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Las decisiones del nuevo CGPJ muestran que el empate pactado entre PP y PSOE favorece a la derecha

Hartos ya de estar hartos...

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Permítanme que intente huir de ese juego de la culpa al que se han entregado las izquierdas en un esfuerzo autodestructivo que hace salivar a las derechas y a todos aquellos ilustres empresarios, banqueros y ejecutivos mediáticos que no pierden ocasión de reclamar “un gobierno estable” para España, siempre y cuando esa estabilidad se identifique con políticas económicas neoliberales y no basadas en principios progresistas que coloquen como prioridad la lucha contra la desigualdad.

Mi máximo respeto a quienes consideran prioritario en este momento identificar a un único culpable entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, o entre el PSOE y Unidas Podemos, convencidos de que la respuesta a esa cuestión será decisiva el próximo 10 de noviembre. (Si a alguien interesa mi opinión personal, puede repasar aquí lo que he venido escribiendo y reclamando desde el 28A hasta la semana pasada). Creo que hay una responsabilidad múltiple, en la que es evidente que Pedro Sánchez ocupa el primer lugar del escalafón, por ser el ganador de las elecciones generales y por tanto el encargado de buscar apoyos parlamentarios suficientes para formar gobierno. (Es decir, por las mismas razones que el propio Sánchez le espetaba a Rajoy en 2016: ver aquí).

Me preocupa mucho más mi convicción (posiblemente equivocada y no muy compartida) de que las razones que han conducido a la repetición electoral no se comprenden en un electorado de izquierdas que se acostó la noche del 28 de abril dando por descontado que en pocas semanas habría un gobierno progresista capaz de poner fin al desmantelamiento de lo público, afrontar los nuevos retos de España en este siglo XXI y frenar la amenaza de una ola neoconservadora dispuesta a atropellar derechos y libertades básicas.

Hemos escuchado ya varias veces a Pedro Sánchez en los últimos días explicar sus motivos para actuar como ha actuado: ¿Se entiende que el 25 de julio ofreciera un Gobierno de coalición, una vicepresidencia y tres ministerios a Unidas Podemos si estaba convencido de que Iglesias, pese a su paso atrás para facilitar el acuerdo, lo que pretendía era dirigir “un gobierno propio dentro del Gobierno”? ¿Se entiende que dejara transcurrir todo agosto y buena parte de septiembre sin intentar directa e intensamente una negociación con su “socio preferente” para convencerle de alguna opción alternativa a la coalición inmediata? ¿Se entiende que, tras la última llamada de Iglesias, en la que éste propuso un “gobierno de coalición revisable” después de un año, con la garantía de apoyo parlamentario durante toda la legislatura, Sánchez no contemplara la posibilidad de una contrapropuesta final en la línea que defendían barones y referentes del PSOE como Zapatero, es decir un acuerdo programático con el compromiso de que, en ese mismo plazo de un año, se estudiara el formato de Gobierno de coalición si hubiera fraguado la confianza suficiente? ¿Se entiende esa insistencia de Sánchez en decir que el 28A obtuvo “un mandato claro” de las urnas para gobernar en solitario cuando todo el mundo sabe que ganó sin mayoría suficiente? En mi opinión no se entiende, salvo que se acepte que Sánchez nunca quiso presidir una coalición con Podemos, mucho menos después de la investidura fallida del 25 de julio, y confiaba en que Iglesias cedería en el último momento a una fórmula a la portuguesa antes de arriesgarse a una repetición electoral. (Decir que “no dormiría por las noches” teniendo ministros “sin experiencia” al frente de Hacienda o la Seguridad Social me parece simplemente ofensivo: para Podemos, para los titulares y funcionarios pasados, presentes y futuros del resto de ministerios y hasta para el propio Sánchez, que tampoco tenía la menor experiencia de gobierno cuando fue aupado a la presidencia mediante una fundada moción de censura a Rajoy).

Hemos escuchado también a Pablo Iglesias explicar detalladamente sus razones para no ceder en la exigencia de gobierno de coalición: ¿Se entiende que no aceptara en julio la oferta de una vicepresidencia y tres ministerios tras haber descolocado por completo a Sánchez asumiendo el veto a su presencia en el Gobierno? ¿Se entiende que en el último minuto y desde la tribuna del Congreso exigiera controlar las políticas activas de empleo a cambio de su voto? ¿Se entiende su negativa a escuchar otras opciones de acuerdo de gobierno distintas a la coalición como le proponían algunos de sus principales socios, como Izquierda Unida, En Comú Podem o Adelante Andalucía? En mi opinión no se entiende, salvo que se acepte que Iglesias nunca creyó que Sánchez preferiría el riesgo de una repetición de elecciones antes que una cesión de última hora como la que se produjo en julio.

Más allá de las apretadas filas de quienes no dejan margen a la duda sobre quién tiene toda la razón, se extiende el vasto territorio de quienes asistimos entre indignados y perplejos a la sucesión de acusaciones mutuas, sin escuchar hasta el momento una sola autocrítica sólida y sincera, que a mi entender no debilitaría la talla política de nadie sino que serviría para contener esa incomprensión que sólo conduce a la incertidumbre o el hartazgo. Conoceremos en estos próximos días algunas encuestas que reflejan dos datos que deberían ser obvios para los líderes políticos del PSOE y Unidas Podemos y para sus asesores de cabecera: un volumen de abstencionistas desconocido hasta ahora y un ganador claro en la batalla entre Sánchez e Iglesias: Íñigo Errejón. También sabremos muy pronto si el líder de Más Madrid da un paso que no quería dar tan pronto, y si lo limita a territorios en los que podría movilizar a sectores muy desencantados tanto entre votantes del PSOE como de Podemos.

Hemos advertido, quizás hasta la pesadez, de cómo iba hirviendo en la calle el magma de la irritación ante la incapacidad de los líderes políticos para gestionar el resultado del 28A. Más pesado resulta ese empeño simplista e interesado en recuperar el bipartidismo como supuesta solución a la inestabilidad (para de paso poner un candado a las reivindicaciones masivas y transversales que asomaron en el 15M). No hay encuesta rigurosa en la que una clara mayoría de españoles no prefiera el pluripartidismo a esa fijación castiza con la alternancia, una especie de Restauración indefinida (ver barómetros del CIS). Lo que se reclama es una gestión inteligente y generosa del multipartidismo, no una negación de la realidad o un retroceso a cualquier tiempo pasado (solo mejor para los mismos de siempre). No es sencillo, entre otras razones porque exige reformas en una arquitectura institucional un tanto oxidada (lo demuestra ese artículo 99 de la Constitución que permite que pasen cinco meses desde unas elecciones hasta un regreso a las urnas por falta de acuerdo), pero es todavía más urgente una “reforma profunda” en la mentalidad de quienes gestionan ese multipartidismo. Mientras nadie sea capaz de demostrar que pone los intereses del país por delante de los de su propio partido costará mucho desbloquear el tablero político. Por cierto, tampoco se cumple escrupulosamente el sacrosanto artículo 99 cuando el rey no tramita “sucesivas propuestas” de candidatos, cuando se permite que un candidato dé la espantada como hizo Rajoy o cuando se dan por disueltas de facto las Cortes aunque aún haya plazo para intentar una investidura, como ha ocurrido esta misma semana.

La frustración colectiva generada por el choque entre las estrategias del PSOE y Unidas Podemos y por la acostumbrada irresponsabilidad de PP y Ciudadanos (siempre firmes en la exigencia de sentido de Estado al prójimo pero mucho más firmes en el ejercicio de un electoralismo descarado) no debería resolverse con la brocha gorda de una reacción antipolítica con ingredientes que desgastan la propia democracia y que sólo benefician finalmente a quienes menos creen en ella. Sonroja escuchar a dirigentes políticos que denuncian el “altísimo coste” de repetir elecciones, pero no anuncian a continuación su renuncia a recibir subvenciones o el compromiso de sostener su partido exclusivamente con las cuotas de la militancia. Si alguien quiere hacer cálculos de coste, incluya por favor el que pagaremos varias generaciones por el retroceso que ya está sufriendo la lucha contra la desigualdad, contra la violencia machista o contra la crisis climática.

Más útil que la proclamación del hartazgo sería declararnos “hartos ya de estar hartos”, como cantaba El Nano. Lo cual, en lugar de conducir a una abstención masiva o un rechazo genérico a la política, tendría que llevarnos a actuar, a fortalecer cada vez más la sociedad civil y la exigencia máxima a nuestros representantes políticos. Por cada decepción, una dimisión. Disculpen que no me sume a ese estridente llamamiento a la abstención que circula por redes, cafeterías y hogares. Yo votaré. Lo que no haré es dar mi voto a quien no se esfuerce lo suficiente para que lo entienda, ni a quien no se comprometa con medidas concretas y creíbles a desatascar un probable nuevo bloqueo, ni a quien no demuestre que pone por delante las prioridades de la ciudadanía a las del partido que lidera.

 

Permítanme que intente huir de ese juego de la culpa al que se han entregado las izquierdas en un esfuerzo autodestructivo que hace salivar a las derechas y a todos aquellos ilustres empresarios, banqueros y ejecutivos mediáticos que no pierden ocasión de reclamar “un gobierno estable” para España, siempre y cuando esa estabilidad se identifique con políticas económicas neoliberales y no basadas en principios progresistas que coloquen como prioridad la lucha contra la desigualdad.

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