¡Albricias, Gutenberg sobrevive!

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El pasado sábado estuve en la Feria del Libro de Madrid. Pude acceder con rapidez por una entrada específica para autores –iba a firmar ejemplares de Pólvora, tabaco y cuero, mi última novela, en la caseta de la editorial Huso–, pero la cola del público era monumental. Cientos y cientos de personas esperaban pacientemente veinte, treinta, cuarenta minutos o más para penetrar en el renacido templo madrileño de los libros. Una vez dentro, constituían una multitud razonable –el aforo estaba limitado– y tan enmascarada como manifiestamente gozosa. En todas las conversaciones que sostuve con los amigos que pasaron a saludarme se expresaba la alegría de poder salir a la calle en una jornada tan gloriosa para reconstruir presencialmente el colectivo de lectores.

Reinaba un cierto sentimiento postpandémico, una cautelosa y esperanzada impresión de que la pandemia está ahora tan derrotada –al menos en Europa– como Hitler tras la batalla de Stalingrado y el desembarco en Normandía. Aún se derramó mucha sangre hasta que las tropas aliadas llegaron a Berlín y el Führer se suicidó en su bunker, pero, a partir de esas dos sonoras debacles, los nazis tan solo retrocedieron en dirección a su propia capital. La vacunación, me dijo un amigo perspicaz, ha sido el Stalingrado y la Normandía del covid 19. Europa aún conocerá rebrotes y nuevas variantes, las regiones del mundo más pobres atravesarán períodos duros o muy duros, pero la amenaza del coronavirus ya no será la de la primavera de 2020.

La vida puede y debe comenzar a recuperar sus derechos; la compra presencial de libros y el encuentro directo con sus autores pueden y deben recuperar sus derechos, como está ocurriendo en esta preotoñal Feria del Libro madrileña. Las librerías, sobre todo las pequeñas, han sufrido mucho en la pandemia, algunas incluso han desaparecido. Pero las supervivientes tienen ahora la oportunidad de encontrar fórmulas para hacerse atractivas –y hasta imprescindibles– al amplio sector del colectivo de lectores al que le sigue gustando mucho ojear los mostradores y los anaqueles. No sería mala cosa, por cierto, que las autoridades las consideraran tan esenciales, tan servicio público básico, como han considerado las terrazas de los bares.

El colectivo español de lectores es minoritario, bien lo sé. Más minoritario que en Francia, pero ha aprovechado bien la pandemia de coronavirus. Ayer mismo Clara Morales informaba en este diario de que, de todas las industrias culturales españolas, la del libro es la que mejor ha resistido al coronavirus. No solo no ha sufrido los desplomes del teatro, el cine o los conciertos –víctimas propiciatorias de confinamientos, cuarentenas y toques de queda–, sino que, salvo en el caso de los libros de texto, ha conocido un ligero aumento. Los lectores españoles parecen haber aprovechado la ocasión que les brindaban las muchas horas pasadas obligatoriamente en casa no solo para releer, sino también para comprar y leer obras nuevas.

El valor del libro como fuente de conocimiento y placer ha quedado reafirmado en este largo y penoso período de limitación de la libertad de movimientos. También –y mucho– el de instrumento de viaje. No podíamos poner los pies aquí o allí, pero, de la mano de los escritores, podíamos hacerlo mental y espiritualmente desde el sofá o la cama de nuestra casa. Las cifras manejadas por Clara Morales permiten constatar que cientos de miles de españoles no se limitaron durante la pandemia a ver maratones de series o aprender cómo hacer galletas. Es una buena noticia para los que pensamos que, mientras haya gente que lea, es posible la esperanza.

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Ya comprobamos alegremente a lo largo de toda la segunda década de este siglo que el libro en papel resistía mucho mejor la digitalización que la prensa de papel. No se han cumplido las predicciones de los que profetizaban que ahora ya nadie los usaría para abordar tratados, ensayos o novelas, que todos los lectores se habrían pasado al formato electrónico. Se ha demostrado que el libro en papel es uno de esos inventos de los que la humanidad no quiere desprenderse por mucho que haya otros más nuevos, como ocurre con las marionetas, el teatro o el baile. Y ahora, saliendo de la pandemia, comprobamos que la gente que lee ha seguido haciéndolo.

Hay miles de obras apetitosas en la actual Feria del Libro de Madrid. Pero permítanme terminar recomendándoles a los directivos de las compañías eléctricas, y a sus voceros en los partidos de derechas, la adquisición y lectura de la Constitución Española de 1978, que, en su artículo 128, hace plenamente legal “la intervención de empresas cuando así lo exigiere el interés general”. Me da la impresión de que esa gente lee poco, si acaso los manuales de Administración de Empresas que sacralizan la maximización de los beneficios privados, aun a costa del interés general. Y ya puestos, a esa gente, y a algunos del centroizquierda cobardica, les aconsejaría también que leyeran los tratados de la Unión Europea, que en ninguna parte prohíben la existencia de empresas públicas de generación de electricidad, como las que, de uno u otro modo, existen en Francia, Italia, Holanda o Suecia.

Hablando de buena parte de nuestros políticos y tertulianos televisivos, una amiga me dijo el sábado en la Feria del Libro de Madrid con tono apesadumbrado: “Es que se les nota mucho que no leen nada”. Pues sí, se les nota mucho.

El pasado sábado estuve en la Feria del Libro de Madrid. Pude acceder con rapidez por una entrada específica para autores –iba a firmar ejemplares de Pólvora, tabaco y cuero, mi última novela, en la caseta de la editorial Huso–, pero la cola del público era monumental. Cientos y cientos de personas esperaban pacientemente veinte, treinta, cuarenta minutos o más para penetrar en el renacido templo madrileño de los libros. Una vez dentro, constituían una multitud razonable –el aforo estaba limitado– y tan enmascarada como manifiestamente gozosa. En todas las conversaciones que sostuve con los amigos que pasaron a saludarme se expresaba la alegría de poder salir a la calle en una jornada tan gloriosa para reconstruir presencialmente el colectivo de lectores.

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