Pasa de tanto en tanto y, normalmente, con el mismo patrón. Hacia el final de una comida opípara (la muerte no me pillará con el estómago vacío), a punto de enfilar los postres, alguno de los comensales se envalentona y me pregunta: «Oye, Joaquín, con lo que te gusta comer, ¿por qué no escribes sobre gastronomía?».
La cosa tiene su gracia: como me interesaba el arte, me hice crítico y mi afición a la ópera me ha costeado una década de pases de prensa. Antes, cuando era feliz, leía novelas y poesía; desde que empecé en el oficio, solo me trago ensayos. No recuerdo la última vez que, de paso por alguna ciudad, no me pegué un atracón de exposiciones para ver si de alguna terminaba sacando una paginita para alguna de mis colaboraciones. Ahora, mientras leen esta columna, me pillan disfrutando de un sábado de inauguraciones (a razón de quince exposiciones en una mañana); para las seis de la tarde, calculo, estaré odiando el arte.
Cobrando los jornales que nos pagan, que apenas dan para el alquiler y la cuota de autónomos, la autoexplotación no es un lujo del que uno pueda prescindir. Lo escribo para que conste: pienso domiciliarle mis recibos al próximo que me venga, oh revelación, con lo bien que me sentaría un descanso. No quiero entretenerme en lo mal que está la cosa, ni en la precariedad, la vivienda y si tiene sentido que, factures lo que factures, termines el mes palmando trescientos euros (porque, si miro mis números, prefiero que vuelva el diezmo). Todo eso se ha dicho mil veces, en artículos detalladísimos y requetebién argumentados que no le han importado a nadie. Prefiero detenerme en la consecuencia, patéticamente irónica, de este nuestro empleo: el asco que le estoy cogiendo a todo lo que me gustaba.
No recuerdo la última vez que me acerqué a un teatro, sala de conciertos o museo con la mera intención de disfrutar de lo que me encontrase. Conste: no voy al Prado con la intención de criticar a Rubens (estoy chalado, pero no tanto) pero la costumbre es una fuerza geológica y a poco que uno se relaja le salta el automático y se pone a buscar temas para algún articulillo, ensayito o conferencia. ¿Creen que exagero? Ni una micra: una vez terminé escribiendo sobre el nuevo marco de Las hilanderas, sin ser yo nada de eso.
Cobrando los jornales que nos pagan, que apenas dan para el alquiler y la cuota de autónomos, la autoexplotación no es un lujo del que uno pueda prescindir
Con esta que leen, esta semana llevo dos columnas, una hoja de sala, el remate de un ensayo para el catálogo de una exposición y una crítica de ópera; en los «descansos», corrijo el manuscrito de un libro que debí haber enviado hace un mes. ¿Vacaciones? Me han hablado muy bien de ellas, pero aún no he tenido el gusto. Y sí, no se me olvida la suerte que es tener faena, ni que estaría peor picando carbón en la mina; también quiero mandar mi más afectuoso saludo al abuelo de alguien que, en los comentarios, me contará que trabajaba dieciséis horas al día por dos cazos de lentejas al mes y jamás se quejó. Como dijo el diestro, tiene que haber gente pa’ tó, pero a ver si me cae el Euromillón y no vuelvo a juntar un sujeto con un predicado. Porque, ahora mismo, si me preguntan, detesto la totalidad de la literatura universal, el canon completo de las artes visuales, sonoras y etéreas, la filmografía de todos cuanto se han puesto tras una cámara empezando por los Lumière, el cómic, la música culta, la popular y la subsónica. Me queda, eso sí, el placer por los garbanzos, a los que, Dios mediante, espero no tener que dedicar nunca una línea.
Pasa de tanto en tanto y, normalmente, con el mismo patrón. Hacia el final de una comida opípara (la muerte no me pillará con el estómago vacío), a punto de enfilar los postres, alguno de los comensales se envalentona y me pregunta: «Oye, Joaquín, con lo que te gusta comer, ¿por qué no escribes sobre gastronomía?».