El tren se acerca a toda velocidad. La ubicación de la cámara no nos permite una idea precisa de lo cerrado de la curva para medir a simple vista esa velocidad. Sólo cuando se rompe a la altura del primer vagón apreciamos con brutal contundencia lo rapidísimo que la máquina ha entrado en escena.
Esos 20 segundos de grabación no los olvidaremos jamás. Menos aún cuando ya tenemos la certeza de que de los 220 seres humanos, historias personales, sueños, ilusiones, miedos, alegrías, compromisos, decepciones, esperanzas que estan dentro de esa maquina enloquecida y mortal, 78 no vivirán después de esos 20 segundos, 31 están en estado critico, entre la vida y la muerte, y otros 50 habrán cambiado su vida para siempre. El resto lo cuenta, pero nada volverá a ser igual tampoco para ellos.
El experto nos sitúa ante lo que las imágenes explican, pero no podemos evitar pensar en lo que en ese momento puede estar sucediendo en el interior del tren: los gritos, el miedo, los golpes, el fuego...la violencia extrema con que el vehículo convertido en hierro mortal está segando vidas. Eso se está produciendo dentro de ese tren que vemos descarrilar; horror, dolor supremo, miedo. No hay testimonio del momento en que se detiene, pero quizá hubiera un instante de silencio, tras el cual empezarían los lamentos. Esas quejas que los vecinos, los primeros en acudir, escucharon e intentaron aliviar. Los primeros policías, los bomberos, los médicos, los voluntarios de protección civil. Gente que ayudaba, que se sobreponía al espanto y daba lo mejor de sí mismo. Hay relatos de pasajeros ilesos que intentaron salvar vidas. Que las salvaron. Debió haber unos primeros minutos de confusión en los que decenas de personas se afanaban alrededor de los restos. Sufrimiento. Dicen los testigos que en menos de cinco minutos se presentaron los servicios de emergencia. Centenares de héroes que no buscaron serlo.
Después llega la prensa. Su acción, las primeras informaciones atropelladas y confusas, impulsa la marea solidaria que en las horas siguientes nos conmueve a todos. Compañeros de radios y televisiones locales dejándose el alma, comprometidos a informar y ser útiles, dignificando este oficio duro en el que ellos, los "de provincias", son siempre los que más dan y menos reciben. De su pundonor y su saber hacer recibimos las primeras informaciones que a medida que pasan las horas empiezan a ser coordinadas y distribuidas desde Madrid. Crece la conmoción. La noche del miércoles es una noche larga, otra de esas liturgias que se ofician desde los grandes medios de comunicación para contar o para satisfacer ansiedades. También instintos. Las redes sociales empiezan a recoger impresiones, datos y las primeras críticas.
Las grandes cadenas privadas de televisión tardan en conectar y las públicas muestran la limitación de los recortes y acaso los cambios entre los responsables de la gestión de las noticias. No enganchan. Las redes, sobre todo Twitter, hacen de generadores y transmisores. Esta vez fiables y sin cansancio. Seguimos buscando la información en los medios convencionales, y ya esa misma noche, mientras los ciudadanos conmocionados aplaudimos entre orgullosos y admirados la labor de los voluntarios, la prensa empieza a brindar el espectáculo que emborrona la labor heroica de los compañeros de Galicia. Imágenes innecesariamente duras, relatos innecesariamente precisos, testimonios innecesariamente dramáticos.
Cuando todos estamos allí, supongo que se despierta el instinto de contar lo más conmovedor, lo que más atraiga, lo que nos enganche al medio. Me malicio que en ese momento importa menos el servicio que la presencia, la imagen que la víctima, la verdad que el testimonio. Es entonces cuando el ingenuo orgullo de ser periodista se amortigua y hasta frustra por la entrada en escena del negocio. Tan presente como para pasar por encima de toda responsabilidad ética, toda prudencia y rigor y pocas horas después del accidente convertir en criminal al conductor. Se sirvió dolor y horas mas tarde lo completábamos con la culpa. Y el señalado, el maquinista. Su franqueza y alguna imprudente afirmación en las redes le ha costado la horca. Evidentemente no es un héroe, conducía un tren que entró en aquella curva mucho más rápido de lo tolerable, pero tampoco un asesino en serie.
La memoria y el respeto a las víctimas debería ser aliciente para que desde los medios nos exijamos rigor, precisión y prudencia. Pero no lo hemos hecho. Y los ciudadanos nos lo están reprochando. Nos debemos a la gente, y nos regimos por una ética que marca el sentido común. Una vez más, no hemos estado a la altura. No todos, evidentemente. Pero generalizar en este caso no me parece mala práctica si con ello hacemos verdadera autocrítica. No vale todo, hay límites en el respeto al dolor de los demás. Nuestra misión no es vender nuestro medio sino servir a quien lo sigue. Y bueno sería que nos volvamos a preguntar cómo actuar para en situaciones así prestar de verdad el servicio al que estamos comprometidos. No pretendo dar lecciones ni ponerme sobre nadie, sólo dejar apuntadas ciertas amargas sensaciones que sumar a la empatía con los que desde el miércoles perdieron vida, familias y rutina.
Esos veinte segundos de tren lanzado contra el muro condensan un horror inimaginable cuyos protagonistas se merecen de nosotros mucho más que la carrera para ver quien cuenta más, quien atrae más, quien descubre más. Quizá todavía estemos a tiempo.
El tren se acerca a toda velocidad. La ubicación de la cámara no nos permite una idea precisa de lo cerrado de la curva para medir a simple vista esa velocidad. Sólo cuando se rompe a la altura del primer vagón apreciamos con brutal contundencia lo rapidísimo que la máquina ha entrado en escena.