Regalar un libro es un acto de complicidad, un modo de decirle a una persona que la has reconocido y que te sientes parte de ella.
Por un momento se dibuja de forma nítida la palabra nosotros. La intimidad compartida tiene que ver con palabras bien elegidas, historias puestas en común y recuerdos que nos hacen coincidir en una experiencia del tiempo. Igual que las viejas amistades, los libros hermanan pasados, ideas, intuiciones, excesos, afanes, miedos, pérdidas, leyendas y detalles de nuestra convivencia. Regalar un libro es una confesión, una pregunta, una forma de decirle a alguien “tenemos que hablar”.
Leo el último libro de Luis Landero, El balcón en invierno (Tusquets, 2014) y me parece excelente. Vuelvo a la librería, compro otro ejemplar y se lo regalo a una amiga. Toma, a ver qué te parece, le digo. Conozco sus gustos, conoce mis gustos, solemos hablar de política, de música, de fútbol, de literatura... Sí, toma, un regalo, tenemos que hablar.
El balcón en invierno es el libro de un novelista que quiere escribir la historia de un hombre jubilado. Su personaje va a pasear por la calle con una pistola en el calcetín y diez euros para limosnas que serán distribuidas con una maniática arbitrariedad entre los mendigos del barrio.
Es el libro de un novelista indeciso, en crisis, que mezcla de forma inevitable la inseguridad y las perplejidades de la literatura con las dudas de la vida. Cuando lee lo que acaba de escribir, suele sentir que se trata de un esfuerzo fallido. Cuando piensa en la disciplina del despacho y la escritura, es posible que le oprima el vértigo de la vida callejera, una aventura real que se escapa, una existencia que parece ocurrir en otro lado. Pero cuando vuelve a leer lo escrito, se reconcilia a medias con sus palabras en un camino de ida y vuelta entre la desolación y la alegría. Es lo mismo que le ocurre en los viajes, cuando se impone el deseo de regresar a la tranquilidad de unas habitaciones conocidas y propias.
El libro se convierte en un regreso al pasado. Es el cuidadoso álbum de una educación sentimental. Bajo la piel madura del escritor hay un niño al que le gustaba mentir, fantasear en el campo con las cosas que ha visto en la ciudad e inventarse en la ciudad los misterios y la magia de todo lo que ha vivido en el campo. El escritor cuenta historias ante sus lectores como si estuviese inventando una excusa o tejiendo un asombro ante un padre, una madre y tres hermanas. ¡Lo que miente este niño! ¡Qué bien escribe este narrador! El aparente fracaso de una novela se transforma entonces en un verdadero homenaje a la literatura, a los orígenes de la literatura.
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El libro desnuda al jubilado, protagonista de la novela que iba a escribirse, para contar la historia del propio escritor. Se convocan así los recuerdos de una familia de labradores que emigra a Madrid en 1960. De la infancia a la adolescencia, de Alburquerque al Barrio de la Prosperidad, de las mentiras al gusto por la literatura, de la novela a la ficción autobiográfica. Cada día trae su afán y Luis Landero creció en una familia en la que los hombres han tenido siempre culo de mal asiento. Inventan cosas, sueñan con lo que no poseen y abandonan lo conseguido. Por eso El balcón en invierno es un camino de vuelta, una forma de regreso a los orígenes de una escritura.
La historia no se detiene nunca, está en movimiento, es verdad. Pero la historia de España entre 1960 y 1980 supuso un vértigo especial, una mutación antropológica. El cambio político de la Transición fue la piel de las aceleradas transformaciones de un país que abandonaba el subdesarrollo para entrar de forma precipitada en los códigos del progreso. Hubo muchas dificultades, pero todo se vivía con la sensación de una precariedad que iba de mejor a peor. Quizá sea esa la razón última de la melancolía alegre que permanece en los recuerdos, la plenitud que late en las conversaciones junto al fuego, el olor de una casa de campo y el ajetreo de un piso en la ciudad. Quizá sea también el motivo de la lejanía, una distancia que va más allá de los años, porque ahora vivimos en un bienestar que camina de mejor a peor. En esa distancia se sumerge la literatura para evocar los olores, la luz y el aliento cotidiano de un mundo perdido.
Escribir un libro es un acto de complicidad, un modo de reconocer a los lectores. Más que una opinión literaria, el lector que soy yo prefiere en este caso mantener una conversación. Y no sólo con el autor. Me gustaría decirle al padre de Luis Landero, muerto antes de tiempo, que su hijo, su mal estudiante, su mentiroso, su rebelde, su manojo de sentimientos de culpa, acabó por convertirse en un hombre de provecho.
Regalar un libro es un acto de complicidad, un modo de decirle a una persona que la has reconocido y que te sientes parte de ella.