Este jueves, 24 de octubre de 2019, quedará reflejado en la historia de España como el día en que los restos del dictador Francisco Franco fueron trasladados desde el Valle de los Caídos hasta el cementerio civil de Mingorrubio, en El Pardo. Será con el tiempo un dato factual, incontrovertible, ajeno a campañas electorales y disputas partidistas. Será entonces lo que debería ser en este minuto exacto: una victoria democrática con casi 44 años de retraso. Un triunfo colectivo, motivo de celebración no sólo para los foros y asociaciones de víctimas del franquismo y en defensa de la memoria sino para cualquier demócrata de verdad, sin distinción de siglas (ver aquí dosier).
El traslado de la momia de Franco (o lo que de ella quede) desde ese mausoleo construido con sudor y sangre de sus propias víctimas hasta la tumba que pueda honrar su familia sin ofender al prójimo era (y es todavía) una magnífica oportunidad para que las derechas españolas demuestren un hálito de modernidad, de liberalismo genuino y de respeto a los derechos humanos. Sin embargo, para no reconocer el mérito del Gobierno de Pedro Sánchez al ejecutar de una vez por todas un compromiso democrático, prefieren despreciar, ignorar o rechazar bajo la acusación de “electoralista” una decisión votada dos veces por el Parlamento con abrumadora mayoría.
Tienen muy poco sentido, vengan de la derecha o de la izquierda, esas acusaciones de “electoralismo” cuando el único reproche que se le puede hacer al Ejecutivo de Sánchez en este asunto es precisamente el de haber puesto fecha con demasiada ansiedad y ligereza a una exhumación que finalmente se practica cuando los tribunales la han permitido. Se han respetado escrupulosamente los derechos individuales y familiares de toda la parentela de un dictador cuya principal peculiaridad respecto a los líderes fascistas que provocaron y perdieron la Segunda Guerra Mundial fue la de resistir en el poder cuarenta años más que sus aliados, para morir en la cama con la convicción de que dejaba “atado y bien atado” un régimen monárquico continuador del suyo. Que su nieto Francis Franco vuelva a llevar el féretro de su abuelo, como ya lo hizo en su ‘primer entierro’ el 23 de noviembre de 1975, es indicativo de que la democracia española no ha podido ser más generosa ni piadosa con quienes jamás demostraron respeto a quienes sufrieron la derrota en una guerra fratricida ni tampoco arrepentimiento alguno por el sufrimiento causado.
En la hipótesis de que Sánchez actúe guiado prioritariamente por intereses electoralistas, cabe pensar que a esos mismos intereses no es ajena la reacción de Casado, Rivera o Abascal, este último indisimuladamente eufórico al encontrarse en esta precampaña con dos ejes en el debate público que no pueden ser más excitantes para el nacionalismo populista español: Franco y la unidad de España supuestamente en riesgo desde Cataluña. Que Vox reaccione como lo que es, la rama ultraderechista que dormitaba dentro del PP hasta hace unos meses, no debería sorprender a nadie con su intento de recoger la antorcha de ese “franquismo sociológico” que aún habita entre nosotros. Que PP y Ciudadanos compitan por un espacio en el que se rozan el populismo xenófobo, el extremismo católico y un autoritarismo castizo más propio de otros siglos es muy preocupante, sobre todo cuando esas ascuas arden también en otros países aprovechando distintas pero no tan distantes frustraciones colectivas.
Esas múltiples acusaciones de electoralismo tendrían que resultar ofensivas para la inteligencia de los electorados de cada bloque ideológico con sus respectivas diferencias internas. Quizás este bucle en el que andamos enredados a cada hora, entre Cataluña y el Valle de los Caídos, sea más mediático que político. Más allá de las variaciones en número de escaños condicionadas por el sistema de circunscripciones y la Ley D’Hont, ¿depende el resultado del 10N del éxito de la exhumación de Franco o de las condenas de los dirigentes independentistas y sus consecuencias? Aunque sea aún pronto para arriesgar vaticinios en estos tiempos de velocidad e incertidumbre, todas las encuestas indican que las próximas elecciones generales no resolverán el bloqueo político salvo que los principales partidos decidan superar sus líneas rojas en lugar de devolver la pelota a la ciudadanía o a los tribunales. Dicho de otro modo, uno duda que la irrenunciable exhumación de Franco aporte un voto más al PSOE o que Ciudadanos pueda recuperar algún crédito sobreactuando ante los incidentes violentos en Cataluña.
La mejor prueba de que este 24 de octubre no quede manchado en la historia como un eslabón más de una campaña electoral sería que la exhumación de Franco no sea el final de una transición democrática condicionada por el miedo sino el principio de una nueva época marcada por la ilusión colectiva. Después de exhumar a Franco es obligatorio redefinir el Valle de los Caídos como centro memorial o como ruinas que el monte se coma, pero en ningún caso puede mantenerse como cenotafio (monumento funerario dedicado a un personaje cuyo cadáver no está dentro). Es necesario apoyar sin complejos y con recursos a las asociaciones de víctimas del franquismo que llevan décadas intentando recuperar a sus desaparecidos, lo cual no es “reabrir heridas” ni mirar al pasado, sino simplemente justicia y dignidad. Es urgente combatir la apología de la dictadura con medidas legislativas concretas que respeten la libertad de expresión pero que no permitan la imposición de relatos falsos sobre la historia de España, menos aún utilizando un solo euro de las arcas públicas. Las generaciones más jóvenes no pueden terminar el bachillerato sin llegar a conocer la cruda realidad que afrontaron sus más inmediatos antepasados.
No se trata sólo de mover el esqueleto de Franco (¡que ya era hora!) sino de perfeccionar la democracia en tiempos suficientemente complejos como para no cargar además con el lastre de asignaturas pendientes de resolver desde hace más de cuarenta años.
P.D. Por si a alguien interesa contrastar discursos parciales o emocionales sobre nuestra historia reciente, me permito recomendar el ensayo que estos días publica el hispanista Paul Preston tras ocho años de trabajo, Un pueblo traicionado. España de 1874 a nuestros días: corrupción, incompetencia política y división social. Lean las páginas 504 y siguientes, para no olvidar que Franco no sólo firmó fusilamientos pocas semanas antes de fallecer, sino que además “murió rico, con una fortuna de unos cuatrocientos millones de euros, a precios de 2015”. Su familia, que ha obstaculizado hasta el último minuto esta exhumación, sigue disfrutando los réditos de un patrimonio ilegítimo.
Este jueves, 24 de octubre de 2019, quedará reflejado en la historia de España como el día en que los restos del dictador Francisco Franco fueron trasladados desde el Valle de los Caídos hasta el cementerio civil de Mingorrubio, en El Pardo. Será con el tiempo un dato factual, incontrovertible, ajeno a campañas electorales y disputas partidistas. Será entonces lo que debería ser en este minuto exacto: una victoria democrática con casi 44 años de retraso. Un triunfo colectivo, motivo de celebración no sólo para los foros y asociaciones de víctimas del franquismo y en defensa de la memoria sino para cualquier demócrata de verdad, sin distinción de siglas (ver aquí dosier).