Son tantas y tan ruidosas las voces que consideran la declaración de Puigdemont desde Bruselas como una especie de segunda temporada del procés, cuyo final sólo admite dos posibilidades: repetición de elecciones o ruptura de España, que vale la pena detenerse por un momento en una visión diferente, que pone el foco en aspectos menos catastrofistas y valora los matices que en esa misma declaración permiten ver la botella de la legislatura (y hasta del futuro de España) medio llena. Y, discúlpenme los numerosos capataces de oficio, no se trata de ingenuidad sino de confianza en el valor de la política no sectaria, que intenta al menos ponerse en la piel del otro antes de ignorarlo.
1.- Es obvio que Puigdemont no se dirige exclusivamente al Gobierno en funciones ni a “los dos grandes partidos españoles”, sino también a su propio electorado, a las filas independentistas, a su directo competidor ERC y a toda la audiencia española e internacional que le ha prestado una atención que era prácticamente nula desde hace mucho tiempo. Conviene no olvidarlo para poder situar cada exigencia y cada mensaje en su exacta intencionalidad (ver aquí el documento íntegro de la declaración).
2.- Que Puigdemont pueda parecerle un lunático a un alto porcentaje de la ciudadanía o que optara por huir a Bruselas en lugar de responder ante la justicia como hicieron otros dirigentes independentistas no debería anular la razón o la sinrazón de sus argumentos. Su legitimidad radica en que sigue liderando una de las dos fuerzas soberanistas catalanas y mantiene su acta de eurodiputado. La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero, de modo que quienes siempre hemos defendido que la sentencia del Tribunal Constitucional de 2010 que liquidó una parte medular de la reforma del Estatut aprobada por el Parlament, por el Congreso de los Diputados y por los catalanes en referéndum fue un verdadero disparate en términos democráticos; o que las ilegalidades cometidas en el Parlament en septiembre de 2017 no justifican la represión del 1 de octubre; o que el auto de la Fiscalía General del Estado que definió como “golpe de Estado” el referéndum ilegal del 1 de octubre y calificó como delito de rebelión lo ocurrido eran un estrambote que remataba la prepotente ceguera con la que el Gobierno de Rajoy había tratado el “conflicto catalán”... tenemos derecho a defender nuestros argumentos al margen de lo que cada cual considere sobre la legitimidad de Puigdemont. Cuando este habla de “los elementos que conforman el conflicto”, alude a algunos de los citados, aunque se le olvidan precisamente otros de los que es directamente responsable: llevó hasta el precipicio de la ilegalidad a miles de personas a las que hizo creer en una proclamación de la independencia que él sabía absolutamente inviable.
3.- La primera de las cuatro “condiciones necesarias” que Puigdemont plantea para “emprender el camino de la negociación” de una investidura es el “reconocimiento y respeto a la legitimidad democrática del independentismo”. Esa legitimidad está en la mismísima Constitución española, que por mucho que se empeñen Vox y en días impares algunos dirigentes y sectores del PP no exige “militancia”, y por tanto no cabe “ilegalizar” a los separatistas, siempre que encaucen por vías legales sus reivindicaciones. La visita y foto pública de Yolanda Díaz a Puigdemont ya es muestra palpable de "reconocimiento", con el consiguiente desgaste político para el Gobierno en funciones. Tiene toda la razón Puigdemont cuando denuncia el espionaje practicado desde órganos del Estado contra grupos independentistas a los que se pretende criminalizar tratándolos como si fueran terroristas. Este punto, a mi juicio, queda ya superado por los acuerdos para la conformación de la Mesa del Congreso, con el compromiso de PSOE y Sumar de reabrir la comisión de investigación sobre la operación Pegasus.
4.- La segunda condición exige “el abandono completo y efectivo de la vía judicial contra el independentismo y los independentistas”. Es el punto más concreto y la clave de todas las exigencias planteadas por Puigdemont, el que incluye una “ley de amnistía” que ampararía no sólo los enjuiciamientos derivados del 1 de octubre sino que su paraguas se extendería hasta los que provocó la consulta del 9 de noviembre de 2014. No se podrá decir que Puigdemont busca exclusivamente su interés personal. Intenta exonerar a centenares de dirigentes, altos cargos y funcionarios aún hoy pendientes de sufrir penas de cárcel o multas por su actuación. Hay incluso directores de colegios imputados por abrir sus instalaciones el 1-O. No hay sorpresa en esta reclamación de Puigdemont. Se conoce desde hace meses y en ella se viene avanzando desde los contactos para la elección de la Mesa del Congreso y desde mucho antes. Todos los implicados conocen la complejidad y los riesgos de esa condición, y asumen que no sólo hay que resolver el debate jurídico acerca de la constitucionalidad o no de una amnistía (ver aquí) sino también (y sobre todo) ganar el debate político que convierte la llamada “desjudicialización” del conflicto en una especie de “trágala” ante el independentismo que la derecha política y mediática convertirá en munición explosiva contra un posible Gobierno progresista.
5.- La tercera condición defiende la “creación de un mecanismo de mediación y verificación” de los acuerdos que se alcancen. Puigdemont basa esa exigencia en la “total falta de confianza entre las partes”, pero cuando lo denomina “mecanismo” cabe interpretarlo lejos de las figuras de un “relator” o una "institución internacional" que serían inaceptables para la democracia española. Cabría acordar el establecimiento de una comisión mixta que fuera comprobando la ejecución de lo acordado.
Estaba tan descontado que Puigdemont justificaría todos sus actos y reclamaría la amnistía como que Feijóo encontraría alguna excusa para dar marcha atrás en su declarada (e incoherente) intención de reunirse con Junts
6.- La cuarta y última exigencia que Puigdemont plantea consiste en “fijar como únicos límites los definidos por los acuerdos y tratados internacionales que hacen referencia a los derechos humanos (individuales y colectivos) y a las libertades fundamentales”. Un Estado democrático no puede ni debe tener el menor problema para asumir como limitación de cualquier política ese cumplimiento de los tratados internacionales. Es más, ojalá se cumplieran en lo que se refiere a las tensiones migratorias, en Ceuta o en Melilla, sin ir más lejos.
7.- No renuncia Puigdemont, como tampoco lo hace Oriol Junqueras (ver aquí), a su objetivo de celebrar en Cataluña un referéndum de autodeterminación, pero sería un ejercicio de ceguera política no poner en valor el hecho de que ni uno ni otro exigen ese compromiso como cuestión previa a la investidura ni plantean un calendario concreto. Lo enclava Puigdemont como “problema de fondo” para cuya solución recupera la propuesta de “un referéndum acordado con el Estado español”. Junqueras y Puigdemont saben perfectamente (como lo saben Feijóo y Abascal, digan lo que digan) que ningún gobierno español facilitará la ruptura de España (ver aquí lo que argumentaba este mismo lunes José Miguel Contreras).
8.- Cuando llevamos años (por no decir más de un siglo) bregando con la cuestión catalana, o mejor las tensiones independentistas, como palanca de puro electoralismo en el resto del Estado, cuesta mucho valorar los movimientos, por leves que sean, en la posición de las partes. Pero lo cierto es que Puigdemont hace hincapié en varios puntos de su declaración en el marco constitucional como referente para las negociaciones. Y no es un matiz menor. “Ninguna de las condiciones previas es contraria a la Constitución…”, defiende tras la exposición de sus exigencias. ¿Acaso no es obvio que los términos de la “conversación” han cambiado radicalmente desde 2017 a hoy? Hace seis años, entre la dirigencia catalana no importaban nada la Constitución ni el Estado, porque se habían situado fuera de ambos marcos. También Urkullu se esfuerza en su propuesta de una etérea “convención constitucional” en encajar su proyecto nacionalista en la legislación vigente (ver aquí). Es importante que todos los actores de este eterno drama español asuman una referencia constitucional obligada a tener en cuenta, ya sea para respetarla o para cambiarla, pero no para ignorar que existe.
Nadie dijo que fuera fácil. Estaba tan descontado que Puigdemont justificaría todos sus actos y reclamaría la amnistía como que Feijóo encontraría alguna excusa para dar marcha atrás en su declarada (e incoherente) intención de reunirse con Junts. Sabíamos también que Felipe González está más cerca de la derecha en su concepción de España que del actual bloque progresista, ese que con sus políticas conciliadoras ha logrado rebajar el apoyo al independentismo catalán en las últimas generales a un 27%, cuando andaba cerca del 43% en abril de 2019 (ver aquí). Y no sabemos, pero intuimos –como apuntaba aquí Cristina Monge– que la actual coyuntura es una oportunidad para que entremos de una vez en el debate sobre el modelo de país que queremos, más allá de las conveniencias y prioridades de una investidura. Si PSOE y Sumar logran los votos suficientes para gobernar, tendrán luego la oportunidad y, quizás, el tiempo suficiente para explicar, argumentar y demostrar que es posible dibujar, 45 años después de la Constitución, una España plural y diversa que no tiene por qué estallar en pedazos, sino que puede funcionar dentro de Europa (no lo olvidemos) como un Estado democrático y moderno que no necesita las porras para defender su legitimidad.
P.D. Por cierto, de toda la vida de dios, cuando se plantean públicamente exigencias para una negociación, significa que se está dispuesto a rebajarlas, en la medida que sea. Un poco de calma, en estos tiempos de ruido y de furia.
Son tantas y tan ruidosas las voces que consideran la declaración de Puigdemont desde Bruselas como una especie de segunda temporada del procés, cuyo final sólo admite dos posibilidades: repetición de elecciones o ruptura de España, que vale la pena detenerse por un momento en una visión diferente, que pone el foco en aspectos menos catastrofistas y valora los matices que en esa misma declaración permiten ver la botella de la legislatura (y hasta del futuro de España) medio llena. Y, discúlpenme los numerosos capataces de oficio, no se trata de ingenuidad sino de confianza en el valor de la política no sectaria, que intenta al menos ponerse en la piel del otro antes de ignorarlo.