Creo que Rafa Nadal jugando al tenis es de las cosas no importantes que más me emocionan en la vida. Me maravilla esa capacidad constante de poner el reloj de la paciencia a cero, de resetear la frustración, de empezar desde el principio en cada decepción que sufre en un partido. Nadal parece que no acumula sensaciones negativas: las vive, las absorbe, las somatiza y vuelve a correr de frente contra el muro con la misma fe con la que arranca cada partido. Me gustaría ser en la vida como Nadal jugando al tenis: tener esa capacidad de borrar lo que me aflige, de no cargarme con lo malo y de vivir sin una mochila de pesares y agobios. Cuando lo veo, siempre pienso: le acaban de ganar un punto, un juego o un set dolorosísimo y él lo ha olvidado para volver a batallar y a disfrutar. Me gusta, además, este Nadal crepuscular que vive los partidos como un escalador de los 90 subiendo el Mortirolo. Esa jeta sufriente, torcida pero serena. Mucho mejor que aquel Nadal explosivo del principio, que celebraba y exhibía musculatura en los puntos importantes, como si un raquetazo fuera un gol. No sé si ha cambiado porque se ha hecho mayor mentalmente o porque lo es físicamente y se ahorra esfuerzos que a su edad y con su kilometraje ya se pagarían.
Nadal saca el orgullo español que hay en mí, porque lo cierto es que si fuera de otro país lo aborrecería. Es decir: creo que no soy más español que cuando veo a Nadal. Y como español que soy, el Nadal que se manifiesta políticamente con esa contundencia neoliberal disfrazada de sentido común ("sentido común" es otra de esas expresiones que se ha apropiado el neoliberalismo) me cae mal, porque los españoles, también, somos gente a la que nos caen fatal los que políticamente son opuestos a nosotros. Me encantaría estar horas hablando con él de su prodigiosa manera de afrontar el tenis, le diría sin duda que lo admiro a morir, pero cuando me dijera que Albert Rivera era el presidente que necesitaba este país me pediría un taxi para volver a casa rápido.
Javier Bardem y Penélope Cruz me caen increíblemente bien. Bardem, creo, por sus posicionamientos políticos, por algunas cosas que sé de él de gente que lo conoce y porque coincidí un día con él y me pareció el tipo más majo de España. Cruz, creo, me flipa por lo rabiosamente de barrio que es, por cómo combina el asfalto que ha pisado con las toneladas de amabilidad y glamour que exuda, y porque al expresarse me transmite una bondad y una serenidad fantásticas.
Lo gracioso de esto es que puede que si los conociera todo lo que pienso cambiaría, pero por eso me gusta no encontrarme a la gente a la que admiro: por si acaso son gilipollas. ¿Qué necesidad tengo, si así los disfruto una barbaridad?
La cuestión es que si gozo tantísimo de los éxitos que tienen estas tres personas, es porque me une con ellos haber nacido en el mismo lugar, compartir códigos culturales, tener en común eso que nos une y que es la Patria. No sabría definirlo, pero es así. Mi amigo Iñako Díaz Guerra siempre dice que soy de las personas más patriotas que conoce, y hablamos de una persona que convive con unas pocas. Es verdad, lo soy. Y además tengo una excelente relación con ser español. Serlo a mi manera, eso sí.
Al final soy un patriota sin Patria, un español sin bandera. Alguien que querría que todos nos alegráramos de que triunfen Nadal, Cruz y Bardem pero entiendo más a los que se alegran por unos más que por el otro
La cuestión es que hay mucha gente que pone la Patria por bandera y que se alegra mucho por Nadal y poco por Bardem y Cruz. Hay otros que se congratulan mucho por Javier y Penélope pero poco por Rafael, pero esos ponen poco la Patria por bandera, la verdad sea dicha. Y como cada cual esgrime sus (lícitos) intereses y sentimientos para comportarse así pero solo unos se apropian de la Patria, pues al final me caen mejor los segundos y son los que quiero como compatriotas. La base de ser patriota, supongo, es no exigir adhesiones. Y querer el bien básico de los que comparten ese terreno común contigo. Los que lo tienen peor, sobre todo. Bueno, los que lo tienen peor, muy por encima de los demás.
Al final soy un patriota sin Patria, un español sin bandera. Alguien que querría que todos nos alegráramos de que triunfen Nadal, Cruz y Bardem pero entiendo más a los que se alegran por unos más que por el otro. Me jode porque me gustaría que fuéramos otro país, pero 40 años de dictadura y una Transición que prefirió la injusticia al desorden lo hacen imposible. ¿Qué me queda? Mis gritos cuando Nadal le remontó a Medvedev, mi emoción viendo a Cruz en 'Madres Paralelas' y el pasmo de admiración al ver a Bardem hablar, bailar, cantar y sentir la grandeza y la mucha miseria de su personaje en Being the Ricardos. Y alegrarme de que les vaya bien profesionalmente. Sus triunfos son míos por vía de la Patria. Y qué maravilla es eso.
Creo que Rafa Nadal jugando al tenis es de las cosas no importantes que más me emocionan en la vida. Me maravilla esa capacidad constante de poner el reloj de la paciencia a cero, de resetear la frustración, de empezar desde el principio en cada decepción que sufre en un partido. Nadal parece que no acumula sensaciones negativas: las vive, las absorbe, las somatiza y vuelve a correr de frente contra el muro con la misma fe con la que arranca cada partido. Me gustaría ser en la vida como Nadal jugando al tenis: tener esa capacidad de borrar lo que me aflige, de no cargarme con lo malo y de vivir sin una mochila de pesares y agobios. Cuando lo veo, siempre pienso: le acaban de ganar un punto, un juego o un set dolorosísimo y él lo ha olvidado para volver a batallar y a disfrutar. Me gusta, además, este Nadal crepuscular que vive los partidos como un escalador de los 90 subiendo el Mortirolo. Esa jeta sufriente, torcida pero serena. Mucho mejor que aquel Nadal explosivo del principio, que celebraba y exhibía musculatura en los puntos importantes, como si un raquetazo fuera un gol. No sé si ha cambiado porque se ha hecho mayor mentalmente o porque lo es físicamente y se ahorra esfuerzos que a su edad y con su kilometraje ya se pagarían.