Una democracia conquistada Daniel Bernabé
Memoria de la discordia
Entender el presente exige comprender cómo aflora el pasado de manera cotidiana, desordenada e interesada. Nuestro tiempo, saturado de datos e imágenes, se ha convertido en la era de la desinformación, la de los bulos, que han arrastrado la historia a una guerra cultural sin cuartel. Todo vale, todo es mentira, en una realidad que supera a la ficción y que viraliza los viejos mitos y leyendas fundacionales. Asistimos a un gran cambio tecnológico, el de la era digital, en el que, a través de un gran salto hacia atrás en el tiempo, se ha construido un pasado a medida. Toda historia es una historia del presente. La nuestra es visual, exige contenidos y referentes "nuevos" como forma de captar la atención en internet. Explorar qué hay detrás de esa forma de entender y consumir el pasado es una de las principales obligaciones de los historiadores. Depende, en buena medida, de lo que hagamos ahora con la gestión de ese pasado incómodo, ya que las formas tradicionales de transmisión del relato se han roto por completo. Los jóvenes tienen interés por la historia, pero la identifican como algo ajeno a su mundo y la meten en el mismo cajón que a la política. La confusión entre historia y memoria ha terminado con su interés. Es un efecto de la polarización constante, pero surge de un proceso más complejo y persistente.
Mi generación, la del final del baby boom, fue la primera en la que no se impuso a la fuerza el modelo de reconciliación franquista. Niños durante la Transición, jóvenes en los años ochenta y noventa, no conectamos con la memoria de nuestros antepasados que se quedaron en España y sufrieron persecución; oficialmente, esos recuerdos no estaban reconocidos, y familiarmente se habían silenciado, por miedo y por vergüenza. Pudimos conectar con ellos en plena etapa de formación, entroncando con la memoria intelectual y política del exilio. Marcada todavía por la querella del final de la guerra, que afectó de lleno a la izquierda y al mundo nacionalista, arrastraba una herencia disputada y en conflicto, que sigue pesando en la estrategia y en los discursos de la mayor parte de los partidos actuales. La irrupción de esta dimensión política, ideológica, tuvo un efecto inesperado. El consenso democrático en torno a una política de memoria de Estado, propia de la posguerra europea, quedó bloqueado en sede judicial y parlamentaria. La posibilidad de conectar con la experiencia de esta generación olvidada, la del «exilio interior», se ha esfumado, ya que prácticamente todos sus integrantes han fallecido. La polarización ha terminado por volar los puentes con la idea de reconciliación de la Transición, que anclaba sus bases en el modelo de memoria anterior.
La posibilidad de conectar con la experiencia de esta generación olvidada, la del «exilio interior», se ha esfumado, ya que prácticamente todos sus integrantes han fallecido
Esta es la particularidad del caso español. Esa misma separación personal, privada, sigue presente en nuestra historia pública. El estudio de la represión franquista, la historia de las mujeres o la participación de España en la Segunda Guerra Mundial, incluido el paso de los españoles por los campos de concentración y de exterminio, por citar solo algunos ejemplos, no se han incorporado a los libros de texto. La versión tradicional y heredada de la historia no se ha modificado. Por el contrario, se ha generado una reacción, un contrarrelato, que adquiere fuerza con rapidez y se convierte en una excelente forma de confrontación política. El pasado llega a nuestros hijos como algo confuso, alterado y mezclado en el mar de contenidos digitales, donde las plataformas de ocio y entretenimiento terminan desplazando por completo la lectura, como también la escucha. A través del lenguaje visual, se consigue que el revisionismo y el negacionismo lleguen a calar en la cuarta y última generación, que recibe, de forma pasiva y voluntaria, la misma versión impuesta a sangre y fuego que recibió la primera. La memoria franquista, blanqueada en miles de memes, mantiene intacta su legitimación y su modelo de reconciliación. La mayor parte de la sociedad española, de hecho, no considera que Franco fuera un dictador como Hitler, Mussolini o Stalin.
La delgada línea que nos separa del pasado puede también tratar de unirnos. Recordar, detenernos y pararnos a pensar de dónde venimos no es tarea fácil. Siempre es más arduo mantener el vínculo con un tiempo de dificultades y amenazas que con las libertades y la sociedad de la abundancia, que culturalmente sigue siendo mucho más aceptable como punto de origen. No hemos transmitido nuestros vínculos más cercanos, que apenas son hoy reconocibles. La búsqueda de referentes en el pasado remoto, en cambio, se ha disparado a través de internet y de las redes sociales. Más allá de una versión adulterada de los acontecimientos, las redes ofrecen una explicación del mundo, una cosmovisión que impide entender el presente como el resultado de un proceso histórico. Se deslizan, por el contrario, hacia las teorías de la conspiración, resucitan los antiguos mitos, los viejos odios, como combustible de la polarización política. El pasado deformado, filtrado, sirve a nuestras creencias, a nuestra forma de encajar el presente. Todo es opinión en un tiempo en el que hemos renunciado a explicar, a entender el mundo. Por eso es tan fácil mentir usando el pasado como sustituto de la verdad y antesala de la discordia.
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Gutmaro Gomez Bravo es catedrático de Historia Contemporánea por la Universidad Complutense de Madrid.
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