Confieso haber habitado en todas las nostalgias posibles. Y haberme curado únicamente de las necesarias. Hay que seguir, dicen. Hace poco leí un artículo donde contaban que a la nostalgia le puso nombre un médico del siglo XVII para identificar el sentimiento de desarraigo de la patria. Pero Ulises ya la padecía, aunque no supiera denominarla. Del griego clásico “nóstos”, regreso al hogar, y “álgos”, dolor. Confieso no solo haber caído, sino revolcarme profundo y bien por sus aguas. En un libro titulado Papeles falsos (Sexto Piso, 2011), la mexicana Valeria Luiselli identifica la “saudade” como una especie de nostalgia preventiva. “La nostalgia no es siempre nostalgia de un pretérito. Existen lugares que nos producen nostalgia por adelantado. Lugares que damos por perdidos en cuanto los encontramos; lugares en donde nos sabemos más felices de lo que jamás seremos después”. Yo sé de lo que habla.
También padecí, de esta no sé si sabré quitarme, la Ostalgie (la nostalgia del Este), que ni siquiera es mía, y me hace buscar libros de memorias y novelas que transcurren en países que, a veces, ya no existen, y tazas y jarritas algo kitsch, de segunda mano, de familias que ya se rompieron, para divertir a las visitas que vienen a tomar café a mi casa. La Ostalgie me ha perdido por los Flohmarkt, en tiendas de discos, por librerías y viejas cajas llenas de fotografías de soldados rusos y de aquellos locos alemanes que jugaban al voley desnudos por las playas del Norte. Tanto me pegó que escribí una novela ostálgica profunda. Ya sabemos que no todo pasado fue mejor y también que nada blanquea como el mercado. Mi sombrero bávaro made in la Alemania del Este, vale. Pero no indaguen mucho sobre las libertades, no me agüen la fiesta donde he puesto a bailar a Frida con mis Converse.
Es esta una emoción peligrosa y algo inútil, según dicen. Sin embargo, mi afición al pasado es bastante inofensiva. No duele a nadie más que a mí, o eso intento. Pero la industria de la nostalgia sí es poderosa y está mostrando últimamente un rostro extraño. Me hipnotiza, soy fácil, y a la vez me sorprende este afán documental de grandes productoras por el pasado.
Veo El caso Alcásser, sobre el asesinato, tortura y violación en 1992 de tres niñas cuyos nombres casi recitamos de forma automática uno detrás de otro. Lo produce Netflix, y visionándolo recuerdo cómo Miguel Ricart y Antonio Anglés se convirtieron en aquellos noventa que tanto extraño en el “coco” de todos mis regresos a casa: estuvieron en todos los coches a los que no hice autostop, en las discotecas de las afueras a las que no fui, estaban escondidos en los descampados por los que pasaba cuanto más rápido, mejor. Al ver la serie documental, vuelvo a ser aquella adolescente, a llevar los mismos vaqueros y botas que ellas llevaron. Pero ¿y qué más nos están dando? ¿Qué sienten los familiares ante este repunte morboso sobre el final de sus hijas? Si alguien no conocía el caso, y les juro que existen personas que esas noches hicieron algo mejor que encender su pantalla, ¿pueden quedarse con este relato? ¿En la crítica al tratamiento mediático ha de incluirse el propio tratamiento mediático del caso? ¿Podemos sustituir el pasado por esta ficción? No.
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Pero no es el único producto; hablábamos de nostalgia, de la potencia del revival. Hace tres días se estrenó el documental El pionero, en HBO, basado en la vida y obra de Jesús Gil. Sí. El que fuera presidente del Atlético de Madrid y alcalde de Marbella ha vuelto como aquel espejismo de lo que se nos venía. Pero hay más: El caso Asunta, Operación Nenúfar, catalogada en Netflix en Siniestras; o Muerte en León, sobre el asesinato de la presidenta de la Diputación, Isabel Carrasco; más afuera y más grande: Chernóbyl, Narcos. O no sé si recuerdan aquel relato de pura ficción, casi ciencia-ficción, de hace un par de años: Lo que escondían sus ojos, sobre el ministro de la dictadura Serrano Súñer y sus relaciones extramatrimoniales en un franquismo de baja intensidad y fuerte emoción como contexto.
¿Somos dueños de todo el material narrativo que deseemos para desenpolvarlo, recrearlo y volverlo a hilvanar? Lo somos. Pero las válvulas del respeto, la verdad y la veracidad deberían calibrarse muy bien. Las suturas serán, está claro, diferentes, pero la herida emocional que abren es la misma: sentir que somos aquellos para los que es aún posible volver a perder la inocencia, como ciudadanos, como niñas, como espectadores.
La política también sabe de nuestra debilidad y apela a ella mediante discursos e ideas de tiempos anteriores, donde intentamos reconocernos en una identidad que hoy ha sido transfigurada, sea cual sea. Da igual. Y no son los tiempos los que extrañamos, ni mucho menos. Sino lo que fuimos en aquellos días: la juventud, la despreocupación, la vida por delante sin condiciones. Nos echamos tanto de menos que, a veces, estamos dispuestos a aceptar nuestro regreso aunque sea en su peor versión. Llámalo crimen. Llámalo vergüenza. Llámalo desamor.
Confieso haber habitado en todas las nostalgias posibles. Y haberme curado únicamente de las necesarias. Hay que seguir, dicen. Hace poco leí un artículo donde contaban que a la nostalgia le puso nombre un médico del siglo XVII para identificar el sentimiento de desarraigo de la patria. Pero Ulises ya la padecía, aunque no supiera denominarla. Del griego clásico “nóstos”, regreso al hogar, y “álgos”, dolor. Confieso no solo haber caído, sino revolcarme profundo y bien por sus aguas. En un libro titulado Papeles falsos (Sexto Piso, 2011), la mexicana Valeria Luiselli identifica la “saudade” como una especie de nostalgia preventiva. “La nostalgia no es siempre nostalgia de un pretérito. Existen lugares que nos producen nostalgia por adelantado. Lugares que damos por perdidos en cuanto los encontramos; lugares en donde nos sabemos más felices de lo que jamás seremos después”. Yo sé de lo que habla.