Desde la tramoya
Nuestro caduco sistema electoral
Aunque nadie está satisfecho con él, no ha habido acuerdo para modificarlo. Porque a pesar de sus evidentes contraindicaciones, sus problemas casi siempre afectan a quien no gobierna, de manera que al gobernar, se olvidan o se aplazan de manera interesada.
El resultado de nuestro sistema electoral y las dinámicas políticas que origina lo estamos viendo ahora en esta cansina situación de bloqueo que sufrimos. Pero ya lo vimos antes, cuando el PP sufrió temporalmente ese mismo veto por parte del PSOE, que finalmente cedió con un enorme desgarro interno.
El principal problema del modelo no es la fórmula D’Hondt, ni de lejos. La fórmula es un conocido método para asignar los últimos escaños a los partidos mayores. Gustará más o menos pero de esa forma se beneficia ligeramente a los partidos mayores, evitando demasiada atomización en las asambleas legislativas.
El problema fundamental es la circunscripción provincial. Los votos se cuentan por provincia, una unidad administrativa que tenía mucho sentido en la España de los 70, pero que en la España autonómica resulta caduca para asignar escaños. El hecho de que los votos al Congreso y el Senado se cuenten por provincia produce ese fenómeno muy conocido de que el voto en Soria valga mucho más que en Madrid a la hora de convertirlo en asientos. Existe una enorme desproporción entre las provincias menos pobladas y las más populosas.
La circunscripción provincial permite también que los partidos nacionalistas o regionalistas tengan un peso desproporcionado en el Congreso de los Diputados, que es constitucionalmente la cámara de representación estatal. Aquí radica el segundo gran problema de nuestro sistema electoral y político. El Senado jamás hizo la función de representación territorial que la Constitución le asigna. Las regiones y nacionalidades que componen España deberían encontrar en el Senado el lugar en que dirimir sus diferencias y promover acuerdos. Pero la Cámara Alta no hace otra función que la de asilar a elefantes, tramitar inútilmente leyes que luego pueden ser revisadas definitivamente por el Congreso, o aplicar sin consecuencia práctica alguna, con sus paradójicas mayorías absolutas, iniciativas que no van a ningún lado. El Senado, lo han dicho casi todos los partidos, está para reformar en profundidad o para cerrar.
El sistema electoral permite también, otra anacronía muy poco frecuente en el mundo, que el presidente del Gobierno pueda convocar elecciones cuando le dé la gana. Por supuesto, le dará la gana cuando se den las condiciones mejores para él mismo, no necesariamente para el país. En casi todos los países no se prevé que sea el presidente quien marque el inicio de la competición, sino un calendario fijo. En general, las elecciones tienen lugar en plazos inamovibles, que no dependen del capricho de ninguno de los jugadores.
Pedro Sánchez ha sugerido en las últimas horas que habría que modificar el artículo 99 de la Constitución, que permite bloqueos como el que sufrimos ahora. Según podemos interpretar, la modificación establecería que gobernara la lista más votada si no hay acuerdos, como sucede en la formación de los ayuntamientos. Es una buena idea, aunque la formule quien optó en su momento precisamente por bloquear la formación de Gobierno, con un coste personal muy alto.
Como todo lo que tiene que ver con el sistema electoral y, en igual grado, con las reformas constitucionales, se proponen cosas, pero nadie le pone el cascabel al gato. No habrá a corto plazo reforma del artículo 99, ni probablemente de ningún otro, ni de la ley orgánica que regula nuestras elecciones. Son asuntos demasiado complejos y demasiado suculentos para los partidos. No parece existir el clima de cooperación ni el espíritu de servicio público necesarios para poner orden en normas que hoy resultan claramente anacrónicas.