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Zapatero

Estas últimas semanas, a punto de cumplir los 65 años, he tenido que afrontar una enfermedad de las consideradas graves. He podido salir del trance, no se preocupen; si lo traigo a colación es tan solo porque circunstancias de este tipo son propicias a largas reflexiones y quizá alguna de ellas merezca ser compartida en público.

He corroborado una convicción durante mi enfermedad: no hay ningún motivo para entristecerse, culparse o avergonzarse por el hecho de envejecer físicamente. Lo natural es que llegue el momento en que tu pelo encanezca, tu rostro se arrugue, tus articulaciones rechinen y los achaques te obliguen a ir al médico cada dos por tres. Que ocurra esto solo prueba que has vivido bastante tiempo, algo que no ha estado al alcance de toda tu generación. Debes felicitarte, pues, por haber llegado hasta aquí.

Lo triste, lo vergonzoso, lo evitable es envejecer moral e intelectualmente. Convertirse en un viejo gruñón que pontifica que cualquier tiempo pasado fue mejor, que despotrica de oficio de los jóvenes que protagonizan el presente, que ve un gran peligro en cualquier novedad o aventura, que se pone a temblar ante la menor alteración del orden, de la rutina, de lo existente. Esto es envejecer mal, muy mal.

La política española de las últimas semanas ha dado ejemplos notorios de senectud y hasta decrepitud de espíritu. Me refiero a esos abuelos del PSOE que han sumado sus grititos histéricos a los de la derecha y la ultraderecha ante la mera posibilidad de que su partido forme un gobierno de izquierdas con Unidas Podemos, y ya no digamos si ello cuenta con el apoyo de Esquerra Republicana de Catalunya. Son los Alfonso Guerra, Felipe González, Juan Carlos Ibarra, Joaquín Leguina, Rosa Díez y compañía, cuyas voces son imposibles de distinguir de las de Aznar, Santiago Abascal, el cardenal Cañizares, los capos de la patronal, Ana Rosa Quintana y otros Federico Jiménez Losantos cuando auguran terribles desgracias para España de consumarse tal gobierno, empezando por la quiebra de su economía, siguiendo por la ruptura de su sagrada unidad y terminando quizá con el incendio de sus iglesias y conventos.

Tiene bemoles que gente que se dice progresista participe con tanta vehemencia en la propaganda justificadora de un posible golpe de Estado 2.0 de materializarse un gobierno PSOE-Unidas Podemos. Y que no se alarme lo más mínimo al verse tan ovacionada por el diario Abc, que, por cierto, ya estaba en la conjura del golpe 1.0 de 1936. Aunque, bueno, quizá quepa otra explicación al asunto, quizá ninguno de ellos haya sido nunca verdaderamente progresista, quizá solo hayan sido conservadores furtivos a los que largas vidas de prebendas han terminado por desenmascarar.

En contraste con tales carcamales, su correligionario José Luis Rodríguez Zapatero está demostrando en los últimos tiempos un espíritu bastante juvenil. El mejor ZP, el que osó enfrentarse al emperador Bush al retirar las tropas de Irak y al papa Juan Pablo II al legalizar el matrimonio gay, reaparece al confesar que él desea un acuerdo entre el PSOE y Unidas Podemos, y que ha trabajado en ese sentido. Y al afirmar que lo de Cataluña no tiene otra solución que un diálogo donde todas las partes puedan plantear abierta y sinceramente sus alternativas.

Por supuesto, el felipismo, la derecha y la ultraderecha, que siempre le han tenido mucha tirria, le han puesto a caldo por decir lo de Cataluña. España sigue siendo ese país donde, como decía Machado, nueve de cada diez cabezas embisten y solo una piensa. ¿Es que dialogar sobre algo quiere decir concederlo? No. ¿Es que plantear tu alternativa quiere decir que te la aprueben? No. A la cabeza que piensa le resulta obvio que Zapatero no está proponiendo la independencia de Cataluña. Solo está sugiriendo que una buena fórmula para que los independentistas (o parte de ellos) rebajen sus pretensiones es escucharlos con respeto. Sabe de lo que habla: él desactivó el Plan Ibarretxe al permitir en 2005 que fuera expuesto en el Congreso.

A lo largo de este otoño, Zapatero ha pedido una “reacción democrática” contra las falsedades sobre las Trece Rosas del fascista Ortega-Smith. Se ha felicitado por la salida de Franco del Valle de los Caídos con una fórmula exquisita: “Hoy damos un salto muy importante para una democracia más perfecta”. (Sí, la democracia española, cualquier democracia, es mejorable). Ha acertado al calificar de “golpe de Estado” lo ocurrido en Bolivia (los militares exigiendo la dimisión del presidente). Y ha constatado lo que es un hecho objetivo: que Arnaldo Otegui, hubiera hecho lo que hubiera hecho antes, desempeñó un papel decisivo en el final de ETA.

Trabajé con él dos años en la Moncloa y jamás me he arrepentido. Aunque luego tuviéramos nuestras diferencias acerca de su respuesta a la Gran Recesión, el ZP con el que pasé cientos de horas entre 2004 y 2006 era un tipo valiente y con criterio propio. Lo sigue siendo cuando está cerca de cumplir los 60 años. Seguro que compartirá esta opinión que se le atribuye a García Márquez: “No es cierto que la gente deje de perseguir sus sueños porque envejece, más bien envejece porque deja de perseguir sus sueños”.

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