La incautación de teléfonos móviles, ordenadores y documentos a periodistas del Diario de Mallorca y de la delegación balear de Europa Press es un síntoma tan concreto como simbólico de nuestra debilidad democrática. A los pocos días de celebrarse los fastos institucionales por el 40 aniversario de la Constitución de 1978, un juez y un fiscal de Palma de Mallorca han ignorado por completo el artículo 20 de la misma, el que proclama la libertad de expresión y da protección al secreto profesional en el ejercicio de la misma. Y (hasta el momento) no ha pasado absolutamente nada, más allá de las protestas y manifiestos que hemos firmado centenares de periodistas.
El descrédito que desde los propios medios nos hemos ganado a pulso ha asomado inmediatamente en las redes sociales ante el atropello de Palma. Se nos acusa de corporativismo y se nos recuerda que se trata de una decisión judicial a la que debemos tanta obediencia como cualquier hijo de vecino. Así es: cualquier periodista puede y debe ser investigado y en su caso condenado si vulnera las leyes. Ser periodista no garantiza la inocencia. Ni mucho menos. Hay periodistas delincuentes y delincuentes que ejercen como periodistas, más de los que nos merecemos en el oficio y entre la ciudadanía.
Pero es que aquí no se trata de corporativismo. Esto no va de protegernos dentro de una tribu asediada por el desprecio generalizado, la falta de credibilidad, la precariedad laboral y la desvalorización casi total del oficio. El secreto profesional es la clave de bóveda del derecho a la información, que pertenece a la ciudadanía y no es un privilegio de los periodistas. Sin la garantía de protección de las fuentes es imposible un periodismo riguroso, y sin ese periodismo no existe la democracia real.
Un juez puede (y debe) requerir de cualquier medio de comunicación el material que considere oportuno sobre la investigación de un delito. Es una práctica frecuente a la que cualquier medio que ejerza honestamente su función está acostumbrado. Y es responsabilidad de la dirección del medio atender esos requerimientos sin violar el compromiso de confidencialidad con las fuentes, que viene a ser lo mismo que respetar en primer lugar los intereses de sus lectores, espectadores u oyentes. Se trata de confianza. Sin la confianza de las fuentes o de la ciudadanía, la función del periodismo está liquidada. Y la democracia, herida.
Pero lo ocurrido en Palma no consiste en un requerimiento a los medios. Lo insólito es que directamente se ha pulverizado el secreto profesional al intervenir móviles y ordenadores de los periodistas con el objetivo de conocer la identidad de sus fuentes. Se investiga una revelación de secreto sumarial, cuando en cualquier caso ese delito estaría cometido por funcionarios públicos, sin que hasta el momento se conozca una sola diligencia de investigación a sus presuntos autores. Parecen haber decidido, juez y fiscalía, que es más sencillo comprobar el móvil de un periodista (en clara violación de sus derechos constitucionales) que el de un mando policial o un miembro de la propia judicatura.
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La mitología desatada por el caso Watergate ha hecho mucho daño a nuestro oficio. Nos creímos e hicimos creer a la ciudadanía que el periodismo es “el cuarto poder”. Jamás lo fue, y ahora menos que nunca. En toda democracia funcionan (o deberían funcionar) en complicado equilibrio el poder ejecutivo, el legislativo y el judicial. Y después, o antes por desgracia, está el poder económico, el poder del dinero. La mejor prensa no es la que presume de ser el cuarto poder sino la que ejerce la función de contrapoder, de vigilante de los demás poderes como intermediario de la ciudadanía.
Dediquen unos minutos a conocer los principales detalles del llamado caso Cursach, la macrocausa iniciada en 2013 en Mallorca por orden del juez José Castro, célebre instructor del caso Nóos. Lo que empezó como un presunto amaño de oposiciones en la Policía Local de Palma terminó destapando una gigantesca trama de corrupción en la que durante dos décadas han participado empresarios, policías, funcionarios de varios ayuntamientos y políticos del PP. Trece meses estuvo en prisión provisional el principal encausado, Bartolomé Cursach, conocido como el rey de la noche mallorquina, situado por el juez al frente de una “organización criminal” e imputado por homicidio, extorsión, amenazas, tráfico de influencias, falsedad documental… y así hasta 16 delitos (pinche aquí). Cursach pagó un millón de euros sin despeinarse para salir en libertad bajo fianza, con la misma facilidad con la que su mano derecha al frente de la trama empresarial, Bartolomé Sbert, soltó medio millón. Las presiones, amenazas, agresiones y zancadillas sufridas por jueces y fiscales del caso Cursach son propias de la mafia, y a día de hoy no es descartable que la insólita decisión de violar el secreto profesional de los periodistas tenga como consecuencia buscada o involuntaria la nulidad de actuaciones.
Hubo un caso Watergate, y andamos sobrados de colegas que se levantan cada mañana empeñados en repetir la hazaña de derrocar a un presidente. Pero hay demasiados casos Cursach. Demasiadas tramas mafiosas que han actuado impunemente en ciudades de toda España hasta que algún fiscal, algún juez o algunos periodistas que no suelen aparecer en las televisiones ni ser seguidos por miles de internautas obtienen pruebas para actuar contra quienes llevan toda la vida ejerciendo el verdadero “cuarto poder”. Pruebas o testimonios que no se habrían obtenido sin la confianza de las fuentes.
La incautación de teléfonos móviles, ordenadores y documentos a periodistas del Diario de Mallorca y de la delegación balear de Europa Press es un síntoma tan concreto como simbólico de nuestra debilidad democrática. A los pocos días de celebrarse los fastos institucionales por el 40 aniversario de la Constitución de 1978, un juez y un fiscal de Palma de Mallorca han ignorado por completo el artículo 20 de la misma, el que proclama la libertad de expresión y da protección al secreto profesional en el ejercicio de la misma. Y (hasta el momento) no ha pasado absolutamente nada, más allá de las protestas y manifiestos que hemos firmado centenares de periodistas.