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Sobran banderas, falta país

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Cada día es más frustrante escuchar los testimonios desbordados de los médicos de la Atención Primaria, del personal sanitario que sigue de baja afectado por la experiencia de la primera ola, de los enfermeros de las urgencias que ven cómo se repite ante sí una réplica de marzo y abril, de los familiares de los ancianos que no pueden impedir que el virus vuelva a colarse en sus residencias. Ver a los profesores haciendo colectas para comprar gel hidroalcohólico, a los pacientes de otras patologías cuyos diagnósticos se demoran letalmente cada vez más.

Es grave, además, mientras buena parte del mensaje político tácito recibido parece tener que ver con la conservación del poder en unas manos, la reducción de los daños, el derribo del otro, con salvar la ya de por sí frágil economía y evitar a toda costa un estado de alarma. Como si no entendiéramos los ciudadanos que estado de alarma no solo significa quiebra, paro o “la muerte”, pasándose de mano en mano el detonador en marcha atrás de su decreto.

Tampoco se entiende desde aquí la confianza ciega de los responsables sanitarios en la suficiencia de las medidas existentes cuando los contagios del pasado fin de semana ascienden a más de 31.000 y las UCIs de algunos hospitales ya están ocupadas al 100%. La preocupación por ciertas regiones y las acciones para acatar la propagación no parecen coherentes.

En estos días hemos escuchado a consejeros de Sanidad que siguen insistiendo en que los infectados entraron por el aeropuerto de Barajas, aunque las cifras dicen otra cosa. Temblorosas presidentas que, en ineficaces ruedas de prensa, señalan con irresponsabilidad a "nuestra inmigración" como principal transmisor de los contagios. Que hablan de okupación. De niños extranjeros sin padres. Que como solución piden mucha, mucha policía. Vicepresidentes que creyéndose inspirados lanzan metáforas lavándose las manos en las que pasan la carga al pueblo cuestionándole: ¿quieres ser virus o vacuna? Protocolos contradictorios e impracticables para el regreso al colegio. Ese entendimiento teatral, estudiado y tardío de los gobiernos.

Cifras que no toman significado: un millón de test, 1.117 profesores, millones del Fondo Covid, 10 días de cuarentena, 14 días de cuarentena, 80 pacientes al día, 5 días de incubación, una semana hasta que alguien de sanidad contacta con el enfermo, números de teléfono donde nadie responde a los colegios tras la detección de un caso, you are leaving the south sector.

¿Sirve o no sirve señalar culpables en estos momentos? La enfermedad avanza implacable. Los ciudadanos estamos padeciendo una política que no está a la altura de las circunstancias, aunque es cierto que las circunstancias han subido muchísimo el listón. No necesitamos culpables, nadie invitó a venir al covid-19, no hace falta que nos digan que no los busquemos, está claro que lo que se necesitan son responsables que atajen con valentía y urgencia la inseguridad sanitaria, que se tiendan la mano. Que respondan ante los errores. Que eviten la tensión social que podemos vivir.

La culpa es un concepto pasivo, cae sobre alguien que no tiene ya nada que hacer más que encogerse de hombros y agachar la cabeza. Es lamentable que hoy ya podamos reconocer a los responsables porque están empezando a ponerse de un corporativo perfil. Pero no somos amnésicos y estas medidas estigmatizantes e insuficientes serán recordadas. A esta pandemia le sobran banderas y le falta país.

Cada día es más frustrante escuchar los testimonios desbordados de los médicos de la Atención Primaria, del personal sanitario que sigue de baja afectado por la experiencia de la primera ola, de los enfermeros de las urgencias que ven cómo se repite ante sí una réplica de marzo y abril, de los familiares de los ancianos que no pueden impedir que el virus vuelva a colarse en sus residencias. Ver a los profesores haciendo colectas para comprar gel hidroalcohólico, a los pacientes de otras patologías cuyos diagnósticos se demoran letalmente cada vez más.

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