No duermo. He visto en televisión una vez más las imágenes de un desahucio. Esta vez me quitan el sueño. La policía vence la protesta de unos vecinos, entra en casa de dos ancianos estafados, cumple una orden judicial y les arrebata su casa, una casa de toda la vida. Es extraño que me conmueva tanto una escena repetida en muchas ocasiones durante los últimos años. Madres con hijos recién nacidos, viudas, matrimonios enfermos, desempleados. Las operaciones bancarias no tienen compasión.
Doy vueltas por la nada con el rostro del anciano en mi noche. Quizá se trata de que me ha recordado a mi padre. Algunos sentimientos primarios son tan fuertes que consiguen romper la costumbre, el ruido que nos deja sordos, la costra seca que nos hace insensibles. Esta desesperación de ancianos en la calles extiende la culpa, me hace sentir más allá de la lógica de un orden. Las cosas son así, pero no basta. Culpabilizo uno por uno al banquero que busca negocio sin escrúpulos, al político subvencionado por el banquero para aprobar una ley hipotecaria injusta, al juez que dicta sentencia, al policía que cumple con su trabajo… y me culpabilizo a mí por ser parte de este mundo. Los sistemas, las profesiones, incluso el dolor, son con mucha frecuencia una excusa para esconder las responsabilidades individuales.
“Mi nombre es David Cawlhorne Haines, me gustaría declarar que te hago enteramente responsable a ti, David Cameron, de mi ejecución”. Son las últimas palabras del tercer degollado ante las cámaras por el Estado Islámico. Ahora consigo sostener la mirada. Cuando decapitaron a la primera víctima, el periodista James Foley, no pude resistir ni un segundo. Conviene ver estas cosas para saber el mundo en el que vivo, no se puede mirar hacia otro lado, pensé. Pero no pude. Tampoco pude con la muerte de Steven Sotloff, el segundo ejecutado. Parece que la repetición del acontecimiento por tercera vez me da fuerzas o me insensibiliza.
Siempre el mismo decorado: la inmensidad del desierto, un encapuchado vestido de negro con un cuchillo en la mano y la víctima con mono naranja, como los que llevan en el corredor de la muerte los presos en EE.UU. Víctor Hugo sostenía que cualquier pena de muerte es un modo de legalizar el asesinato. Fijar la hora para la desaparición de una persona es una crueldad, como lo es concederle a la víctima un último deseo para hacerla cómplice del rito o prestarle unas últimas palabras para que forme parte del espectáculo. Te hago enteramente culpable…
Ver másEl balcón en invierno
¿David Cameron? ¿Las injusticias bélicas del mundo occidental con Bush, Blair y Aznar en el origen? Sí, claro. Algunos comentarios en los periódicos digitales parecen alegrarse de la venganza del rebelde. También a los magnates se les puede meter un dedo en el ojo. Sí, claro, ya lo sé, Obama que ejecuta sin juicio ni ley a Bin Laden con el aplauso su público… Pero qué pasa con el desierto moral, con el encapuchado asesino, con el canalla que sostiene la cámara clandestina ante un ser humano que va a morir, que siente un cuchillo en el cuello, que se desangra, que muere. Y qué pasa con los que asisten al espectáculo y entran en el sí y el no, en el eje del bien y del mal, en la toma de partido entre los buenos y los malos. El espectáculo banaliza el mal de forma inevitable.
El cañón norteamericano disparó contra el periodista español José Couso para imponer el silencio. Ojos que no ven, corazón que no siente. Manos libres para la brutalidad. El espectáculo ha descubierto que la repetición es tan útil como el silencio, porque llena los ojos de ruido, nos insensibiliza, nos borra. La brutalidad que convierte al mal en espectáculo no sólo hace dañó a la víctima, sino que pretende fundar un mundo sin conciencia, establece un orden sin sentimientos personales. Como los sentimientos son la última razón de los matices, la brutalidad acaba con los individuos para imponer un sistema, una lógica de normalidad y de sometimiento, un orden parecido al de los banqueros que manda, los políticos que obedecen, los jueces que sentencian, los policías que cumplen con su deber. Ninguno reconoce los ojos de su padre en el anciano que van a desahuciar.
Rafael Alberti escribió Sobre los ángeles (1928) para hablar de una crisis social y personal. Su protagonista era un hombre deshabitado. La crueldad exterior se interioriza, nos deja huecos por dentro. Deshabitado me siento yo en este insomnio al recordar las escenas de un desahucio, las acusaciones de un sentenciado a muerte, el diseño estético en naranja y negro de un desierto moral que nos niega como individuos y convierte la crueldad en espectáculo o en rutina. Pese a las multitudes, vivimos en un mundo deshabitado.
No duermo. He visto en televisión una vez más las imágenes de un desahucio. Esta vez me quitan el sueño. La policía vence la protesta de unos vecinos, entra en casa de dos ancianos estafados, cumple una orden judicial y les arrebata su casa, una casa de toda la vida. Es extraño que me conmueva tanto una escena repetida en muchas ocasiones durante los últimos años. Madres con hijos recién nacidos, viudas, matrimonios enfermos, desempleados. Las operaciones bancarias no tienen compasión.