Las universidades públicas, “marca Madrid” Cristina Monge

Para mí, Mario Vargas Llosa será siempre tres cosas: la sonrisa, los modales y la generosidad. La cuarta, ser uno de los grandes novelistas de su tiempo, lo fue y lo será para cualquiera a quien le guste la mejor literatura. Nombras La fiesta del chivo, La guerra del fin del mundo, La tía Julia y el escribidor, La casa verde o La ciudad y los perros —por citar sólo algunas de las obras que demuestran que le gustaban los títulos que empiezan por el artículo “la”, como yo solía recordarle en broma— y todo lector de buen paladar sabe que estás hablando de un autor imprescindible. Con su partida, se acaba el boom latinoamericano, ese fenómeno casi sobrenatural que nos hizo tan felices a quienes saltábamos de una obra suya a un libro de cuentos de Julio Cortázar, de Gabriel García Márquez a Juan Carlos Onetti, Juan Rulfo, Carlos Fuentes y tantos otros que llenaron la vida de millones de personas de realismo mágico y ciudades inventadas y nos pusieron a algunos en la cabeza el sueño de ser escritores. Pensar que ninguno de ellos vive ya provoca una gran sensación de vacío.
La risa de Mario era única, explosiva. Es célebre la broma de su amigo Onetti, a quien dedicó un ensayo magnífico, El viaje a la ficción, cuando alguien le preguntó por qué no se arreglaba un poco la dentadura, maltratada por décadas de tabaco y alcohol: “Lo he intentado”, respondió, “pero todos los dientes los tiene Vargas Llosa”. Él se reía cuando se contaba esa anécdota en su presencia, como se reía de tantas cosas, porque he conocido a pocas personas con su tendencia a la carcajada, a la falta de solemnidad, a la celebración, algo que probablemente sorprenda a quienes tienen una idea de él como alguien serio y cariacontecido, esos que lo ven como un hombre de carácter severo e institucional. En la distancia corta era todo lo contrario, agradecía que no te lo tomases tan en serio y, por encima de todo, que le hablases de literatura y no de política. Recuerdo un largo viaje en avión y con escala que hicimos juntos y en el que no paró un segundo de contarme historias divertidísimas de Augusto Roa Bastos, José Donoso o Elena Garro y Octavio Paz. Iba leyendo —o lo intentaba, porque no le dejé—, la última novela por entonces de Luis Landero, y también charlamos sobre los narradores de esa generación, que él, curioso infatigable, conocía bien, porque en ese terreno le gustaba saberlo todo. Una de sus últimas publicaciones, La mirada quieta (de Pérez Galdós), lo retrata: al leerlo, me sorprendió que confesara en ella no haber leído hasta poco antes mucho más que Fortunata y Jacinta y, a continuación, fuese dando impresiones de lectura de cada una de sus obras. ¿Era posible que, a su edad, se las hubiese leído del tirón, que necesitase llenar ese hueco de tantos miles de páginas? Pues sí, lo era y él mismo me lo confesó la última vez que lo vi, que fue cuando asistió a la presentación de un libro de poemas de su amiga Soledad Álvarez que hice en Madrid. Esa noche él ya estaba regular de salud, tenía el rostro demacrado y se ayudaba de un bastón, pero su aspecto era intachable y el deseo de acompañar a una persona cercana, con la que le unían muchas cosas, fue más fuerte que su evidente debilidad. Eso sí, no se vino luego a la cena. Le acompañé al coche que lo esperaba y le di un abrazo que me supo a despedida.
He conocido a pocas personas con su tendencia a la carcajada, a la falta de solemnidad, a la celebración, algo que probablemente sorprenda a quienes tienen una idea de él como alguien serio y cariacontecido
Hablaba al principio de la risa y de la generosidad. Cuando le otorgaron el Premio Nobel, anunció que no haría más actos hasta después de la ceremonia de entrega: tenía que preparar el discurso, atender obligaciones sin fin… El problema para mí fue que tenía apalabrada una entrevista en público con él en Granada, en el teatro Isabel la Católica y dentro de las actividades del Festival Internacional de Poesía de la ciudad. No ocultaré que fue necesaria la insistencia y tuve que recurrir a la complicidad de su entonces secretaria personal, Verónica Ramírez, pero el final fue feliz: Mario fue a Granada, tuvimos la conversación ante un auditorio multitudinario y hasta un momento delicado: al llegar, nos pusieron los correspondientes micrófonos y nos dejaron a solas en un camerino, donde por fortuna nos pusimos a hablar de fútbol. Al rato, apareció uno de los responsables de la organización, pálido y haciendo aspavientos: “¡Callen, por Dios, callen, que les dejaron los micros abiertos, iba el alcalde a decir una palabras sobre el terremoto de Lorca y se les está oyendo todo!” Menos mal que no nos dio por hablar de cosas peores…
Pero lo peor y lo mejor estaban por llegar. Meses antes, cuando ultimábamos la visita, lo único que me pidió fue que los lleváramos a él y a su esposa Patricia a ver flamenco de verdad, no para turistas, quizá a algún local del Sacromonte. Se lo dije a los poetas Fernando Valverde y Daniel Rodríguez Moya, que eran los directores del festival, y me dieron su palabra de que sería complacido. Pero el caso es que ellos tenían otros planes: me habían preparado una fiesta sorpresa de cumpleaños en un bar al que vamos desde hace más de cuarenta años, La Tertulia, e incluso habían editado un tomo no venal con textos de amigos: Almudena Grandes, Joaquín Sabina, Luis García Montero, Chus Visor y todos los demás sospechosos habituales. El problema era: ¿quién se lo decía a Vargas Llosa? Al final, mientras a mí, con no sé qué disculpas, me llevaban a otro lado para despistarme y que al entrar en el local me los encontrara allí, se atrevió mi mujer, María. “Oye, pero, ¿tú sabes adónde vas?”, le preguntó, en plena calle. “¡Sí, claro! Al Sacromonte, a oír flamenco”. Le explicó que no y le contó lo que habían tramado Valverde y Rodríguez Moya. “¡Cómo! ¿Una fiesta de cumpleaños?”, preguntó Mario. Patricia torció el gesto. Los presentes contuvieron el aliento. “¿Y él no lo sabe?”, siguió Vargas Llosa. La gente seguía sin respirar. “¡Qué divertido! ¡Pues vamos para allá!”, dijo el maestro. Y fue una noche memorable, todo el mundo riendo y bebiendo, Sabina cantando canciones de Lole y Manuel, los chicos del grupo Pereza, Leiva y Rubén, con los que yo actuaba al día siguiente en la Huerta de San Vicente, miraban con ojos como platos aquel jolgorio donde todo era felicidad y compañerismo. Siempre que piense en Mario Vargas Llosa lo veré allí, pasándoselo en grande.
Y he hablado de los modales. Mario era un auténtico caballero, siempre amable, siempre agradecido ante cualquier pequeño detalle. Guardo una carta suya preciosa que me envió cuando escribí en infoLibre sobre su libro Medio siglo con Borges y muchas dedicatorias cariñosas en sus obras y siempre que te encontrabas con él tenía una palabra cortés sobre algún libro tuyo que le habías mandado, algún artículo o algo que le habían contado que dijiste sobre él, como si quisiera rebajar la admiración extrema que sabía de sobra que siempre le tuve. “Tú eres el único que habla sobre mi novelita policiaca ¿Quién mató a Palomino Molero? ¡Ese libro y mi teatro sólo nos gustan a ti y a mí!”, ironizó un día, soltando otra de sus sonoras carcajadas. Lo del teatro lo decía por una entrevista que le hice en su casa para un programa de televisión en el que hablamos exclusivamente de su trabajo como dramaturgo.
“A mis amigos no les pido que piensen como yo: les pido que me quieran”. Dije eso para responder a alguien que quiso utilizar a Mario contra Almudena, tras la muerte de esta. Yo puse en las redes una fotografía de la famosa fiesta de Granada, en la que se nos ve a los amigos, y en primer plano a ellos dos, aplaudiendo y jaleando a dúo. El encizañador no habría leído el texto que escribió Vargas Llosa sobre ella, ni sabe del ramo de flores que ella le mandó en señal de gratitud; y, por supuesto, no comprenderá que las diferencias ideológicas entre dos personas decentes ocupan su lugar, pero no pueden separar lo que unen la admiración, la complicidad y el cariño. Eso sí, me temo muy seriamente que algunos de los que lo adularon en vida ahora vengan a criticarlo con una bandera en la mano. Al tiempo.
Yo al narrador hipnótico que es Mario Vargas Llosa lo echaré de menos, como tantos millones de lectores alrededor del mundo, y hoy, 14 de abril de 2025, me hace daño pensar que no puedo ya esperar otra de sus creaciones, que siempre he devorado en cuanto eran publicadas. Pero extrañaré más aún al hombre de carne y hueso —el joven cadete, como lo llamábamos siempre Sabina y yo— que tuve la inmensa fortuna de conocer y en cuya compañía les aseguro que no recuerdo haber pasado un minuto carente de interés. Te vamos a echar mucho de menos.
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