Escribir literatura significa inventarse un lector. La contemplación activa de un lector ideal supone una presencia clave en la mesa de trabajo del escritor. El hecho de lectura, el acontecimiento literario, necesita para existir que un receptor acuda a la cita con su propia vida y habite las palabras para celebrar, comulgar y debatir. El disentimiento es también una forma de participación. Pero las ficciones se sienten sobre todo alegres cuando consiguen seducir, convertir a sus lectores en piratas, niños abandonados, víctimas con deseos de venganza o amantes locos.
Se trata en cualquier caso de buscar el tesoro.
El ejercicio intelectual necesita crear lectores, pero también crear un público, un espacio colectivo en el que sea posible la actividad de la conciencia individual y su confrontación con la realidad. Las opiniones nacen con la voluntad de convertirse en un encuentro, en un diálogo, en cita entre seres libres, y para eso resulta imprescindible establecer un lugar y una hora. Ese es el sentido de la creación de un público.
Esta tarea de crear un público en tiempos de crisis implica un empeño decisivo. Después de la Guerra Civil española y de la Segunda Guerra Mundial, Francisco Ayala y Lorenzo Luzuriaga, dos exiliados republicanos, se unieron con los intelectuales argentinos para editar en Buenos Aires la revista Realidad. Se intentó crear un ámbito de discusión capaz de defender el pensamiento democrático en su sentido más profundo, al margen de la deriva totalitaria de la Unión Soviética y de un capitalismo capaz de desembocar en la bomba atómica o en el control tecnológico de las conciencias. La revista fue uno de los testimonios culturales más importante del exilio español y sigue conservando una grave actualidad, tal vez porque el progreso no ha servido después de casi 70 años para sacarnos de la urgencia democrática. Puede comprobarlo el lector que lea Realidad en la edición facsímil ofrecida por Renacimiento.
En la revista apareció el famoso artículo “¿Para quién escribimos nosotros?” de Francisco Ayala, una toma de conciencia sobre el significado de la pérdida del público natural en la experiencia del destierro. Y Jean-Paul Sartre adelantó su pregunta “¿Qué es literatura?”. Un Sartre anterior a la polémica con Camus y a la comprensión de las contradicciones soviéticas de la guerra fría, el Sartre que aún no había escrito “todo anticomunista es un perro rabioso”, defiende la crítica abierta de la injusticia, venga del bando que venga, y apuesta por la creación de un público nuevo, operación que no supone otra cosa que la desmistificación del público existente: “Pero como el escritor se dirige a la libertad de su lector, y como cada conciencia mistificada, en tanto es cómplice de la mistificación que la encadena, tiende a perseverar en su estado, no podremos salvaguardar la literatura sino poniéndonos a la tarea de desmistificar a nuestro público”.
Sartre comprende que la creación de una opinión pública domada, la tarea de formar súbditos, es el empeño prioritario del poder. En ese sentido puede entenderse que el pensamiento libre vive en el destierro no sólo cuando una dictadura lo expulsa de su propio país, sino cuando los poderes económicos mistifican el ámbito de la información y el debate para reducir la opinión al servicio de sus intereses. La adhesión populista al rencor, al fatalismo, al sentido común de la avaricia económica, al sálvese quien pueda, a las consignas de los unos y los otros, al odio ante lo extranjero, puede crear trastornos personales, incluso úlceras de estómago, pero es una opción muy cómoda desde el punto de vista intelectual. Evita los matices, enmascara las responsabilidades.
La crisis actual del periodismo es uno de los síntomas más importantes de los peligros que sufre el pensamiento democrático. La defensa de la información en libertad es, por tanto, una apuesta de emergencia, un riesgo a asumir de manera personal y colectiva. Los nuevos medios que están surgiendo dentro de este horizonte deben comprender que –en cierto modo- nacen en el destierro. Por eso su tarea principal es la creación de lectores, la creación de un público, de una nueva naturaleza informativa.
Escribir literatura significa inventarse un lector. La contemplación activa de un lector ideal supone una presencia clave en la mesa de trabajo del escritor. El hecho de lectura, el acontecimiento literario, necesita para existir que un receptor acuda a la cita con su propia vida y habite las palabras para celebrar, comulgar y debatir. El disentimiento es también una forma de participación. Pero las ficciones se sienten sobre todo alegres cuando consiguen seducir, convertir a sus lectores en piratas, niños abandonados, víctimas con deseos de venganza o amantes locos.