En varias de las últimas encuestas conocidas (y también de las ‘prohibidas’) la diferencia de la suma entre los bloques de derechas e izquierdas entra dentro del margen de error (ver aquí)(ver aquí). De modo que quien piense que está más o menos claro el resultado del 26-M en las principales ciudades y en la mayoría de las comunidades autónomas se arriesga a llevarse una decepción en la noche del domingo. Todo (o casi todo) dependerá del nivel de participación electoral, de qué siglas sufran más la abstención y de quiénes se vean más castigados por el fraccionamiento. Y esos tres factores decisivos no son homogéneos. Contra el empeño de dirigentes y analistas políticos en aportar argumentos transversales, nacionales o estatales para trazar tendencias de voto (quizás correctos respecto a las urnas de las europeas), lo cierto es que en estos comicios pesan mucho los intereses más cercanos, los del barrio, el pueblo, la ciudad o la comunidad autónoma, como es lógico. Claro que influyen los resultados de las generales del 28 de abril, pero está por ver si se impone más el efecto luna de miel o el efecto underdog o de compensación; si el PSOE sigue subido a la ola surgida como freno al nacionalpopulismo o en qué medida los fugados del PP a Vox mantienen la huida, regresan o se quedan en casa.
¿Hay entonces algún motivo común y compartido para considerar absolutamente prioritario confirmar el domingo en las urnas un giro progresista en el mapa de poder territorial en España y en la representación en Europa? Más allá de la defensa de los principios ideológicos y de las simpatías partidistas de cada cual, a mi juicio es necesario llenar las urnas de votos que obliguen a las derechas a salir del bucle conspiranoico que define su forma de hacer política. Vivimos en todos los sentidos un cambio de época. La España y la Europa del siglo XXI tienen que construirse sobre valores democráticos muy sólidos que permitan, a partir del desacuerdo, llegar a un entendimiento fructífero, no sólo entre opciones políticas diferentes sino también entre generaciones distintas e identidades diversas.
Esa compleja tarea (de todos, no sólo de los dirigentes sino también de los militantes, de los medios, del empresariado, de la llamada sociedad civil…) exige unos niveles mínimos de responsabilidad y honestidad en la competición política: un compromiso con la convivencia y la calidad democrática. Lo cual no parece compatible con el empeño en definir a la izquierda como una banda de antipatriotas. Y menos si esa idea sobre el adversario ideológico se basa insistentemente en falsedades y teorías de la conspiración. (Terreno fértil además para el crecimiento de una extrema derecha castiza, sin complejos ni pudor, “por Dios y por España”).
No es que se trate de un fenómeno novedoso ni ligado exclusivamente a esta realidad actual de la desinformación y la intoxicación masiva. En el retrovisor del PP y de varias de sus plataformas mediáticas afines aún se divisan los “agujeros negros del 11-M” o las manifestaciones contra la “traición a los muertos” de Zapatero o “la venta de Navarra a ETA”. No pocos de quienes han proclamado loas infinitas a Rubalcaba ante su capilla ardiente torpedearon sin descanso el proceso de paz que Zapatero, Egiguren y el entonces ministro del Interior condujeron para encauzar el fin del terrorismo.
Si hay un hilo que conecta el discurso de Aznar, Rajoy y Casado (y Rivera y Abascal) no es sólo su conservadurismo político (en distintos grados) o su neoliberalismo económico (con acentos diferentes), sino por encima de todo su empeño obsesivo en acusar a la izquierda de todo tipo de conspiraciones inventadas. Para centrarnos en el presente, basta señalar lo que proclamaron tanto el PP como Ciudadanos el mismo día de la votación de la moción de censura de Pedro Sánchez: que había un pacto secreto con los independentistas. Nunca han aportado una sola prueba, pero era la forma de desviar la atención del cenagal de la corrupción y de marcar a Sánchez como “okupa” de la Moncloa, para más tarde tacharlo directamente de “felón” por las “21 cesiones” al independentismo que nunca se produjeron. Los mismos políticos y tertulianos que durante meses mantuvieron que Sánchez agotaría la legislatura, o que Pablo Iglesias había negociado en la cárcel con Oriol Junqueras su apoyo a los Presupuestos, se vieron sorprendidos por un adelanto electoral con el que no contaban y para el que había que inventarse una nueva conspiración.
Ese camino sólo podía conducir a la plaza de Colón, a una liturgia compartida con la extrema derecha y a un manifiesto conjunto repleto de falsedades. Cabría pensar que los resultados de las elecciones del 28-A llevarían a PP y Ciudadanos a una reflexión autocrítica sobre su estrategia, ante la evidencia de que una mayoría de españoles rechazó en las urnas la criminalización del diálogo como vía para abordar el conflicto territorial o el 155 indefinido como solución a la crisis en Cataluña. Pero no. La reacción ante el veto del independentismo a la designación de Miquel Iceta como senador ha demostrado que siguen en el bucle conspiranoico. Sostienen que se trata de “un divorcio fingido” y que el Gobierno y ERC tenían acordado el fracaso de la opción Iceta, la apuesta posterior por Meritxell Batet y Manuel Cruz al frente de Congreso y Senado y, por supuesto, el apoyo a la investidura de Sánchez. Cuando la derecha o sus altavoces de cabecera no aciertan sobre el futuro se dedican a adivinar el pasado para ajustar lo ocurrido a su delirante relato.
No deja de resultar sorprendente la capacidad que despliegan para sostener a la vez una cosa y la contraria: Sánchez es simultáneamente un inútil total y un político habilísimo para el engaño, del mismo modo que Zapatero era tan pronto un “bobo solemne” como un Maquiavelo. El caso es tener siempre razón, sin un solo hueco para la menor duda.
Ese cambio de época en el que tanto insistimos incluye retos muy complejos, que vienen precisamente cargados de dudas sobre el mejor modo de afrontarlos. La robotización, la globalización, las migraciones, la crisis climática, la desigualdad galopante, la precariedad laboral… Esta realidad sujeta a la frenética velocidad digital exige una ciudadanía bien informada y una selección de representantes fiables que no se dediquen a meter la mano en la caja ni tampoco el dedo en las llagas en lugar de ayudar a curarlas. ---------------------------------------(Este artículo ha sido actualizado a mediodía del martes para añadir un enlace con datos sobre las últimas encuestas y el margen de error).
En varias de las últimas encuestas conocidas (y también de las ‘prohibidas’) la diferencia de la suma entre los bloques de derechas e izquierdas entra dentro del margen de error (ver aquí)(ver aquí). De modo que quien piense que está más o menos claro el resultado del 26-M en las principales ciudades y en la mayoría de las comunidades autónomas se arriesga a llevarse una decepción en la noche del domingo. Todo (o casi todo) dependerá del nivel de participación electoral, de qué siglas sufran más la abstención y de quiénes se vean más castigados por el fraccionamiento. Y esos tres factores decisivos no son homogéneos. Contra el empeño de dirigentes y analistas políticos en aportar argumentos transversales, nacionales o estatales para trazar tendencias de voto (quizás correctos respecto a las urnas de las europeas), lo cierto es que en estos comicios pesan mucho los intereses más cercanos, los del barrio, el pueblo, la ciudad o la comunidad autónoma, como es lógico. Claro que influyen los resultados de las generales del 28 de abril, pero está por ver si se impone más el efecto luna de miel o el efecto underdog o de compensación; si el PSOE sigue subido a la ola surgida como freno al nacionalpopulismo o en qué medida los fugados del PP a Vox mantienen la huida, regresan o se quedan en casa.