Damasco, en el olvido

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El mundo, la mayoría de él, ha encontrado una cómoda coartada para desinteresarse del drama sirio, si es que alguna vez llegó a interesarse. Es un asunto muy complejo, dice la opinión corriente. Puede que empezara como una rebelión juvenil por la libertad y la dignidad, como las tunecina y egipcia, pero ha ido adoptando unos tintes bélicos y sectarios muy desagradables, añade. Y, además, concluye, el régimen de los Asad es, sin duda, tiránico, pero ¿sería mejor un gobierno de los Hermanos Musulmanes en su lugar?

Todo esto tiene cierta base de verdad, como todos los estereotipos, y sirve para seguir sosteniendo con la conciencia más o menos tranquila una política de no intervención dos años después de comenzada la rebelión siria. Oculta, sin embargo, un hecho esencial: los rebeldes sirios, demócratas, islamistas o mediopensionistas, representan a un muy amplio sector del pueblo sirio que no quiere soportar ni un segundo más un despotismo que, primero con Hafez el Asad (1970-2000) y luego con su hijo Bachar, se prolonga desde hace más de 40 años. Quiere decidir el futuro de su país en democracia, quiere que las urnas decidan quién gobierna.

Entretanto ya han muerto 70.000 sirios, ni que decir tiene que la mayoría civiles, según la ONU. Y unos 3 millones de sirios han tenido que dejar sus hogares: 1 millón para refugiarse en países vecinos, 2 millones en otros lugares de su patria.

Es triste que haya tenido que producirse el secuestro de 21 cascos azules de la ONU en los Altos del Golán para que Siria volviera durante unos instantes a las portadas. Triste por el secuestro en sí, un procedimiento inaceptable por mucho que la desesperación haya motivado a los rebeldes sirios que lo han cometido. Y por el hecho de que ya sólo las bajas extranjeras consiguen cierta atención internacional.

Las capitales occidentales siguen mareando la perdiz. Frente al apoyo de Irán y Rusia a los Asad, y el de Catar y Arabia Saudí a la facción islamista de los rebeldes, los líderes de Francia, Reino Unido y Estados Unidos se contentan con anunciar que van a incrementar su ayuda –defensiva o humanitaria, en ningún caso armamento equiparable al de sus rivales- a las “fuerzas moderadas democráticas” que combaten a los Asad.

En la primavera de 2011, al comenzar las protestas juveniles democráticas en Siria, Bachar y los suyos optaron por reprimirlas con crueldad. Desencadenaron contra los opositores no sólo a sus esbirros de los servicios secretos, fuerzas policiales y milicias alauíes, sino también toda la potencia de fuego de las mejores unidades de sus Fuerzas Armadas. A diferencia de Gadafi, tenían apoyos regionales –el Irán de los ayatolás y el Hezbolá libanés- e internacionales –Rusia y China-. Contaban con que esos apoyos lograrían bloquear los siempre tímidos intentos de la comunidad internacional por detener violaciones masivas de los derechos humanos.

Acertaron en esto último. Pero calcularon mal la fortaleza de sus enemigos. Para empezar, la valentía y tenacidad del pueblo sirio, cuyas manifestaciones iniciales fueron dando paso a una acción guerrillera cada vez más osada. Y luego, la peculiar coalición de países árabes o musulmanes que, cada cual por sus propios motivos, sostiene a los opositores y guerrilleros rebeldes: una Turquía decidida a no tener como vecino a El Asad, y un Catar y una Arabia Saudí también empeñados en la caída de su régimen y simpatizantes con las posiciones de los Hermanos Musulmanes.

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Durante un momento pareció que el tirano sirio correría la suerte de sus colegas Ben Alí, Mubarak, Gadafi y Saleh, y se convertiría en el quinto as del repóquer de tiranos derrocados por la Primavera Árabe. Pero hasta ahora ha conseguido evitarlo por el procedimiento de llevar el conflicto allí donde quería: una guerra civil extremadamente desigual y de crecientes tintes confesionales.

Los jóvenes que desencadenaron las revueltas proponían una Siria democrática donde todas sus comunidades tuvieran garantizados sus derechos. Tiroteados a placer por las fuerzas del régimen, los manifestantes callejeros fueron haciéndose menos visibles, a la par que los guerrilleros rebeldes fueron asumiendo el protagonismo. La rebelión ha ido así adoptando el cariz de un combate militar mayoritariamente suní contra el gobierno opresivo de la minoría alauí. Además, los Hermanos Musulmanes han ido ganado peso e incluso se han sumado a la melé elementos de Al Qaeda.

A estas alturas sólo es posible asegurar un par de cosas. La primera: la militarización y sectarización han ido ensombreciendo el inicial objetivo democrático y multiconfesional. La segunda: sigue siendo muy difícil imaginar que Bachar el Asad muera a edad avanzada en el poder como su padre Hafez.

El mundo, la mayoría de él, ha encontrado una cómoda coartada para desinteresarse del drama sirio, si es que alguna vez llegó a interesarse. Es un asunto muy complejo, dice la opinión corriente. Puede que empezara como una rebelión juvenil por la libertad y la dignidad, como las tunecina y egipcia, pero ha ido adoptando unos tintes bélicos y sectarios muy desagradables, añade. Y, además, concluye, el régimen de los Asad es, sin duda, tiránico, pero ¿sería mejor un gobierno de los Hermanos Musulmanes en su lugar?

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