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Nuestro cerebro no está hecho para razonar

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Caprichoso, prejuicioso y engañoso, el cerebro de los humanos está más preparado para sobrevivir que para razonar. Quiere confirmar lo que ya cree, rebelándose ante las evidencias que le contradicen. Busca atajos –la ideología, la opinión de los entendidos preferidos, la religión, la tradición…- para tomar decisiones con el menor coste de energía posible. Dependiendo de cómo se le presenten distintas alternativas que pueden ser por completo arbitrarias, optará por una o por otra. Nuestro cerebro puede, en otros términos, pensar una cosa y la contraria y decide en mucha ocasiones de manera errónea.

El miércoles murió a los 90 años Daniel Kahneman, el premio nobel de Economía (sin ser economista) que trabajó más ampliamente estas ideas y que es justamente considerado el padre de las “ciencias del comportamiento”, las que explican nuestra toma de decisiones económicas, sociales y políticas. La influencia del profesor – un hombre afable y generoso con un deje taciturno – ha sido inmensa. Cuando le preguntaron a Obama qué libros tenía en la mesilla su última noche en la Casa Blanca contestó que era el imprescindible Pensar rápido, pensar despacio, el superventas con el que Kahneman divulgó sus trabajos al mundo entero. La descripción de un cerebro tan propenso a las decisiones rápidas, intuitivas y con frecuencia autolesivas echó por tierra la concepción clásica, dominante desde la Ilustración europea, según la cual nuestras mentes son prodigios de la razón, minuciosas máquinas que deliberan ateniéndose a pruebas factuales.

Esta comprensión de nuestro cerebro como una máquina más bien “imperfecta”, muy condicionada por ruidos que entorpecen su funcionamiento, nos reconcilia con la especie humana porque explica fenómenos sociales, económicos y políticos aparentemente estúpido

Uno de los fenómenos estudiados por los científicos del comportamiento, el más relevante en lo que atañe a nuestras actitudes políticas, es el llamado “framing” (el “enmarcado” o la “teoría de los marcos”). La política es, de hecho, una épica y constante lucha entre marcos alternativos. Los hechos objetivos que estamos observando en Gaza pueden ser enmarcados como un acto de legítima defensa de Israel, o como un delito de genocidio. La ciudadanía no estudiará Derecho Internacional para formarse un juicio sobre la cuestión, sino que lo hará a partir de cientos de relatos sencillos contados en los medios, en las redes, en las sobremesas, y acumulados en el que Kahneman denomina el Sistema de Pensamiento I (intuitivo, rápido, asociativo, automático, el “pensar rápido” del título de su libro). Solo rara vez, cuando se nos pide que calculemos cuánto es doce veces doce, o quizá cuando tenemos que comprar una casa o un coche, utilizamos el Sistema de Pensamiento II (reflexivo, deductivo, lento, esforzado, el “pensar despacio”).

Esta comprensión de nuestro cerebro como una máquina más bien “imperfecta”, muy condicionada por ruidos que entorpecen su funcionamiento, nos reconcilia con la especie humana porque explica fenómenos sociales, económicos y políticos aparentemente estúpidos, como las burbujas en los mercados, los pánicos colectivos, las espirales de silencio, las euforias e indignaciones desmedidas o los liderazgos mesiánicos tan en boga hoy.

A pesar del pesimismo de Kahneman con respecto de nuestra capacidad para emitir juicios serenos y reflexivos, el profesor nos regaló en 2021 un último libro, coescrito con Olivier Sivony y Cass Sunstein, y titulado precisamente Ruido. En las casi 500 páginas los autores describen de nuevo decenas de experimentos en los que los jueces emiten sentencias distintas si es a primera hora de la mañana o antes de comer, los empresarios pierden millones por intuiciones sin fundamento, los funcionarios aplican normas ridículas condicionados por prejuicios o los médicos interpretan de manera distinta las mismas radiografías influidos por nimios factores del entorno. Conociendo con minucia esos “fallos en el juicio humano”, los autores hacen propuestas específicas para evitarlos. Buena falta nos hacen.

Caprichoso, prejuicioso y engañoso, el cerebro de los humanos está más preparado para sobrevivir que para razonar. Quiere confirmar lo que ya cree, rebelándose ante las evidencias que le contradicen. Busca atajos –la ideología, la opinión de los entendidos preferidos, la religión, la tradición…- para tomar decisiones con el menor coste de energía posible. Dependiendo de cómo se le presenten distintas alternativas que pueden ser por completo arbitrarias, optará por una o por otra. Nuestro cerebro puede, en otros términos, pensar una cosa y la contraria y decide en mucha ocasiones de manera errónea.

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