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¿En qué momento se había jodido el Perú?

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Inocente y naif, europea. Así me siento cuando aterrizo en América Latina. Cuando a todas las ciudades les precede un arrabal de arena, de pequeñas casas, cubículos de concreto, tejados de lámina y ningún árbol. La impresión abrupta que recorta la ventana del avión por la que se ven aldeas perdidas entre los volcanes, la tierra hostil y extrema sin apenas caminos, donde también crecen niños y donde habrá un fuego encendido adentro de las casas, pero donde nadie pregunta a media tarde qué haremos hoy para cenar. La primera vez que vi este paisaje era México, era la extensión de las colinas del Anáhuac en viaje turístico hacia las pirámides de Teotihuacán. Era el gris y gris del cemento al otro lado de la ventana del coche construyendo unas afueras inmensas donde te advierten que no debes meterte. Pero ahora estoy en Arequipa, en Perú, a los pies del imponente Misti. La ciudad es hermosa, ciudad blanca, construida entera con sillar volcánico en sus patios y soportales. Pero más allá de sus calles del centro, ese paisaje repetido.

Nunca había estado en Perú. Pero sí me lo habían contado. Y el primero en hacerlo fue Santiago Zavala. ¿No es esa una de las mejores novelas que han caído en mis manos? Así que la traje en la maleta. Por si acaso. Su autor también está aquí. Nació en esta zona telúrica, en 1936. Anoche estuve escuchándole hablar con la periodista y disidente cubana Yoani Sánchez. “Aceptemos la corrompida democracia que tenemos porque es mejor que una dictadura”. Y entonces quise gritar: ¿en qué momento se jodió todo, Mario? Y el Nobel, si fuera el hombre al que leí con pasión, habría entendido lo que le preguntaba. Pero una no se acerca a un premio Nobel cuando está en tierra propia. La cuestión que titula el artículo está escrita en la primera página de Conversación en la catedral, la novela que su propio autor salvaría en caso de tener que elegir solo una de toda su obra. Una de las novelas que yo misma salvaría de mi librería.

De Arequipa solo sabía una cosa. Que una noche de 1996, un avión con 123 pasajeros se estrelló tratando de tomar tierra en medio de la niebla. Entre aquellas personas, viajaba el hijo de la poeta limeña Blanca Varela. A él le escribió: “Si me escucharas/ tú muerto y yo muerta de ti/ si me escucharas/ hálito de la rueda/ cencerro de la tempestad/ burbujeo del cieno/ viva insepulta de ti/ con tu oído postrero/ si me escucharas”.

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Los últimos en contarme Perú han sido dos autores que no conocía. Ella, Karina Pacheco Medrano, es de Cuzco. Él, Alonso Cueto, un conocido autor de Lima. Y los dos abordan desde la ficción una parte de la historia peruana que aún consigue que se suba la voz en según qué conversaciones. El trasfondo de sus libros es la violencia de Sendero Luminoso, el grupo terrorista maoísta que se levantó en armas contra el Estado. Recordarán también la represión de las fuerzas armadas sin apuntar, y su propio reparto de terrores. Una violencia que tuvo por las dos partes un objetivo común: las zonas más pobres del país. Eran los años ochenta y noventa. Y el conflicto de Sendero es otra guerra que no ha sido del todo resuelta. Sin embargo, en este país, como en otros, hay junto al mar un Lugar (museo) de la Memoria y sí hubo una Comisión de la Verdad. En 2003, se publicó un informe que contaba que decenas de miles de personas fueron torturadas y cerca de 70.000 murieron o desaparecieron en los años de la violencia. Se contabilizaron aproximadamente 4.000 fosas comunes en todo el país. Otro asunto muy diferente es que haya habido justicia para todos los asesinos. Y que exista una historia en la que los peruanos puedan asumir el gran dolor de su siglo pasado.

En estas novelas que cuentan un Perú que tal vez Zavala todavía no pudo ni intuir, se narra el manejo de la culpa posterior, la impunidad de los criminales y el destrozo que la violencia deja en las vidas de las víctimas, pero también en la de los culpables y en la de los testigos y de todos aquellos que miraron para otro lado.

Y así, de nuevo, una historia tan diferente pero con finales repetidos: el silencio. Y, transoceánicamente, nos sitúa a todos en las afueras de una búsqueda. Unas afueras que narran una verdad íntima, difícil y ambigua que cure, que resuelva la duda interior de cada uno. El poeta argentino Juan Gelman, quien bien conocía las injusticias de las dictaduras y sus desenlaces, escribió estos versos: “Lo contrario del olvido/ no es la memoria/ sino la verdad”. Y mientras sigamos viviendo en estados de amnesia, corrupción, crímenes de Estado, impunidad..., el Perú y todos estaremos jodidos, y nunca podremos determinar cuándo sucedió, aunque todos lo intuyamos.

Inocente y naif, europea. Así me siento cuando aterrizo en América Latina. Cuando a todas las ciudades les precede un arrabal de arena, de pequeñas casas, cubículos de concreto, tejados de lámina y ningún árbol. La impresión abrupta que recorta la ventana del avión por la que se ven aldeas perdidas entre los volcanes, la tierra hostil y extrema sin apenas caminos, donde también crecen niños y donde habrá un fuego encendido adentro de las casas, pero donde nadie pregunta a media tarde qué haremos hoy para cenar. La primera vez que vi este paisaje era México, era la extensión de las colinas del Anáhuac en viaje turístico hacia las pirámides de Teotihuacán. Era el gris y gris del cemento al otro lado de la ventana del coche construyendo unas afueras inmensas donde te advierten que no debes meterte. Pero ahora estoy en Arequipa, en Perú, a los pies del imponente Misti. La ciudad es hermosa, ciudad blanca, construida entera con sillar volcánico en sus patios y soportales. Pero más allá de sus calles del centro, ese paisaje repetido.

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