El 8 de marzo del pasado año me acordé mucho de mi madre. Andaba por Málaga por motivos que no vienen al caso y solo encerrándome en la caja acorazada de un banco hubiera podido evitar enterarme de la excepcionalidad de la jornada. Desde la mañana hasta bien caída la noche, las calles malagueñas fueron una sucesión de desfiles de mujeres exigiendo la plena igualdad de derechos y condenando la violencia específica de la que es víctima su género. Al principio las participantes se contaban por decenas, luego pasaron a ser centenares y al final de la jornada terminaron formando una marea de miles, muchos miles.
No tuve, por supuesto, la menor tentación de recluirme en ninguna parte. Al contrario, me sumé en un par de ocasiones a las marchas. No fui el único varón que lo hizo, los hombres éramos bienvenidos por aquellas mujeres alegres y combativas. Noté que dos generaciones eran mayoritarias entre ellas: la de los quince a los treinta años de edad y la de los sesenta a los noventa, es decir, la generación de mis hijas y la de mi madre. Pensé que, de seguir en vida, mi madre se habría sumado con entusiasmo a aquella jornada festiva y reivindicativa. Tras haber padecido durante su juventud y buena parte de su vida adulta la discriminación agravada que supuso el franquismo para las españolas, fue una feminista activa en sus últimos años de su existencia.
Sonreí apreciativamente ante dos de los lemas de aquellas manifestaciones malagueñas del 8-M, los dos exhibidos por chavalas con los rostros jovialmente pintados. Uno decía: “Somos las nietas de las brujas que no pudisteis quemar”. Me encantó esa conexión lírica entre las actuales luchadoras por la igualdad y las que lo hicieron en tiempos oscurísimos. Innumerables mujeres fueron quemadas durante siglos tan solo por querer hacer las mismas cosas que los hombres.
El otro lema que me pareció muy ingenioso era este: “Quisieron enterrarnos, pero no sabían que éramos semillas”. Le encontré una sabiduría telúrica. Sí, la mujer es semilla y es tierra, es la vida y su renacimiento. Antes de que el monoteísmo de Abraham impusiera la dictadura de ese dios único, masculino y misógino adorado por judíos, cristianos y musulmanes, muchos pueblos tenían a la diosa madre en el primer lugar de sus panteones politeístas.
En mi santoral privado, junto a Espartaco, Jefferson y Bakunin, figuran muchas mujeres pioneras en defender una idea que de tan lógica tendría que ser indiscutible: la humanidad no puede ser mínimamente libre y justa si condena de antemano a la mitad de ella a la servidumbre, la arbitrariedad y la violencia. Las cito ahora a vuelapluma, sin ánimo de ser exhaustivo. Empezaré con la francesa Olympe de Gouges, que en 1791 escribió la primera Declaración de los Derechos de la Mujer y la Ciudadana (los miembros de la Asamblea Nacional revolucionaria, todos varones, habían aprobado dos años antes la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano). Y seguiré con las también francesas Louise Michel, maestra, poeta y dirigente de la Comuna de París de 1871, y Simone de Beauvoir, autora de El segundo sexo.
En España, la Segunda República permitió que mujeres de esta estirpe libertaria fuera conocidas por el gran público. Clara Campoamor y Victoria Kent son para mí admirables y no creo que ahora valga la pena escarbar en la herida de sus discrepancias a propósito de la oportunidad del voto femenino. Como lo son la comunista Dolores Ibárruri, la anarquista Federica Montseny y los miles de mujeres que, en los primeros compases de la Guerra Civil, se fueron a pegar tiros al frente en calidad de milicianas.
En el mundo anglosajón, me vienen a memoria la precursora Mary Wollstonecraft, las sufragistas inglesas de comienzos del siglo XX y las norteamericanas Eleanor Roosevelt, Betty Friedan y Angela Davis. Y en el mundo árabe, donde, aunque alguno no lo sepa, el feminismo tiene décadas de existencia, las egipcias Huda Shaarawi y Nawal el-Saadawi, la libanesa Fay Afak Kanafany y la marroquí Fatima Mernissi.
Si heroísmo es hacer cosas extraordinarias en circunstancias muy difíciles, todas ellas fueron heroínas. Y también millones de mujeres célebres o anónimas de ayer y de hoy. Incluida mi madre.
El 8 de marzo del pasado año me acordé mucho de mi madre. Andaba por Málaga por motivos que no vienen al caso y solo encerrándome en la caja acorazada de un banco hubiera podido evitar enterarme de la excepcionalidad de la jornada. Desde la mañana hasta bien caída la noche, las calles malagueñas fueron una sucesión de desfiles de mujeres exigiendo la plena igualdad de derechos y condenando la violencia específica de la que es víctima su género. Al principio las participantes se contaban por decenas, luego pasaron a ser centenares y al final de la jornada terminaron formando una marea de miles, muchos miles.