Cuánto odié quererte, Diego

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Arranco a escribir esto en el salón de mi casa. Si levanto unos pocos grados la mirada veo el cuadro más grande que hay en él: uno de recortes de periódicos que narran las andanzas y las glorias de Diego Armando Maradona en Nápoles. Me levanto y lo mido: 98 centímetros por 68, el espacio para la admiración y la idolatría más grande de todo mi hogar. Con 41 años y dos hijos, cuando el tiempo de las fascinaciones adolescentes y las fiebres irracionales ya pasó, ahí sigue El Diego, definiendo en cierta manera quién soy. El problema es que no sé si estoy muy contento de ser quien soy cuando lo veo.

He escrito varias veces en esta columna, quizá porque es un mantra de mi vida, que al final del todo, cuando nos despojamos de todos los adornos ideológicos y todas las contaminaciones intelectuales, quién es uno lo define una línea en el suelo, en la que hay que situarse del lado de los que lo tienen todo y los que no tienen nada. Maradona, uno de los seres humanos más imperfectos que existieron jamás, quizá el que más me hizo enfadar y odiar, tenía claro al final del todo del lado de quién estaba. Lo vehiculaba mal, lo traducía en pésimas decisiones, lo condujo políticamente con una inconsistencia tremenda. Fue un ejemplo de todo lo contrario de lo que decía amar. Pero sí, creo que él, al final del día, sabía que estaba del lado de los no poderosos. Convivían Diego, persona y Maradona, personaje. Como dijo Fernando Signorini, su preparador físico, con Diego iría al fin del mundo, pero con Maradona no iría ni a la vuelta de la esquina.

A Maradona lo sacaron de una chabola y, cuando quiso darse cuenta, era cocainómano y el rey del reino de la Mafia. Que haya llegado vivo a los 60 es un milagro. Nadie podría haber soportado cuerdo lo que vivió él, y más que criticar al Diego por todo lo malo que fue creo que hay que alabar a todos los que, en sus mismas circunstancias, vivieron mejor y fueron personas más decentes que él.

No hablo de drogarse, de ser adicto toda su vida, de sus debilidades. Nada de eso me enfadaba de Maradona, que se hizo más daño a él que a nadie, su familia incluida. De hecho, en eso lo acompañaba y lo quería. Hablo de su desmedida egolatría, de su tendencia a la tiranía, de cosas que hizo que fueron errores, unos, y tremendas hijoputeces, otros. Maradona se ha muerto el Día Internacional contra la Violencia de Género y hace no muchos años vimos un vídeo suyo borracho pegándole a su novia. Hoy, en los panegíricos que le harán, se obviará ese episodio (porque, como dijo el futbolista argentino Leonardo Di Lorenzo, parece que para un deportista es más grave fumarse un porro que pegarle a su señora), pero a todos los que lo solapan les digo, y se lo digo con emoción y rabia, que más que yo no querían al Diego, pero que negar todo lo malo que fue es injusto con él y con la gente a la que hizo daño.

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¿Pero saben lo que pasa? Que ahí sigue el cartel, mirándome. Y lo escruto y me despojo de Maradona y pienso que el Napoli ganando Scudettos y Copa de la UEFA fue la venganza de los del Sur sobre los del Norte, fue la versión futbolística de la lucha de clases, y que nadie le puede negar al Diego, el ególatra, el pendenciero, el que me hizo sentir rabia por quererlo, que él quiso estar allí y ganar todo eso con esa camiseta, en esa ciudad, para esa gente porque tenía claro que en la línea que divide la vida, él sabía dónde estaba. Y que eso lo llevó a gala siempre, y por eso era rebelde porque sí, y por eso se posicionó políticamente al lado de quien él creía que combatía a los que hacían daño a los de abajo.

Odio quererle tanto. Me enfrenta a mis contradicciones morales, políticas y humanas. Odio sentir tanto que se ha muerto. Odio ver a los que lo quisieron mucho perdonarle todo y a los que no lo quisieron nada subirse al carro de su muerte hoy.

Supongo que, como él dijo en el césped de La Bombonera el día del homenaje, a pesar de todo lo que hizo la pelota no se mancha. Puedo asumir mi contradicción, una más, y no descolgar el cuadro. Y no odiarme por quererle.

Arranco a escribir esto en el salón de mi casa. Si levanto unos pocos grados la mirada veo el cuadro más grande que hay en él: uno de recortes de periódicos que narran las andanzas y las glorias de Diego Armando Maradona en Nápoles. Me levanto y lo mido: 98 centímetros por 68, el espacio para la admiración y la idolatría más grande de todo mi hogar. Con 41 años y dos hijos, cuando el tiempo de las fascinaciones adolescentes y las fiebres irracionales ya pasó, ahí sigue El Diego, definiendo en cierta manera quién soy. El problema es que no sé si estoy muy contento de ser quien soy cuando lo veo.

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