Me está gustando mucho la lucidez y la independencia con la que Noam Chomsky analiza, a sus 93 años, la guerra de Ucrania. Escribo la avanzada edad del intelectual estadounidense y de inmediato me doy cuenta de que esta es, precisamente, una de las razones por las que su juicio me está resultando tan interesante. Chomsky no opina desde la unánime fogosidad televisiva de la mayoría de los políticos, periodistas y comentaristas occidentales, lo hace desde la sabiduría de una larga experiencia. El otro día, en una entrevista publicada en español por CTXT, declaraba: “Centrémonos en impedir la guerra nuclear en lugar de debatir sobre la ‘guerra justa’”.
Se ha impuesto en las capitales occidentales un discurso, a lo Winston Churchill, de sangre, sudor y lágrimas hasta lograr la rendición incondicional de la pérfida Rusia de Putin. Semejante épica sería admisible si no fuera por la existencia de una diferencia capital entre la invasión alemana de Polonia en 1939 y la invasión rusa de Ucrania en 2022: Hitler no tenía armas nucleares, Putin sí las tiene. En la citada entrevista, Chomsky se pregunta si los que proponen llegar hasta el final en el castigo a Putin, incluyendo la opción bélica, son conscientes del riesgo existencial que esto supone para la humanidad.
Viví casi cuarenta años en un mundo dominado por la Guerra Fría y la posibilidad de una guerra nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética que nos mandara a todos al carajo. Se hacían entonces películas de humor negro como Teléfono rojo, ¿volamos hacia Moscú? (Dr. Strangelove), de Stanley Kubrick, que recordaban la verosimilitud de que un malentendido, la dramatización de un incidente menor o la chaladura de un militar desataran el Apocalipsis. No era mera ficción, no. La humanidad estuvo al borde del abismo en 1962, con la crisis de los misiles de Cuba.
Tuvimos la suerte de que Kennedy y Kruschev reaccionaran con cordura a esa crisis, comprendieran que un enfrentamiento militar entre Washington y Moscú supondría la Mutual Assured Destruction (la destrucción mutua asegurada, MAD). Lo contó una muy didáctica película de 1983 llamada Juegos de guerra (War Games). En aquella peli, una supercomputadora del Pentágono se pone a imaginar todos los escenarios de un conflicto bélico entre las dos grandes potencias nucleares y llega a la conclusión de que ese juego es muy aburrido porque no hay ganador posible.
¿Entonces? Pues, entonces, nuestros políticos tienen que ponerse a trabajar. No solo a soltar soflamas contra Putin y anunciar sanciones económicas contra él, sus amigos oligarcas y hasta sus hijas: deben ponerse a currar veinticuatro horas al día, siete días a la semana, en busca de un alto el fuego inmediato, para acallar las armas, detener el sufrimiento del pueblo ucraniano e impedir una escalada del conflicto que nos abrase a todos. A eso siempre se le ha llamado diplomacia, y es lo que impidió que la Guerra Fría desembocara en un intercambio de misiles nucleares.
Entiendo que a Estados Unidos le venga bien la prolongación del conflicto. Debilita así a Rusia, recupera su tutela sobre la asustada Europa, se harta de vendernos armas, gas, petróleo y lo que sea menester. Me parece, en cambio, suicida la pasividad diplomática de Europa. Me gustaría ver a Ursula von der Leyen y Josep Borrell dando menos ruedas de prensa en Bruselas y viajando más a los lugares que pueden aliarse con Europa en la búsqueda de un alto el fuego y un primer acuerdo, por provisional que sea, entre Moscú y Kiev. Me refiero, para empezar, a Turquía y China.
No sirve para mucho salir en la tele rasgándose las vestiduras ante la brutalidad de Putin. Serviría más que Europa fuera el motor –o lo intentara, al menos– de lo que Chomsky llama un “programa constructivo” para “poner fin al horror”. No nos hagamos los tontos, todos sabemos cuáles podrían ser las líneas generales de ese programa. La neutralidad militar de Ucrania, su no incorporación a la OTAN, en primer lugar. Algo, por lo demás, ya aceptado por Zelensky. “Todo el mundo entiende que México no puede unirse a una alianza militar dirigida por China, colocar armas chinas apuntando a Estados Unidos y realizar maniobras militares con el Ejército Popular de Liberación”, dice Chomsky. En segundo lugar, algún tipo de autonomía o federalismo para el Donbás, de mayoría rusófona y rusófila, en el espíritu de Minsk II.
¿Supondría esto una victoria absoluta de Putin, un premio a su violencia? En absoluto. El acuerdo a alcanzar debería consagrar tanto la independencia de Ucrania como abrir el camino para su integración en la Unión Europea. Aunque la propaganda atlantista lo oculte, se puede formar parte de la Unión Europea sin estar en la OTAN. Tal es el caso de Austria, Finlandia y Suecia. Distinguir entre churras y merinas es importante cuando se habla de geopolítica.
La única posibilidad de ganar en cualquier escenario bélico nuclear es no jugar, concluye la supercomputadora de War Games. Así que propone a su creador una mucho más entretenida partida de ajedrez. Creo que la guerra de Ucrania está pidiendo a gritos una partida de ajedrez diplomático.
Me está gustando mucho la lucidez y la independencia con la que Noam Chomsky analiza, a sus 93 años, la guerra de Ucrania. Escribo la avanzada edad del intelectual estadounidense y de inmediato me doy cuenta de que esta es, precisamente, una de las razones por las que su juicio me está resultando tan interesante. Chomsky no opina desde la unánime fogosidad televisiva de la mayoría de los políticos, periodistas y comentaristas occidentales, lo hace desde la sabiduría de una larga experiencia. El otro día, en una entrevista publicada en español por CTXT, declaraba: “Centrémonos en impedir la guerra nuclear en lugar de debatir sobre la ‘guerra justa’”.