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Elogio de los 'traidores'

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A menudo las grandes gestas deben agradecerse más a la humildad de los traidores que a la soberbia de los valientes. No deja de tratarse de un reduccionismo, una simplificación semántica que, a nada que le demos un par de vueltas, nos llevará a la conclusión de que hay muchas situaciones en la política (y en la vida) en las que la verdadera valentía consiste en tomar decisiones que otros calificarán de traición, cuando en realidad la mayor cobardía radica en encastillarse en la coherencia exquisita de posiciones excluyentes, insolidarias e inútiles. Esta campaña electoral rara, plagada de trampas para indecisos y desinformados, supone también una confrontación entre supuestos traidores y presuntos valientes. Conviene distinguir quién es quién, y diferenciar entre la defensa de España y la de los españoles, para comprobar que quienes más presumen de patriotas son precisamente quienes más desprecian los intereses y sentimientos de sus compatriotas. Como escribía hace años Benjamín Prado en un artículo del que ahora calcamos el título, “quizás es que las banderas hay que defenderlas o no, según lo que escondan debajo. Votar es la mitad de la democracia; la otra mitad es el derecho a saber”.

Sabemos que la “cuestión nacional” es uno de los ejes principales que marcan las elecciones del 28-A. El trío de Colón toma como referencia el resultado de diciembre en Andalucía para competir a codazos por el liderazgo del nacionalismo español. Casado, Rivera y Abascal se disputan el calificativo más grueso para describir cada día a Pedro Sánchez como un “traidor” a España que, según ellos, ya habría pactado el apoyo de los independentistas a cambio del derecho de autodeterminación y la secesión de Cataluña. Entregados a la intoxicación pura, importan poco las evidencias de que hay elecciones porque no hubo ningún acuerdo con los nacionalistas catalanes. Ahora se trata de proyectar hacia el futuro la acusación de “traición”, ya sea vía referéndum o vía indultos o ambas cosas.

Deberíamos saber, atendiendo simplemente a los datos que reflejan la firmeza marmórea del apoyo a la causa secesionista (ver aquí último sondeo del CEO) que cualquier vía de solución a la crisis constitucional abierta necesita mucho más la inteligencia de los “traidores” que las ruidosas amenazas de la cofradía de la porra del 155. Si se trata de “traicionar” la concepción de una España centralista, excluyente, incapaz de atender a su evidente diversidad y pluralidad, entonces necesitamos más “traidores” que defiendan una España federal, inclusiva, capaz de generar lazos sólidos y solidarios de convivencia entre los distintos pueblos, con un respeto escrupuloso a sus lenguas y sus sentimientos nacionales respectivos. Si se trata de “traicionar” la concepción de una Cataluña excluyente y de un independentismo que pretende imponer a la otra mitad de los catalanes la ruptura sí o sí con el Estado, entonces necesitamos más botiflers que renuncien a las vías unilateralesbotiflers e ilegales.

Sabemos por las encuestas que, a pesar de las acusaciones falsas y las exageraciones sin cuento, la crisis catalana no está consiguiendo generar el aluvión de votos que PP y Ciudadanos esperaban ni la desmotivación que buscaban en el electorado progresista. Sí parece estar sirviendo para consolidar el auge de Vox en el espacio de la derecha, a base de un discurso nacionalpopulista que fundamentalmente se resume en eso tan castizo del “dejadme solo, que esto lo arreglo yo en dos patadas”. En vista de la desescalada de la tensión con Cataluña, han buscado Casado y Rivera recuperar la erección máxima del españolismo en territorio vasco, con la inestimable ayuda de grupos intolerantes que pican el anzuelo sin ningún complejo y pisotean la libertad de expresión de los candidatos a base de gritos, caceroladas e insultos. (Ver aquí). Si ya el apoyo (no imprescindible) de Bildu a los decretos sociales del Gobierno llevó a Casado a la miserable conclusión de que Sánchez “prefiere manos manchadas de sangre a manos blancas”prefiere manos manchadas de sangre, el acoso (condenable y condenado por todo el arco parlamentario) que han sufrido dirigentes del trío de Colón en algunos actos en Euskadi convierte a Sánchez en “cómplice de los terroristas”.

Deberíamos saber que el uso electoralista del terrorismo no es nuevo en las filas de la derecha. Que mientras el Gobierno de Zapatero y algunos militantes socialistas concretos (como Jesús Egiguren) se jugaron su carrera política y también su cuello para hacer avanzar un proceso de paz que condujo al final definitivo de ETA (mérito conjunto de la sociedad civil, de las fuerzas de seguridad y también de sectores abertzales que se enfrentaron a la propia banda), el PP lanzaba acusaciones tan graves como las de ahora, y encabezaba manifestaciones contra “la ruptura de España”, la “venta de Navarra” y la “traición a los muertos”. Necesitamos más “traidores”, en España y en Euskadi, a una concepción del fin del terrorismo que niega ahora lo que estuvimos exigiendo a los etarras y a sus cómplices durante décadas: que dejaran las armas e hicieran política. El relato del sufrimiento causado por ETA sigue escribiéndose, y debe ser poliédrico, lo cual exige enormes dosis de generosidad durante los próximos años. Se creen tan “coherentes” los nuevos machos alfa del nacionalismo español que ni siquiera son capaces de asumir que el terrorismo fue derrotado entre todos, y que no es admisible ni ética ni democráticamente seguir utilizando electoralmente la sangre derramada.

Sabemos que asistimos a un cambio de época, y que este 28-A no se dilucida sólo si gobiernan las derechas o las izquierdas, sino si optamos por una democracia sin apellidos o aceptamos una regresión que nos conduce a modelos autoritarios de democracia iliberal o seudodemocracias, regímenes más basados en lo identitario que en lo social, sistemas que se autodefinen como democracias porque se vota de cuando en cuando, pero no porque se respeten las libertades, se escuche a las minorías y se asuma el desacuerdo político como punto de partida para lograr pactos en beneficio de las mayorías.

Deberíamos saber (lo dijera Gramsci o Bertol Brecht o coincidieran ambos en la idea) que todo cambio de época supone un tiempo de crisis en el que “lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no termina de nacer. Y en el claroscuro surgen los monstruos”. Se trata precisamente de esquivar a los monstruos y seguir avanzando. Se trata de elegir entre la España del siglo XXI y la que resucita nuestros peores fantasmas y alimenta el odio. Se trata de poner en evidencia a quienes se llenan la boca (y a menudo los bolsillos) en defensa de España pero se preocupan poco o nada de los españoles: de la precariedad, de la desigualdad o de la dignidad de las víctimas de un franquismo cuyos hagiógrafos vuelven a tomar los púlpitos, los escenarios y los altavoces.

La coherencia absoluta e inquebrantable roza a menudo la ceguera y el sectarismo. La transición o el llamado ‘régimen del 78’ tuvo muchos defectos y lagunas (que va siendo hora de corregir), pero fue posible porque Adolfo Suárez traicionó a la dictadura y Santiago Carrillo al comunismo, por ejemplo. Ambos fueron acusados de “traición”. Como lo fueron Juan Mari Bandrés o Mario Onaindía cuando disolvieron ETA-pm. Hay momentos de verdad históricos, en los que la mayor valentía consiste en saber escuchar al otro en medio del griterío, y la verdadera traición es aferrarse a un purismo esencialista o a unas convicciones inamovibles.

A menudo las grandes gestas deben agradecerse más a la humildad de los traidores que a la soberbia de los valientes. No deja de tratarse de un reduccionismo, una simplificación semántica que, a nada que le demos un par de vueltas, nos llevará a la conclusión de que hay muchas situaciones en la política (y en la vida) en las que la verdadera valentía consiste en tomar decisiones que otros calificarán de traición, cuando en realidad la mayor cobardía radica en encastillarse en la coherencia exquisita de posiciones excluyentes, insolidarias e inútiles. Esta campaña electoral rara, plagada de trampas para indecisos y desinformados, supone también una confrontación entre supuestos traidores y presuntos valientes. Conviene distinguir quién es quién, y diferenciar entre la defensa de España y la de los españoles, para comprobar que quienes más presumen de patriotas son precisamente quienes más desprecian los intereses y sentimientos de sus compatriotas. Como escribía hace años Benjamín Prado en un artículo del que ahora calcamos el título, “quizás es que las banderas hay que defenderlas o no, según lo que escondan debajo. Votar es la mitad de la democracia; la otra mitad es el derecho a saber”.

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