No aprendo. Era una mañanita de agosto y servidor, muy ufano, miraba su billete Marchena-Sevilla (¿la media distancia?, el trecho ideal). Ochenta grados a la sombra, suave veranillo andaluz. La estación estaba a reventar, pésimo augurio de manual. Pego la oreja y me entero: la locomotora que iba para Málaga se había averiado. "Van en dirección contraria", me dije, "de esta me libro". Para congraciarme con Greta –y temiendo que los hijos que no tendré me reprochen mi granito de arena al apocalipsis climático–, aquel día me dije: "No cojas el coche, Joaquín, que el ferrocarril es un inventazo".
A lo lejos y en hora (¡lo nunca visto!), hacía su aparición el convoy de mis sueños. La ilusión, ya lo siento, duró un santiamén. "No se suban ustedes", dijo un propio, "que hemos tenido una idea fantabulosa. Los de Málaga, móntense en el de Sevilla y viceversa". La máquina renqueante no daba para cruzar la Penibética, pero la depresión del Guadalquivir te la atraviesa con los ojos cerrados. Virgencita, virgencita. Dos horas después, ni los unos ni los otros habíamos avanzado un centímetro y los ocurrentes empleados de Renfe se escurrían por las rendijas. "Antes dar la vida que una explicación", reza el lema gremial. Al final, paseíto en bus y tranquilos, que les devolverán los billetes.
Ávido de emociones, unas horas más tarde me personé en Santa Justa, dispuesto a otra aventura locomotriz. Esta vez, el segundo vagón se llenó de humo y el pasaje huyó despavorido. Cuando fuimos a preguntar qué sería de nosotros, los empleados juraron no tener noticias de ningún tren incendiado, así que nada de meterles prisa con transportes alternativos. "Ni se les ocurra tomar café, ¡reubicación inmediata!". Tres horas después avanzábamos por la campiña sevillana sin aire acondicionado, no sea que el tren se herniase del purito esfuerzo. Cuatro horas para hacer un trayecto de cuarenta minutos, explicaciones no quedan, pero tranquilos, que se les devolverá el billete.
Como soy idiota, quise darme un paseíto a Málaga aprovechando que la semana pasada María Santísima tuvo que procesionar en canoa. El trayecto son dos horitas, que pensaba aprovechar para adelantar artículos (soy el negro de un tal Sopicaldo, pesadísimo adivino). La ida, sin incidencias. "Joaquín, has conjurado a los gremlins del ferrocarril, la FP de Nigromancia se está pagando sola". Pero los espetos debieron de aminorar mis habilidades taumatúrgicas, porque a la vuelta, tras media horita calentando asiento, un maquinista con voz nasal nos dijo que el cacharro no tiraba, así que nos llevarían en AVE.
Creo que el ministro de Transportes ha dicho esta semana que no le apuren, que tiene mucha faena peleándose en Twitter. Por lo visto, si quieres que te lea tienes que soltarle alguna lindeza y sus 'umpalumpas' le pasarán el recado
Llámenme desconfiado, pero algo me hizo presagiar que no regresaría a la villa paterna a la velocidad del rayo. "Los que vayan a los pueblos bájense en Antequera, donde les recogerá un autocar". Oscuras razones geopolíticas han privado a los habitantes de la noble población molletera de su floreciente industria autobusera, así que tuvimos que esperar una horita a que un chófer llegase desde Osuna (la Detroit sevillana), que está a setenta y cinco kilometritos. La idea, brillantísima: replicar el itinerario del tren, pero a ritmo de caracol. ¿El resultado? Cristo llevaba resucitado hora y media y servidor sin cenar. Pero tranquilo, que me devolverían el billete.
Como soy el último cretino en la faz de la tierra, me entretuve en reclamar las horas perdidas en la chispeante y ultrasónica web de Renfe, que, como es sabido, gestionan veteranos de las centralitas de la Segunda Guerra Mundial. En todas las ocasiones he recibido la misma respuesta: le devolveremos el billete, las once horas de secuestro son cortesía de la casa.
No se preocupen, que he aprendido la lección. Me moveré a lomos de tractor impulsado con brea, gasógeno y aceite de colza la próxima vez que baje a Andalucía. Creo que el ministro de Transportes ha dicho esta semana que no le apuren, que tiene mucha faena peleándose en Twitter. Por lo visto, si quieres que te lea tienes que soltarle alguna lindeza y sus umpalumpas le pasarán el recado. Bitelchús, Bitelchús, Bitelchús. Si me atreví con la web de Renfe, anda que le voy a tener miedo a Óscar Puente: chisgarabís, feo, malandrín, frugal, ¡timorato!
No aprendo. Era una mañanita de agosto y servidor, muy ufano, miraba su billete Marchena-Sevilla (¿la media distancia?, el trecho ideal). Ochenta grados a la sombra, suave veranillo andaluz. La estación estaba a reventar, pésimo augurio de manual. Pego la oreja y me entero: la locomotora que iba para Málaga se había averiado. "Van en dirección contraria", me dije, "de esta me libro". Para congraciarme con Greta –y temiendo que los hijos que no tendré me reprochen mi granito de arena al apocalipsis climático–, aquel día me dije: "No cojas el coche, Joaquín, que el ferrocarril es un inventazo".