Todos nos hemos metido en un jardín en alguna ocasión. A mí, por ejemplo, me delata el rubor, porque cuando soy consciente de que mi discurso se enreda como una parthenocissus quienquefolia - nombre científico de la trepadora de toda la vida de Dios-, y presiento que no voy a salir de él, ni a machetazos, se me enciende la cara como a un Gusiluz. Claro, que esto también me pasa cuando miento- una putada que te obliga a ser sincera hasta cuando no te apetece o no te conviene- o cuando alguien me halaga. Soy de fácil “blushing” que dicen los ingleses - eso que nosotros llamamos “ponerse rojo como un tomate”, que para algo somos mediterráneos -. Ah, lo olvidaba, también me ruborizo sin remedio cuando me toca hablar de dinero, ese asunto me pone muy, muy nerviosa.
¡A ver si fue eso lo que le pasó a María Dolores de Cospedal! Puede que también a ella le incomode hablar de dinero...Y, claro, hablar del tipo que administraba las cuentas del partido del que es secretaria general, es hablar de mucha guita. Ya sabemos que Bárcenas tenía en Suiza más pasta que una trattoria napolitana.
Lo reconozco, sufro cuando veo a alguien meterse en un jardín frondoso como el de María Dolores. Creo que nací con un exceso de empatía que me nubla la razón y, al tiempo que me indigno, me imagino en su lugar, dándole vueltas al conceto -que diría Pepe Blanco- de la indemnización de la retribución en diferido, como una centrifugadora, y siento sudor frío.
Soy fan de María Dolores por su insistencia en tratar de explicar lo inexplicable, tiene mérito. Y aquí pueden pasar dos cosas: una, que el asunto no tenga sentido y todo sea fruto de su imaginación, al más puro estilo Anthoy Blake y dos, que haya una explicación coherente detrás de ese circunloquio, más enredado que los auriculares del Ipod, pero que ella no supo comunicarlo porque tenía un mal día. Uno de esos en los que no oyes el despertador, te levantas tarde, cuando estás en la ducha se te corta el chorro del agua caliente, llegas a la cocina y no hay café, y tienes que marcharte a la calle con un Cola cao y dos galletas en el estómago, te salpica un coche que pisa un charco justo al lado de la acera en la que esperas un taxi y, para colmo, se te ha terminado el antiojeras. Oye, con tanto elemento en contra, salir a gritar a los cuatro vientos que todo lo que aparentemente se ha hecho mal, está muy bien hecho, es francamente difícil, aunque seas la mismísima dama de Hierro de Génova 13.
Algo parecido debió de sucederle con el café, el charco y el antiojeras, cuando en 2011 en FITUR, invitó a visitar en Cuenca “Las casas encantadas” y “Las casas colgantes”. Algunos manchegos se molestaron porque había cambiado la ciudad por las casas y lo colgante por lo colgado. ¿Quién iba a decirnos entonces que llegaría a cambiar lo sucedido por lo simulado y lo evidente por lo diferido?
Soy fan de Dolores por su habilidad para jugar con el lenguaje, ese arte está al alcance de pocos. La semana pasada hizo doblete en la innovación lingüística, emitiendo un comunicado en el que instaba a las delegaciones territoriales de Castilla la Mancha a sustituir el término “desahucio” por otros “menos contundentes”. Muy tierno ese intento de suavizar la palabra, lástima que la realidad no sea tan fácil de cambiar alterando el nombre de las cosas.
Por todo esto y por lo que está por venir - seguro que nos regalará nuevos momentazos- soy muy fan. Tanto que voy a dedicarle una canción acorde con ese ingenio suyo para trilear con las palabras: “No me llames Dolores, llámame Lola”.
P.D: No sé si Pastora - el grupo que la canta - estará ofreciendo algún concierto, es igual, María Dolores, siempre puedes escucharla en diferido...
Todos nos hemos metido en un jardín en alguna ocasión. A mí, por ejemplo, me delata el rubor, porque cuando soy consciente de que mi discurso se enreda como una parthenocissus quienquefolia - nombre científico de la trepadora de toda la vida de Dios-, y presiento que no voy a salir de él, ni a machetazos, se me enciende la cara como a un Gusiluz. Claro, que esto también me pasa cuando miento- una putada que te obliga a ser sincera hasta cuando no te apetece o no te conviene- o cuando alguien me halaga. Soy de fácil “blushing” que dicen los ingleses - eso que nosotros llamamos “ponerse rojo como un tomate”, que para algo somos mediterráneos -. Ah, lo olvidaba, también me ruborizo sin remedio cuando me toca hablar de dinero, ese asunto me pone muy, muy nerviosa.