A finales de julio me desayuné con un titular inesperado: «Muere el inventor del tiramisú». Pero, ¿¡cómo!? ¿¡El inventor!? ¿Y qué pasa con la nonna legendaria que preexiste desde el comienzo del mundo en cuyo honor se sacrifican herejes malcocedores de espagueti? ¿Me estás diciendo que la tradicionalísima gastronomía italiana no proviene del mismísimo Olimpo? La noticia me llenó de zozobra y recordé que Ana Vega ‘Biscayenne’ (mi gastrónoma de confianza) me había contado que la receta más antigua de la carbonara se conserva en un incunable publicado en Chicago, en el año 1952. La autora, una tal Patricia Bronté, se adelantó dos añitos a la redacción de la fórmula en lengua italiana, que llevaba (agárrate a la silla) ajo y queso gruyere. Trocotró.
De todos los integrismos existentes (que mira que hay), el más estúpido es el culinario: hay que ser muy cretino para llamar a cruzada porque un fulano le ha puesto chorizo a nosequé. Si la honra de un pueblo se mancilla toqueteando un plato de arroz, apaga y vámonos. Últimamente veo muchos vídeos de un chaval catalán que ha emprendido el camino de bushido pizzero. El tío se fue a Nápoles y se le apareció la virgen santísima con un delantal lleno de lamparones. Utiliza unos tomates recogidos a la luz de la luna por gnomos de la Camorra. Su mozarella está hecha con leche de vacas nacidas en año bisiesto y el aceite se lo extraen a pellizcos una banda de nonagenarias con camisetas de Mussolini con dedos artríticos. «Si no, no es una verdadera pizza napolitana». Anda a cagar. Como el algoritmo se las sabe todas, no hay día en que no me salga una señora hablando español del Piamonte enfadadísima porque «la gente destroza la alveolatura de la masa al cortarla con el rodillo». El gluten sabe latín y si no lo cortas con tijeras, se revela. Los físicos andan desconcertados.
Entre capas de propaganda y bochorno, desfilan por la sala los chefs más reputados del país
A los petardos de la pureza y las recetitas escritas en las tablas de Moisés los ponía yo a gazpachos precolombinos hasta que se les pasase el arrebato. No sé si este cansinismo es reciente o si los fenicios ya estaban con que la paella solo lleva pollo, judía y garrofó. Como fuere, seguro que no ha ayudado convertir a los cocineros en estrellas del rock. Miren, en alguna aldea de Soria, un iluminado está haciendo torreznos en tres texturas, cebiche de trucha o esferificaciones de su santa madre. La otra tarde, yendo a hacer unos recados, me encontré con un cartelón en el que Dabiz Muñoz me vendía su hamburguesa del Burger King. «King Dabiz Chicken». Tanta genialidad hortera para acabar vendiendo whoopers, tremendo ridículo.
Para colmo de desgracias, seguimos pagando el máster chef de los famosos. Cifuentes hace consomés con Pocholo, la nieta de Mengele y una presentadora de la izquierda caviar. Entre capas de propaganda y bochorno, desfilan por la sala los chefs más reputados del país. La marca España, con chaquetilla. Jordi Cruz esquiva a la inspección de Trabajo con monsergas fascistoculinarias. «Has destrozado esa pescadilla, que era mi prima segunda». El espectro de Verónica Forqué sobrevuela el plató mientras todos miran para otro lado. Inés Hernand le grita: «eres un icono». Pitingo, desconcertado, le canta lo que él cree que es un fandango a lo que supone que es un repollo.
A finales de julio me desayuné con un titular inesperado: «Muere el inventor del tiramisú». Pero, ¿¡cómo!? ¿¡El inventor!? ¿Y qué pasa con la nonna legendaria que preexiste desde el comienzo del mundo en cuyo honor se sacrifican herejes malcocedores de espagueti? ¿Me estás diciendo que la tradicionalísima gastronomía italiana no proviene del mismísimo Olimpo? La noticia me llenó de zozobra y recordé que Ana Vega ‘Biscayenne’ (mi gastrónoma de confianza) me había contado que la receta más antigua de la carbonara se conserva en un incunable publicado en Chicago, en el año 1952. La autora, una tal Patricia Bronté, se adelantó dos añitos a la redacción de la fórmula en lengua italiana, que llevaba (agárrate a la silla) ajo y queso gruyere. Trocotró.