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Normalizar la beneficencia

Hace ahora medio siglo, el historiador francés Philippe Ariés terminaba su largo y exhaustivo ensayo sobre la historia de la muerte en Occidente. Concluía con unas palabras que tristemente resuenan hoy: la muerte se ha privatizado, oculta la vejez. Nuestro tiempo no ha dejado de consumar esa relación en todos los ámbitos de la vida; la mayor parte de los aspectos que quedaron dentro de las políticas sociales en la Europa reconstruida de las cenizas de la Segunda Guerra Mundial se han desvanecido prácticamente hoy al completo. Nuestros mayores sufren maltrato institucional porque lo hemos normalizado social y culturalmente; lo hemos terminado aceptando, y naturalizando, al igual que el desmantelamiento de la sanidad o de la educación pública.

Las terribles muertes en las residencias durante la pandemia, como muestra la manifestación celebrada el pasado sábado en Madrid, siguen generando indignación años después. La razón principal, como explica a la perfección el documental de Juan José Castro, es que hubo una diferenciación entre los enfermos que no se derivaron de las residencias a los hospitales públicos y aquellos otros que sí pudieron ser trasladados a las clínicas y hospitales privados. Una realidad desigual que, lamentablemente, no se ha enmendado y subsiste. La razón principal está en el modelo de atención a los mayores y en la gestión de la dependencia. Una falta de atención, de ocultación, como diría Ariés, que sigue teniendo consecuencias mortales, como demuestra el reciente incendio de la residencia de Villafranca del Ebro, en Zaragoza. Ha trascendido que hubo diez víctimas mortales, pero nada de las razones y condiciones de la investigación de lo sucedido, apenas sabemos que, en todo el centro, había dos trabajadoras para el turno de noche.

Es importante mostrar el malestar. La aceptación de muertes que se podían haber evitado nos denigra socialmente, nos devuelve a la vieja beneficencia en la que las familias venidas a menos ocultaban su pobreza por vergüenza, porque no podían hacer un funeral o pagar una lápida. O a los tiempos en que la gente malvendía lo poco que tenía para afrontar los gastos médicos. Una realidad que aún habita en un rincón de la memoria colectiva, que parece volver para quedarse en un mundo donde muchas familias viven sin fruta ni verdura, sin psicólogo, oculista o dentista, sabiendo que no verán nunca el mar. El deterioro y la precariedad en la que viven nuestros mayores es fiel reflejo de nuestro tiempo. Su soledad, su desplazamiento y progresivo ocultamiento se han ido colmatando a medida que, año tras año, se aprobaba una nueva bajada de presupuestos sociales de administraciones, por otro lado, con más contribuyentes. Se extingue la generación de la posguerra. Venía con un pan bajo el brazo, el del racionamiento. Hoy van muriendo aislados, desahuciados, entre la dación y el copago. A falta de ilusiones futuras, nuestra sociedad mira al pasado, pero deja fuera todo lo que incomoda y estorba. Miramos para otro lado.

Una realidad que aún habita en un rincón de la memoria colectiva, que parece volver para quedarse en un mundo donde muchas familias viven sin fruta ni verdura, sin psicólogo, oculista o dentista, sabiendo que no verán nunca el mar

Más allá, hay otra realidad, más luminosa que esta otra vejez presente que ya se da por amortizada, electoral y, sobre todo, económicamente: el progresivo envejecimiento de la sociedad. Es aquí donde está el negocio con verdadera proyección, mucha demanda y poca incertidumbre, en términos de satisfacción de los clientes. Es aquí donde reside la lógica de un modelo privado de gestión residencial, que se extiende desde años por toda Europa, y que, con total normalidad, hemos aceptado. Las opciones son, básicamente, tres. Primero, pagar una suma desorbitada sigue siendo símbolo de estatus solo para el que se lo pueda permitir; segundo, ceder cómodamente tu piso al banco; ellos se encargan de todo y costean la residencia hasta que te mueras, con total tranquilidad.

La última y más generalizada es el modelo mixto de gestión público-privada. En los manuales de recomendaciones del sector aparece cómo la forma más apreciada para sostener un edificio en el que, de entrada, se descarta lo público por insostenible, pero en el que nunca se contabiliza lo que se transfiere a un modelo privado, concentrado, en manos de grandes grupos de empresas. La burocratización y la digitalización, que no la transparencia o la igualdad de condiciones y servicios, son los principios que rigen la solución a un problema, como la gestión de residuos o la seguridad urbana, por poner dos ejemplos, del circuito de conciertos económicos en el que terminan enredadas nuestras vidas y las de nuestros seres queridos.

La Ley de Dependencia fue un gran avance en nuestra legislación social, pero su desarrollo y aplicación dejan mucho que desear, empezando por el enjambre burocrático y administrativo en que recae la valoración de los distintos grados cognitivos, de movilidad o situación social en que se encuentra cada persona. Las listas de espera nos han hecho olvidar que hubo una época, no tan lejana, en que se suscribieron grandes acuerdos para que las pensiones, por ejemplo, se revalorizaran con el IPC. Extremo que el cálculo del pago de esta última modalidad residencial, sin embargo, no tiene en cuenta ninguno de estos aspectos. Pertenece a otra época, a otro tiempo. Es lo que hay, parecen decirnos desde todas partes. La desinformación y la explotación del dolor son dos motores de crisis que tendrá que estudiar la historia del futuro, como nosotros estudiamos el hambre, la violencia o las guerras. La pregunta es si para entonces habrán cambiado de denominación y de rostro.

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Gutmaro Gómez Bravo es catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense de Madrid.

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