"La patria es un invento"

25

Veo a un chaval de unos once o doce años sobre un hoverboard (esos patinetes eléctricos donde los pies van paralelos) salir de un aparcamiento ondeando una enorme bandera de España. Avanza entregado, casi alado, sobre fondo del himno nacional, jaleado a gritos de «valiente, valiente, bravo, viva España, cómo te llamas», por unas decenas de personas eufóricas ante la imagen del espontáneo abanderado. Es otra imagen más de algún rincón de un país que sufre una pandemia. Una señora se emociona. Está viviendo su primera rebelión. Dan golpes a las cacerolas en contra del Gobierno y de la gestión de la crisis sanitaria. O estás con ellos o estás contra España. ¿No es eso lo que nos dicen sus capas?

Son alentados por unas formas de hacer oposición y las insinuaciones de una presidenta regional parapetada en un hotel de lujo que exige constante datos técnicos, incluso teniéndolos delante, para pasar de fase y reabrirlo todo. Gritan «dimisión» bocina en mano desde el asiento de atrás de un Mercedes descapotable manejado por un chófer. ¿Es real?, me pregunto. «Nos manifestaremos en coche», ya lo advirtieron. Sí, lo es y está aquí, en Madrid y en mi pueblo: es la consecuencia de las instigaciones constantes de la derecha extrema en los altavoces, la aceptación de su discurso y sus modos por parte de otros partidos políticos como normalidad, es la amplia cabida que hemos brindado y brindamos en los medios de comunicación escribiendo líneas en todas las conversaciones. Y ahora llegan con el peligro y a menospreciar las duras jornadas que los equipos sanitarios y otros trabajadores que no han podido protegerse para que todo funcione han vivido y que, a este ritmo, volverán a vivir. ¿Qué tendrá que ver una bandera con señalar los errores de una gestión?

Es un abismo histórico cuya vigencia quise creer terminada porque, si lo pensaba bien, no podíamos tener un país encallado en esa anomalía, parecía antiguo y desfasado anteponer esa extraña arrogancia del que impone una idea al progreso. Eso ya no éramos nosotros. No podíamos ser los que, por encima de la seguridad y la salud, tragaríamos con los intereses de los partidos. Pero ahora esto se ha vuelto evidente en el epicentro de nuestros peores días.

Ese país que no aplaude ni metafóricamente y a cambio da golpes a las baterías de cocina también me contiene, lo veo pasar por delante de mi ventana cada anochecer. Y mi país, donde lo único que siento cierto hoy es que los médicos siguen esperando a que se vacíen sus unidades de cuidados intensivos antes de precipitarnos a regresar a la vida que teníamos, los contiene a ellos. Su país y el mío son el mismo, sí. Pero nuestras patrias son distintas. Muy distintas.

La patria no es el Estado y sus mecanismos, no es el Gobierno o sus erradas decisiones, no es solo un territorio y mucho menos un hospital sobrepasado de muerte. Es una serie de valores y afectos que tienen que ver con el orgullo de pertenencia a algo previo a nosotros mismos. ¿Cuándo fue la última vez que nos pusimos de acuerdo en algo tan preciso como el pasado? Su idea hoy se sigue construyendo por exclusión y, según quienes blanden su nombre diariamente, pide rituales que lo demuestren. No puedo evitar el recuerdo de Federico Luppi en Martín (Hache) al decirle a Juan Diego Botto: «el que se siente patriota, que cree que pertenece a un país, es un tarado mental, la patria es un invento… Una estadística, un número sin cara». A lo que Martín concederá: «Que la patria es un verso estoy de acuerdo». También es una novela.

Un antipatriota no es solamente aquel que no cree en el concepto, también lo es aquel que disiente de la idea que se impone de ella. Y como el término ha sido tergiversado, aquí me tienen, antipatriótica sin ser apátrida, deseando que de una vez se pongan a hablar de asuntos menos abstractos y eufóricos –cifras, ciencia, protección, curados– que los que se desprenden del hecho de haber nacido en unas coordenadas: propongan una oposición decente y no algo que sea dar pasos hacia lo tribal.

Llegamos a la pandemia servidos de territorios, de banderas en los balcones y enfrentamiento económico-sentimental. Y ya quisiera decir que la patria es la gente, la cultura, es la sanidad pública, es la educación y una memoria colectiva, pero todo eso no es nada más y es justamente algo grande como la gente, la cultura, la sanidad pública, la educación y la memoria colectiva.

Como escribió Hannah Arendt, «dichoso aquel que no tiene patria; todavía la ve en sueños».

Por cierto, he dejado de mirar tan compulsivamente esa curva fatídica varias veces al día. Sin el esfuerzo común, no habríamos llegado hasta hoy. Creo que eso sí es algo de lo que estar orgulloso. Tal vez, en el futuro, sintamos que eso fue una patria. No lo sé.

Veo a un chaval de unos once o doce años sobre un hoverboard (esos patinetes eléctricos donde los pies van paralelos) salir de un aparcamiento ondeando una enorme bandera de España. Avanza entregado, casi alado, sobre fondo del himno nacional, jaleado a gritos de «valiente, valiente, bravo, viva España, cómo te llamas», por unas decenas de personas eufóricas ante la imagen del espontáneo abanderado. Es otra imagen más de algún rincón de un país que sufre una pandemia. Una señora se emociona. Está viviendo su primera rebelión. Dan golpes a las cacerolas en contra del Gobierno y de la gestión de la crisis sanitaria. O estás con ellos o estás contra España. ¿No es eso lo que nos dicen sus capas?

Más sobre este tema
>