Todo lo que sube baja sin remedio en algún momento. Eso le oía decir a menudo a un tío mío con el que todavía sigo, a sus 94 años, compartiendo diálogos y silencios inolvidables frente a la Sierra de Cuera. Esta obviedad encierra una enorme sabiduría a la que por alguna razón misteriosa somos todavía impermeables. Es como aquella teoría de Lavoisier que estudiábamos en el bachillerato de que la materia ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. Igualmente obvia y hasta inquietante, nos empeñamos también en no tenerla en cuenta y nos creemos hacedores y eternos.
Hace unos días un amigo francés me confesaba su inquietud porque ya estaba empezando a detectarse en su país un cierto rebote del impulso solidario tras la matanza en Charlie Hebdo. Un movimiento de retroceso que no se estaba registrando como tal en los medios de comunicación, pero que resulta perceptible para no pocos ciudadanos atentos y conscientes de lo que está pasando.
Apenas dispersas ya las colas para hacerse con uno de los tres millones de ejemplares del último número de la revista, parece ser que hay ya quien empieza a plantearse si la movilización no ha sido excesiva. Charlie Hebdo es una publicación satírica mordaz y radical; resulta incómoda para el “establishment” y no pocos ciudadanos bienpensantes no necesariamente conservadores. El foco que el mundo le ha colocado por la matanza ha servido para canalizar la solidaridad pero también para difundir sus contenidos, lo cual para muchos –y ahí están las reacciones en los países árabes, y hasta Turquía– ha constituido “una ofensa”.
Resulta preocupante que pasada la marea del impacto por la sangre y los disparos, la vuelta a la calma nos vaya a llevar en movimiento pendular de la solidaridad absoluta y el apoyo incondicional a la libertad de expresión, a señalar a Charlie Hebdo como publicación provocadora, y levantar de nuevo barreras de control.
Entiendo que quien dice “Je suis Charlie” lo hace consciente del antes y el después del atentado. Pero ahora no lo tengo tan claro. Las palabras del papa Francisco nos dan una pista en esa dirección más allá de las observaciones de mi amigo francés. Se solidariza con las víctimas del atentado, pero añade lo que ustedes acaban de ver y escuchar. La afirmación de la reacción a la ofensa con el puñetazo no puede ser menos oportuna ni más ofensiva. Acaso tanto para un no violento, sea o no agnóstico, como una caricatura papal en Charlie Hebdo para un católico.
Los dogmas, cualquier dogma, son el principio básico de la intolerancia. La crítica no puede someterse a dogma alguno de tipo moral, ideológico o religioso porque de otra forma no tendría sentido ni energía. Defender la libertad de expresión no sólo es admitir que podemos ser criticados o cuestionados, sino llegar a considerar que quizá nosotros estemos más equivocados que quienes nos critican; otra cosa es hipocresía.
No podemos admitir ahora que baja el entusiasmo “librexpresionista” y solidario que provocó el crimen infame del distrito once de París, que se recomponga y hasta refuerce la otra marea, la de la intolerancia socialmente asumida por una supuesta “necesidad de convivencia”. Del mismo modo que es inaceptable que en nombre de la lucha contra el terrorismo se esté pensando en limitar libertades, entre ellas ésta.
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La libertad de expresión es un valor universal, un derecho ciudadano intocable antes, durante y después de Charlie Hebdo. Sus límites sólo pueden estar en las leyes democráticamente aprobadas y no en las normas dogmáticas de religiones o instituciones por muy mayoritarias que sean.
Cuidado, por tanto, con la aplicación en el caso de esta revista de esa obviedad de que lo que sube baja. No vaya a ser que lo que puede y debe haberse transformado en una toma de conciencia universal sobre el riesgo de la libertad de expresión, vaya a ser una justificación para coartarla.
A mí también me puede molestar lo que digan El Jueves, Mongolia o la brutalmente ácida The Clinic chilena, pero su lápiz, por mucho que indigne –y espero que lo haga por muchos años–, no es comparable ni al terror ni a las normas sociales impuestas e injustas.
Todo lo que sube baja sin remedio en algún momento. Eso le oía decir a menudo a un tío mío con el que todavía sigo, a sus 94 años, compartiendo diálogos y silencios inolvidables frente a la Sierra de Cuera. Esta obviedad encierra una enorme sabiduría a la que por alguna razón misteriosa somos todavía impermeables. Es como aquella teoría de Lavoisier que estudiábamos en el bachillerato de que la materia ni se crea ni se destruye, sino que se transforma. Igualmente obvia y hasta inquietante, nos empeñamos también en no tenerla en cuenta y nos creemos hacedores y eternos.