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¿Acaso no es libre Cataluña?

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José Sanroma Aldea

La cuestión catalana no es una broma que pueda acabarse con un grito chusquero. Ni es, por ahora, un drama. Es un problema que –teniendo en cuenta sus largos antecedentes– hay que plantear en los términos concretos del hoy y resolver con perspectiva de futuro.

Las últimas elecciones catalanas no podían ser jurídicamente sino autonómicas y así han sido; por esto ahora el Parlament que se constituya tiene que elegir al President de la Generalitat. A pesar del intento de los independentistas de convertirlas en plebiscitarias, no lo han sido, aunque muchos que no lo son parecen haberlas tomado como tales. Por ser autonómicas, Junts pel sí han ganado el derecho a intentar formar el gobierno de la Generalitat, que no es poco.

Pero ningún debate se ha cerrado ni ninguna decisión ha quedado tomada sobre la independencia con el resultado electoral. Ni siquiera hay acuerdo sobre quién ha ganado el supuesto plebiscito. Más bien el resultado ha abierto el debate en una nueva dimensión. Hic Rhodus, hic salta: los independentistas se ven forzados a convertir en hechos sus palabras electorales.

Pero tendrán que extraer consecuencias de un dato irrefutable que hasta ahora podían pasar por alto: una mayoría de catalanes no son partidarios de la independencia ni de la hoja de ruta que llevaría a ella. Dicho de otro modo, tienen que aceptar que la nación catalana está dividida en punto tan esencial... a no ser que consideren que quienes no han votado por formar un Estado catalán independiente de España no son parte de la nación catalana.

Si lo repiensan podrán admitir que esta se afirmó, creció y se hizo más plural e integradora en la demanda de su autonomía dentro del Estado español. Luego en su ejercicio, bajo el gobierno casi ininterrumpido de los nacionalistas. Es ahora cuando el nacionalismo catalán se convierte en independentista, cuando este mismo, con su exceso, la divide. Un hecho nuevo.

También es verdaderamente nuevo que nunca hubo en Cataluña tantos independentistas como hay ahora. Hecho acreditado en el acto electoral democrático del 27-S. Un dato políticamente relevante que no puede ser obviado; está expresando la fuerza de la ideología nacionalista, que se había mostrado en el sentimiento y en la movilización de una buena parte de la ciudadanía bajo el lema de “Somos una nación con derecho a decidir por sí sola su propio futuro”, y que había hecho posible juntar política y electoralmente a la izquierda y a la derecha catalana bajo la dirección de ésta (el acuerdo de presidencia para Mas).

Pero ni el dato numérico de los no independentistas avala que las cosas puedan quedarse como están ni tampoco el recuento de los independentistas ha hecho bueno, y menos aún inobjetable, el planteamiento teórico de la independencia de Cataluña como asunto de la libertad (Mas) y de la dignidad (Junqueras) de una nación que, soberana, tendría un derecho natural e inalienable a formar un Estado separado de España y a la que por fin le habría llegado la hora de hacerlo efectivo.

Como seguirán aferrados a ese planteamiento, y en concordancia con el mismo, se le pueden formular algunas preguntas: ¿Acaso no ha tenido ni libertad ni dignidad desde hace 300 ininterrumpidos años Cataluña? ¿Acaso desde la fecha emblemática de 1714, no ha habido nunca y hasta ahora un número significativo de catalanes que percibieran y denunciaran esas supuestas indignidad y falta de libertad? ¿Acaso es ahora cuando se siente con más gravedad esa carencia porque España ha convertido finalmente a la Cataluña milenaria en una nación expoliada, pobre y oscura a la que no se le deja más opción que la rebeldía? Para la astucia derechista de Mas y para el sentimentalismo del izquierdista Junqueras, la respuesta a esos casos ha sido sí; y seguirán buscando motivos para mantenerla en lo que pase ahora.

Lo mostraron en su común proclama: “Llegó la hora, es la lucha final. O ganamos o nos arrasan de nuevo”. Oiremos nuevas al compás de los acontecimientos por llegar.

Se podría conducir el razonamiento por la vía de respuesta a esas preguntas y llegar a la contraria conclusión: ni la libertad ni la dignidad de Cataluña y de los catalanes pasan hoy por la proclamación de la independencia. Y se podría añadir: por el contrario, la libertad y la dignidad de España y de Cataluña, de todos los españoles y de todos los catalanes, en esta encrucijada histórica, discurre hoy, como ayer –un largo ayer– por el mismo camino; no por caminos que hayan de separarse. Aduzco en favor de esta posición y, para ejemplificarla, un expresivo juicio –referido al bombardeo y al fuego sobre Barcelona en esa emblemática fecha antes citada– del federalista catalán Pi i Margall, que fue presidente de la primera República española: "Allí, en aquel fuego, ardieron no solo las instituciones de Cataluña, sino también la libertad de España".

Y sin retrotraernos a tan lejanos tiempos podríamos recordar que el triunfo de la sublevación militar en 1936, frente a la Segunda República que había reconocido el derecho a la autonomía de Cataluña, se llevó por delante a ambas y a todas las libertades que compartían los catalanes con todos los españoles. Quienes apoyaron la sublevación estaban cansados de "sobrellevar" las libertades y la autonomía. Conviene recordar que también es cierto que el exceso triunfante de aquel nacionalcatolicismo español, fascista, militarista, se convirtió con el tiempo en una victoria pírrica pues debilitó, a la larga, la capacidad integradora de la nación española.

Filósofos e historiadores hubieran podido ilustrar mucho a la opinión pública sobre un discurso que iba tomando esos derroteros de la dignidad y de la libertad. Pero esta no es materia que se decida con un resultado electoral. ¿Qué clase de dignidad o libertad se puede ventilar en el ejercicio de un derecho democrático de voto reconocido a toda la ciudadanía sean cuales sean sus ideas?

En todo caso resulta imprescindible plantear el debate con una carga menor de abstracción y de historia; vinculándolo directamente al modo en el que se producen los hechos del presente y a la propuesta del futuro inmediato que se pretende; en suma a la realidad política actual. Y en ésta un dato relevante nuevo en la historia de España es, volvamos a decirlo, el insólito, hasta el presente, número de partidarios del independentismo.

Según una generalizada opinión ese número ha crecido rápidamente no tanto por el convencimiento inicial en la necesidad de la independencia sino porque muchos catalanes han percibido que se les negaba arbitraria, desdeñosa, prepotentemente su "derecho a decidir". Así no pocos partidarios de este ambiguo derecho han pasado a convencidos partidarios, por ahora, de un tajante secesionismo.

Esto ha ocurrido cuando la democracia española está debilitada, cuando atravesamos una crisis de legitimación del Estado español. Por ello, la pretensión independentista se adorna con la invocación de un principio democrático, en el que se incluye no solo la autodeterminación de Cataluña sino la personal de los catalanes; y se argumenta sobre la capacidad de Cataluña para formar un Estado que, libre de España, sería no solo viable (en teoría nada lo impide) sino también más democrático, más fuerte y más justo con más libertades y derechos para los catalanes de los que ahora tienen (en la práctica, nada favorece tampoco que esto sea así).

Ese discurso para abrirse paso ha necesitado acudir al enfoque de un nacionalismo extremo: España es el problema de Cataluña, pues la deja sin libertad, sin dignidad, y además la expolia económicamente. España entera – no su Gobierno, por ejemplo– convertida en el gran problema, ante el que se difuminan y postergan todos los demás de la sociedad catalana; muchos de ellos plenamente identificables con los de la sociedad española en su conjunto; el problema al que le ha llegado la hora de ser resuelto por las buenas o por las malas. Es el correlato del nacionalismo español extremo: Cataluña es el problema de España.

Ese planteamiento usa la cabeza y los sentimientos para topar; pone más vías al enfrentamiento que al entendimiento. Hay que oponerle otro en el que ni siquiera sea necesaria la metáfora de "tender puentes"; esta presupone o una accidentada orografía insalvable de otro modo o la existencia de riberas (rivales) de un río. En cualquier caso, dos partes claramente separadas y no unidas previamente por múltiples lazos.

Ni la historia ni la guerra ni los sentimientos ni siquiera la geografía (¿Acaso no se invoca la existencia de los países catalanes desde el nacionalismo?) han trazado a lo largo del tiempo una tajante frontera que evidencie la existencia de dos partes claramente separadas. Más bien ha sucedido lo contrario.

Para convertir en separable a Cataluña de España tendríamos que dejarnos llevar ahora por el intento de vengarnos de la historia, incluso de la geografía, convertir los chistes de catalanes en menosprecio, sembrar cualquier controversia con semilla de enfrentamiento, de menosprecio, de desprecio que preceden al odio; y, a la postre, estar dispuestos a imponer por la fuerza la propia voluntad.

Aunque, por la acumulación de una política torpe o de un permanente “dejar pasar” ante un problema que ya no se deja sobrellevar, o por creer en los deseos y en las bravas más que en las necesidades y en las razones, podemos precipitarnos irresponsablemente por ese despeñadero, no parece que hacerlo esté en la mente ni en el deseo de muchos. Aunque es de temer que aparezcan incendiarios.

Así que debe intentarse otro acercamiento a los interrogantes que plantea hoy la cuestión catalana; apelar a la indisoluble unidad de la nación española o enfrentarle el derecho –que se otorgan casi dos millones de catalanes– a segregar Cataluña de España no sirve para zanjar el debate sino para abrirlo.

Ese acercamiento pasa por admitir que España sigue necesitando a Cataluña y que Cataluña sigue necesitando a España. Por supuesto en forma muy distinta al siglo XIX y al siglo XX.

Pero el pensamiento político español actual sigue siendo excesivamente tributario del debate entre Azaña y Ortega sobre la relación entre Cataluña y España. Nos gustan mucho las ocurrencias del primero y nos hacen pesimistas las frustradas expectativas del segundo.

Para algunos su reaparición como problema (hoy más agudizado que en 1931) les lleva a pensar que Ortega llevaba razón cuando afirmaba que el problema era tan complejo que resulta irresoluble y que, en consecuencia, solo podía "sobrellevarse" y darle largas. En mi opinión, Azaña acertaba más: por complejo que sea un problema la política tiene que afrontarlo, darle una respuesta y el tiempo dirá cuánto y por cuánto vale la solución.

Sea cual sea el juicio que ahora pueda hacerse sobre qué posición estaba más cargada de razones es necesario enfocar el problema partiendo de la enorme diferencia del contexto europeo entre aquella época y esta. Contexto ineludible para cualquier consideración que se haga de la relación deseable y posible hoy entre Cataluña y España.

Yendo a lo esencial para nuestro asunto: Aquella época fue un período corto –20 años– de entreguerras; aquellas llamadas mundiales en las que se combatieron casi todos los Estados de Europa, los más poderosos –más que por la defensa de su indiscutida soberanía peleaban por su imperio– la actual es un período largo –más de sesenta– de progresiva integración en el que participan los anteriores contendientes, en un mundo en el que ya no imperan los Estados europeos ni la sola fuerza de cada uno de sus Estados alcanza a hacer efectiva su soberanía, tanto que temen ver barrida su importancia (incluso Alemania) ante el reto de la globalización.

La entidad política a la que hoy denominamos Unión Europea se ha ido configurando como la respuesta voluntaria de los Estados europeos ante una imperiosa necesidad. Respuesta a veces tardía, como por ejemplo en la política de asilo. Los problemas a los que se enfrentaban desde hace tiempo su actividad desbordaban la dimensión y el ámbito al que alcanzaban sus respectivas soberanías. Por eso todos, incluidos los más fuertes, han ido haciendo transferencia de sus respectivas soberanías a esa entidad política, de originalidad indudable que es la Unión Europea.

La correlación nación –soberanía– estado es ya más ficción que realidad efectiva. Aunque los nacionalismos en búsqueda de seguidores puedan autoengañarse. Aunque unos hablen de la Europa de las patrias contrapuesta a la Unión Europea y esto sirva al Frente Nacional francés para ganar muchos votos. Aunque otros tengan la utopía regresiva de una hipotética Unión Europea basada en la desintegración de los actuales Estados nación europeos (bastantes en realidad plurinacionales) y en el reverdecer de muchas naciones europeas que vienen del pasado, entre ellas, por ejemplo, Escocia y Cataluña. Pero no es por aquí por donde, hasta ahora, ha circulado el progreso de la integración. Ni parece posible que así pueda ser.

Permítame el lector hacer una cita de un texto de 1994 que, junto a otros, fue publicado por Marcial Pons en España como Manual de Derecho Constitucional, en el que se analizaba la relación entre la integración europea y la Ley Fundamental alemana: "En el marco de la Comunidad Europea podemos partir de la consciencia de imperiosas necesidades como de una situación sin retorno. Los Estados necesitan a la Comunidad, ya que, de no ser así, nunca se habrían prestado a la misma. Pero la Comunidad no va a precisar menos durante algún tiempo de los Estados, pues en caso contrario tampoco ella podría existir y perdurar" (W. Von Simson / J. Schwarze).

¿No lo ha mostrado así de forma casi dramática la crisis griega?

La integración de Cataluña en España hace mucho que llegó al punto de "una situación de no retorno". Puede que los actuales dirigentes del nacionalismo catalán (desde Convergència a la CUP) no tengan hoy la consciencia de que la unidad de Cataluña en España es una imperiosa necesidad. Es más, afirman lo contrario. Pero saben –y la CUP lo quiere–, o están obligados a saber, lo que sabemos todos: que la eventual independencia de Cataluña dinamitaría el Estado de las Autonomías en España (la forma de estado con una distribución territorial del poder cuya estructura se ha ido conformando desde la recuperación de las libertades y de la democracia). Por eso el Estado español no puede aceptar la independencia de Cataluña, aunque la pida una parte importante de esta sin ir contra sí mismo, como Estado realmente existente. Ni la Unión Europea podría aceptar sin gravísimos riesgos para ella la fragmentación de uno de sus Estados más convencidamente europeísta (aunque nuestro europeísmo sea todavía algo ingenuo).

Hoy por hoy el debate sobre una eventual consulta sobre la independencia de Cataluña está sobrepasado por los acontecimientos. Puede que vuelva a reaparecer e incluso puede que las circunstancias empujen a darle una respuesta distinta. Pero ahora el debate más importante es sobre el fondo más que sobre el medio. Un debate en que tendrán que imbricarse las razones y los hechos de cada partido.

Lo peor sería que a la pasión y al conflicto creciente en Cataluña –que está por venir y que vivirán especialmente los catalanes, hasta ahora el auge independentista podía ser vivido como una fiesta– se correspondiera la indiferencia del resto de España. Lo mejor que profundizáramos en el debate desde la perspectiva de cómo y para qué necesita hoy España a Cataluña y Cataluña a España.

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Creo que los objetivos de una recuperación económica, socialmente justa, y de una revitalización de la debilitada democracia española expresan imperiosas necesidades concretas para todos los españoles, incluidos los catalanes.

Quienes quieran serenar el debate tienen también otro camino. No el de adentrarse en la batalla simbólica (siempre propensa a que los participantes hagan o padezcan trampas) y menos sobre palabras constituidas como símbolos (por ejemplo, “nación"). Ese camino pasaría por recordar la máxima, atribuida al estoicismo antiguo, que identifica la libertad como consciencia de la necesidad. En la interpretación y en la reformulación de esa máxima se ha desplegado el pensamiento filosófico; también el pensamiento político, en conexión con la relación entre los medios y los fines.

Los límites y las posibilidades de la libertad –de los Estados, de las naciones, de las personas– pasan por la consciencia de la necesidad que los determina. Así que más vale que quienes gobiernan el Estado, y los que pretenden crear uno nuevo atribuyéndose la representación de la nación que le daría vida, piensen más de una vez en esto. Por una fundamental razón: el empeño en hacer que medre la libertad del Estado o de la Nación a costa de la necesidad conlleva, las más de las veces, muchos sacrificios en la vida de las personas. Este factor humano apela a la ética de la responsabilidad política en cuantos puedan tomar decisiones en el asunto aquí tratado.

La cuestión catalana no es una broma que pueda acabarse con un grito chusquero. Ni es, por ahora, un drama. Es un problema que –teniendo en cuenta sus largos antecedentes– hay que plantear en los términos concretos del hoy y resolver con perspectiva de futuro.

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