Aquel 31 de marzo

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El 31 de marzo de 2020 fue ese tremendo día en el que rozamos los 1.000 muertos. No saliste de tu casa, tenías miedo, lo desinfectabas todo, estabas aterrado. Creo que ese día todos y todas nos encontrábamos en el techo de una pesadilla de la que no nos hemos bajado. Ya había algún muerto cercano, todo parecía venirse abajo, el miedo se masticaba. Yo, cada día, me plantaba delante del ordenador a las 17.55 y empezaba a darle a F5 hasta que salía la noticia del número de muertes de Italia, porque en aquellos tiempos una de las pocas certezas que teníamos es que lo que pasara allá, se repetiría aquí una semana después. Eran días terribles en los que teníamos pavor a tocar un objeto y llevarnos la mano a la cara. En los que nada era seguro.

Si el 31 de marzo alguien nos hubiera dicho que el 27 de diciembre estaríamos vacunándonos, simplemente no lo hubiéramos creído. Ahora, en el peor de los casos, la vacuna mejorará sustancialmente nuestra vida. No diré yo que todo dejará de ser tremendo, porque las consecuencias de esta pandemia en nuestra economía o en nuestra salud física y mental tardarán en marcharse, pero parece evidente que con un par de pinchazos lo peor habrá pasado. Nunca me atreveré a decir que las cosas volverán a estar bien, pero evidentemente afrontamos los mejores momentos de la vida desde el mes de marzo.

Que esta última etapa sea lo menos dañina posible, que la ola que viene sea más marejada que tsunami, depende únicamente de nosotros. Podemos hacernos las trampas al solitario que queramos y echar la culpa al político que más nos convenga de que "la gente" (ese eufemismo que jamás nos incluye a nosotros si es para algo malo) haga lo que no debe. Podemos eludir nuestra responsabilidad y delegarla en lo que se nos permite o no hacer. Pero también podemos coger las riendas del destino de este país y simplemente hacer lo que sabemos que hay que hacer para que el virus no se extienda más. Ya llevamos demasiado tiempo con esto. Nadie nos lo tiene que explicar. No nos infantilicemos a nosotros mismos.

No sé si será el último gran esfuerzo que esta pandemia nos pida hacer. Posiblemente no, pero a lo mejor sí. Quizá en Semana Santa la vacuna ha hecho de cortafuegos lo suficiente como para que podamos movernos. Puede que en verano ya no haya que llevar mascarilla más que cuando estemos bajo techo, incluso.

No sé si a vosotros y vosotras os sirve, pero cuando estoy desesperado, cansado, aburrido o desilusionado por esta pesadilla que no pasa, pienso en el 31 de marzo. Uno de los peores días que uno puede imaginar. Hemos comido demasiada mierda y estamos demasiado cerca. Es, como mucho, el penúltimo esfuerzo.

El 31 de marzo de 2020 fue ese tremendo día en el que rozamos los 1.000 muertos. No saliste de tu casa, tenías miedo, lo desinfectabas todo, estabas aterrado. Creo que ese día todos y todas nos encontrábamos en el techo de una pesadilla de la que no nos hemos bajado. Ya había algún muerto cercano, todo parecía venirse abajo, el miedo se masticaba. Yo, cada día, me plantaba delante del ordenador a las 17.55 y empezaba a darle a F5 hasta que salía la noticia del número de muertes de Italia, porque en aquellos tiempos una de las pocas certezas que teníamos es que lo que pasara allá, se repetiría aquí una semana después. Eran días terribles en los que teníamos pavor a tocar un objeto y llevarnos la mano a la cara. En los que nada era seguro.

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