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La trinchera de la izquierda mexicana

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En la noche del 26 de septiembre de 2014, 43 estudiantes de una escuela rural de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, desaparecen. Querían hacerse con autobuses para llevarlos a su centro educativo y viajar con ellos a Ciudad de México para participar en la marcha anual del 2 de octubre, fecha en que se conmemora la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco que tuvo lugar en 1968. Pero los jóvenes no pasan de Iguala. Al salir de la estación, la policía los intercepta y dispara.

Violencia y tortura de madrugada contra estudiantes que aspiraban a regresar a sus comunidades para ser maestros rurales. México se encendió. La gestión del caso dejó al presidente, Enrique Peña Nieto, bajo el foco internacional y sumido en una crisis que, a día de hoy, no se ha resuelto aún y que evidencia el desamparo que sufren aquellos que caen en manos del crimen organizado y de la corrupción de las instituciones. Un símbolo para el país, los 43 son la imagen de los otros miles de nombres que también han desaparecido en esta guerra civil no declarada. Un punto y aparte para la impunidad en México. La ruptura. El hasta aquí.

Hace doce años, estuve en un encuentro con Andrés Manuel López Obrador, el hombre que a partir de diciembre será presidente de México, y lo que me sorprendió fueron las promesas. Subido al escenario de una pequeña ciudad, sobre el vapor que arrancaba el sol del asfalto entre diluvio y diluvio, lanzó ofrendas al público. Aquello era un mitin por la Presidencia de la República y aquel parque estaba lleno de gente que agitaba sus banderas amarillas con cada palabra. Un puente sobre la autopista, ayudas a los cafetaleros más al norte, nuevas carreteras para acceder a las comunidades del volcán. Me extrañó, desde fuera, la concreción de las promesas electorales para un país que caía por una cada vez más enorme brecha social y con un grave problema de seguridad hundido en sus propios cimientos; me chocó la exactitud de esas ofertas hechas a medida de las necesidades de la región donde las gritaba. Quiero decir, por qué ofreces un puente si pueden matarte por cruzarlo. Pero a veces la mirada extranjera es la más ineficaz de las miradas, y México entonces parecía quererlo a él y, sobre todo, parecía necesitar que alguien le prometiera ese puente. Alguien que viniera a coser la primera herida. Rápido y limpio. Y México ya en aquel tiempo estaba cansado de sexenios repartidos entre el PRI y el PAN. Una pequeña luz titilando al final del túnel.

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En aquellas elecciones del año 2006, López Obrador, ya AMLO en sus siglas, ya Peje –apodado así por el pez pejelagarto que nada en las aguas de Tabasco–, nieto del exiliado español comunista José Obrador Revueltas e hijo de comerciantes tabasqueños y veracruzanos, se quedó casi a las puertas del palacio presidencial del Zócalo. Había perdido las elecciones por un estrechísimo y sospechoso margen de décimas. En 2012, después de recorrer todo el país, volvió a presentarse y perdió de nuevo. Cada vez más frustrados los mexicanos por el abandono de los sucesivos Gobiernos a la hora de respaldar sus vidas, el hartazgo general se manifestó el pasado 1 de julio: México votó por López Obrador y la izquierda llegó al Gobierno.

Pero México ya no es el país de aquella primera candidatura de 2006, con la llegada de Felipe Calderón al poder, se dio, como allí se dice, la patada al avispero del narcotráfico y la lucha se intensificó entre el Gobierno y los cárteles dejando más de 30.000 personas desaparecidas y más de 170.000 muertos por causas relacionadas con el crimen organizado. Por otra parte, el país es hoy más que nunca un territorio fracturado socialmente, donde cerca de un 47 por ciento de la población vive en la pobreza. Un nuevo Gobierno de izquierdas, sustentado por más de la mitad de los votos, tiene una oportunidad para dar voz y su lugar a los olvidados, a esa capa subterránea de más 53 millones de personas, indígenas en su mayoría, que han vivido en los márgenes del Estado.

A las promesas de López Obrador, a las de ahora, les toca el complicado aterrizaje sobre este país herido. Tras la tragedia de Ayotzinapa, el movimiento #Yosoy132 identificó al Estado como responsable de los sucedido y la izquierda mexicana tiene que saber que ha vencido por situarse en su misma trinchera. Es el descontento social irreversible, son los compañeros de los 43, la generación más preparada, la primavera mexicana, los nacidos en un país sumido en la violencia sin tregua los que vigilarán las promesas de López Obrador. Ellos le han llevado hasta ahí; ante ellos, que no habían nacido cuando él ya estaba en política, tendrá que responder. Se acabaron las ideas, es hora de sacar a México de su desesperación, de mantenerlo a salvo. Con vida.

En la noche del 26 de septiembre de 2014, 43 estudiantes de una escuela rural de Ayotzinapa, en el estado de Guerrero, desaparecen. Querían hacerse con autobuses para llevarlos a su centro educativo y viajar con ellos a Ciudad de México para participar en la marcha anual del 2 de octubre, fecha en que se conmemora la matanza de estudiantes en la plaza de Tlatelolco que tuvo lugar en 1968. Pero los jóvenes no pasan de Iguala. Al salir de la estación, la policía los intercepta y dispara.

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