A cada cual lo suyo

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Enemigo y adversario son palabras que aparecen como sinónimos en todos los diccionarios, pese a la amplia literatura que concreta la distancia semántica entre ambos adjetivos. Quizás la advertencia más lúcida sobre esa confusión sea la que firmó en 2013 el escritor, académico y excandidato liberal canadiense Michael Ignatieff: “Para que las democracias funcionen, los políticos tienen que respetar la diferencia entre un enemigo y un adversario. Un adversario es alguien a quien quieres derrotar. Un enemigo es alguien a quien tienes que destruir”. A juzgar por lo que venimos escuchando y leyendo en las últimas semanas, algunos dirigentes políticos españoles (y no pocos medios de comunicación) parecen dispuestos a cualquier cosa con tal de destruir al adversario –para ellos enemigo– aunque sea a costa de ofender la inteligencia del votante y de paso seguir debilitando la calidad democrática.

Me explico (o lo intento):

 

  • Está en su derecho y hasta es obligación de la oposición vigilar el ejercicio del poder y denunciar sus abusos, una función que además debería ser prioritaria para cualquier medio de información independiente, gobierne quien gobierne.

 

  • Pablo Casado, presidente del PP, y Albert Rivera, de Ciudadanos, pueden y deben denunciar el menor indicio que conozcan de irregularidades en el expediente académico o literario del actual responsable del Gobierno, Pedro Sánchez. Que Rivera soltara repentinamente, sin venir a cuento una mañana en el Congreso, insinuaciones sobre la tesis doctoral de Sánchez, y que pocas horas después el diario ABC titulara negro sobre blanco en su portada “Pedro Sánchez plagió su tesis doctoral” sin aportar pruebas irrefutables de lo que sería un delito tiene más que ver con las cañerías que conectan a medios y partidos que con el estricto cumplimiento de la función de ambas instituciones.

 

  • Que Pablo Casado exija, aunque sea con la boca pequeña, “todas las explicaciones” a Sánchez sobre su tesis doctoral (ya accesible) al tiempo que él se niega a hacer públicos los supuestos trabajos realizados en ese máster del Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos sobre el que la Fiscalía del Supremo tiene que pronunciarse antes de que un tribunal repleto de magistrados relacionados con FAES o con la propia URJC decida si juzga o no a Casado por prevaricación y falsedad documental… clama al cielo.

 

  • Que Albert Rivera exija a Sánchez cada mañana que acuda al Parlamento para aclarar si su tesis doctoral “es un plagio o un bodrio” no debería ofrecer objeción alguna… si no fuera porque se trata del mismo Albert Rivera que lleva un par de semanas corrigiendo a hurtadillas su currículum oficial (pinche aquí para comprobarlo) y negándose a responder a doce preguntas muy sencillas que infoLibre le ha hecho llegar tras comprobar las lagunas de su biografía académica (pinche aquí para conocerlas).

 

  • Que el trabajo de Pedro Sánchez en la Universidad Camilo José Cela como doctorando tiene sombras y que el resultado del mismo no es precisamente modélico ya estaba escrito (pinche aquí para comprobar lo que uno mismo reflejó en el libro de 2017 Al Fondo a la Izquierda editado por Planeta, basado en datos y testimonios contrastados en el propio entorno de Sánchez). Conocer que en el libro que reproduce mayormente esa tesis doctoral hay párrafos copiados de la conferencia de un diplomático en la propia UCJC sin citar la autoría produce bochorno. Escuchar que desde la Moncloa se explica el dislate como un “error involuntario”, sin especificar quién es el responsable, multiplica la vergüenza ajena.

 

  • Todo esto es así, pero ¿tienen Casado o Rivera la más mínima autoridad moral para decretar que Sánchez no es digno de presidir el Gobierno por las múltiples dudas sobre su tesis doctoral? Parece obvio que no la tienen, porque es insultante que Casado reclame transparencia mientras oculta sus presuntos trabajos y es aún más ofensivo que Rivera (primero doctor, después doctorando y finalmente exdoctorando en su currículo oficial) se niegue a contestar dónde, cuándo y cómo hizo un curso en la Universidad George Washington mientras se dedicaba en exclusiva a su labor política en el Parlament de Cataluña.

En este país nuestro tan pródigo en sectarismos cabe la tentación de concluir lo que más interesa a quienes se frotan las manos con todo este ruido: que todos son iguales. Lo cual es, una vez más, absolutamente falso. Porque no se trata sólo de someter a examen cuasipolicial el expediente académico de cada líder político (ya hemos escrito –disculpen el autoplagio– que convendría la misma higiene en el gremio periodístico, empresarial o financiero, por ejemplo) sino de distinguir el grano de la paja y de diferenciar lo que debe ser un debate político fructífero de lo que se convierte en una simple cacería contra un adversario considerado enemigo. PP y Ciudadanos han decidido sumar fuerzas para impedir la más mínima posibilidad de que haya Presupuestos y para forzar el final urgente de la legislatura (pinche aquí la crónica política de Fernando Varela sobre esos movimientos).

A cada cual lo suyo. Despertamos cada mañana con un nuevo episodio en la guerra de los máster, pero seguimos esperando que Pablo Casado haga con sus trabajos lo que Sánchez con su tesis, y que Rivera deje de hacerse el loco sobre su extrañamente menguante currículum… y que el ministro Pedro Duque recuerde que no sólo es responsable de Ciencia sino también de Universidades (pinche aquí si no ha leído esta reflexión del profesor Javier de Lucas).

P.D. ‘A cada cual, lo suyo’. El  título de este artículo (no cuesta nada citar) está copiado de una magnífica novela de Leonardo Sciascia sobre el asesinato de un farmacéutico. Como en tantos relatos del maestro italiano, asoma sobre la trama la confrontación entre el compromiso ético y los intereses de los poderosos, entre la defensa de la verdad y el sometimiento a las mafias. (Nada que ver con el último suceso en Torrelodones. Aunque lo parezca).

Enemigo y adversario son palabras que aparecen como sinónimos en todos los diccionarios, pese a la amplia literatura que concreta la distancia semántica entre ambos adjetivos. Quizás la advertencia más lúcida sobre esa confusión sea la que firmó en 2013 el escritor, académico y excandidato liberal canadiense Michael Ignatieff: “Para que las democracias funcionen, los políticos tienen que respetar la diferencia entre un enemigo y un adversario. Un adversario es alguien a quien quieres derrotar. Un enemigo es alguien a quien tienes que destruir”. A juzgar por lo que venimos escuchando y leyendo en las últimas semanas, algunos dirigentes políticos españoles (y no pocos medios de comunicación) parecen dispuestos a cualquier cosa con tal de destruir al adversario –para ellos enemigo– aunque sea a costa de ofender la inteligencia del votante y de paso seguir debilitando la calidad democrática.

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