Un perdón que llega tarde

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En plena crisis, en 2009, me tocó viajar a Grecia. Pasé un par de días en Atenas. En el hotel en el que me hospedé, en la cafetería donde desayunamos, el taxista que nos llevó aquellos días, todos nos confesaban que la situación era insostenible. La mayoría eran trabajadores que habían ido saliendo adelante con un sueldo medio pero confesaban que las exigencias de Bruselas y del FMI les estaban ahogando. Casi todos vivían con muchísima preocupación una situación que no sabían cómo iba a acabar. Recuerdo que el taxista bromeó con mi marido sobre supersticiones y, antes de marcharnos, le regaló un llavero con un 2CV amarillo. Para mi marido era una especie de fetiche que llevaba siempre encima y aquel hombre necesitaba agarrarse a cualquier cosa. Se lo llevó como si aquel coche y aquel color pudieran ahuyentar las penurias que iban a llegar.

Durante todos estos años me he acordado mucho de aquel taxista, Stabros se llamaba. Me preguntaba cómo le habría ido. Recuerdo que en los trayectos que nos llevó vivía pegado al móvil, casi siempre atendiendo llamadas de su mujer que, con mejor y peor humor, le iba contando que les iban a cortar la luz, que el banco les reclamaba el pago del alquiler y un etcétera larguísimo de imprevistos.

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No sé qué habrá pensado cuando el martes escuchó a Jean-Claude Juncker admitir que Europa se portó mal con su país durante aquellos meses. Juncker decía que les habíamos insultado (literal) siguiendo a pies juntillas lo que reclamaba el FMI para no dejar caer al país y por tanto no arrastrar al resto de los países de la Unión. 10 años después, desde Bruselas, en una sesión plenaria por el 20 aniversario del euro, el presidente de la Comisión Europea admitía que fueron insolidarios con los griegos. En aquel momento Juncker estaba al frente del Eurogrupo, el club de países que exigía a Atenas más recortes, más despidos, menos gasto en servicios públicos. El FMI encendía todas las alertas y le decía a Europa que si no aplicaban la tijera en Grecia, la Unión caería como un castillo de naipes. Se desató el miedo y llegó una ola de suicidios. Gente que lo perdía todo, que de un día para otro se quedaba en la calle, sin trabajo y una generación que veía cómo tras mucho esfuerzo, ni su país ni Europa les ofrecían soluciones.

Ahora les hemos pedido perdón, 10 años después. Asumimos que nos equivocamos cuando ya no hay vuelta atrás. Grecia más o menos ha conseguido salir de aquellos años grises pero eso sí, pagando una factura demasiado elevada: han recortado su PIB, uno de cada 3 griegos vive bajo el umbral de la pobreza. Por no hablar de quienes no soportaron tanta penuria y decidieron quitarse la vida. Según un estudio de la Universidad de Pensilvania, los suicidios en Grecia se dispararon durante la crisis alcanzando su máximo en el año 2012. Empezaron a aumentar justo después de los anuncios económicos que hizo el Gobierno griego, azuzado por la Troika que visitaba Atenas día sí y día también. Las protestas en las calles fueron el día a día de muchos jóvenes que impotentes veían cómo no había salida. No había trabajo, no había ayudas, no había nada excepto austeridad.

Pedir perdón en política siempre es bueno, siempre. Aunque llegue muy tarde como en el caso de este perdón de Europa a Grecia. Hay vidas que ya no se podrán recuperar y no lo digo sólo por las que se perdieron. Muchos jubilados viven en situación de extrema pobreza tras toda una vida trabajando. Pero insisto, el martes Europa entonó el mea culpa y asumió que las cosas, entonces, se hicieron mal. Eso sí, ahora que tantas voces especializadas y expertos avisan de que llega una nueva crisis, peor que la de 2008, espero que Europa tome nota. Que quienes decidan en los despachos con hoja de cálculo y estadísticas no pierdan de vista que los números no son sólo números: son vidas, ilusiones, personas que tienen sueños y que esperan que quienes les gobiernen les ayuden y no les insulten. Y sinceramente espero que a Strabros le haya ido bien y que aquel 2CV amarillo le haya traído mucha suerte.

En plena crisis, en 2009, me tocó viajar a Grecia. Pasé un par de días en Atenas. En el hotel en el que me hospedé, en la cafetería donde desayunamos, el taxista que nos llevó aquellos días, todos nos confesaban que la situación era insostenible. La mayoría eran trabajadores que habían ido saliendo adelante con un sueldo medio pero confesaban que las exigencias de Bruselas y del FMI les estaban ahogando. Casi todos vivían con muchísima preocupación una situación que no sabían cómo iba a acabar. Recuerdo que el taxista bromeó con mi marido sobre supersticiones y, antes de marcharnos, le regaló un llavero con un 2CV amarillo. Para mi marido era una especie de fetiche que llevaba siempre encima y aquel hombre necesitaba agarrarse a cualquier cosa. Se lo llevó como si aquel coche y aquel color pudieran ahuyentar las penurias que iban a llegar.

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