo en vez de brotar de la tierra” y observar la explosión de la vida y la dinamicidad de la naturaleza, en un momento en el que un virus encerraba, asustaba y mataba.  

Han pasado ya dos años desde que ese virus letal paralizara el mundo de las relaciones en favor de las conexiones. Vuelve a ser primavera, se acercan vacaciones, reivindiquemos —por rebeldía o por necesidad— il dolce far niente, desconectemos por un rato de ese catálogo de consumo infinito que nos consume.

 

Algunas lecturas sugeridas: 

·         Baudrillard, J. (2009) [1970]: La sociedad de consumo. Sus mitos, sus estructuras. Madrid, Siglo XXI. 

·         Bauman, Z. (2007): Vida de consumo. Madrid, Fondo de cultura económica de España.

·         Durán, J. (2020): “Jorge Lozano: Vivimos un momento explosivo; confinados, lo cotidiano es visto como excepcional”, El Día.

·         Llamazares, J. (2020): Primavera extremeña. Apuntes del natural. Madrid, Alfaguara. 

·         Rooney, S. (2021): Dónde estás, mundo bello. Barcelona, Literatura Random House.

Ya es primavera, “cuando el mundo es barro”, decía un poeta. Hemos vuelto a sufrir un enésimo cambio de hora, ese que desde hace años prometen anular, pero parece que hay cambios que no cambian. En unos días habremos agotado el primer trimestre del año y la sensación de que todo va demasiado rápido es más fuerte que nunca. Como si en la pandemia del coronavirus y, sobre todo, durante el confinamiento, nos hubiesen tensado un poco hacia atrás para luego lanzarnos a una velocidad supersónica hacia delante, cual efecto tirachinas.

Recientemente se han cumplido dos años desde que se declarara el estado de alarma en España, período durante el cual aumentaron drásticamente las horas de navegación en Internet, el número de usuarios de redes sociales, los suscriptores a distintas plataformas o el ecommerce. Y, aunque el uso empiece a normalizarse, en ningún caso se ha vuelto a los niveles prepandemia. En los enlaces tienen algunos datos.

Publicado el
29 de marzo de 2022 - 21:47 h
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