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El "francomodín"

El Partido Popular, de cuyo compromiso democrático actual no cabe dudar, tiene sin embargo una relación tímida y oblicua con el Franquismo. Su fundador, Manuel Fraga, fue un acomodaticio y oportunista ministro de la Dictadura; Alianza Popular, antecedente del PP, se partió en dos al votar en el Congreso por la Constitución: la mitad de sus 16 diputados votaron a favor, pero la otra mitad votó en contra o se abstuvo; desde entonces, el PP no solo no ha promovido ninguna norma local, autonómica o estatal que favoreciera la memoria de los muertos y represaliados por el golpe de Estado, la Guerra y la larga Dictadura, sino que se ha opuesto a todas las que partían de otros grupos políticos. Véase la oposición sistemática a la aprobación y a la aplicación de las dos leyes de Memoria histórica y democrática promovidas por Zapatero y por Sánchez. Donde pueden, las dejan sin efecto.

El mensaje ha sido siempre el mismo y sigue siéndolo hoy: Franco murió en la cama, la “modélica” Transición española permitió pasar página y favorecer el encuentro de las dos Españas. La izquierda solo quiere “reabrir heridas” felizmente cicatrizadas. Esta evitación del tema, como si estuviera superado y no hubiera motivos para recordar, se matiza en estos días con un aporte como del Club de la Comedia (Tellado es el comediante más cotizado). Los portavoces del PP se han referido al dictador como el salvador del Gobierno de Sánchez, como una cortina de humo para tapar sus “casos de corrupción”, como el “francomodín” que permitiría a Sánchez y a los socialistas desviar la atención de los “graves” problemas que le acechan. Se echan unas risas a cuenta de la “resurrección” del tirano, obrada por Sánchez. Las gracietas del PP le parecen a uno la manera más fácil –aunque también la más humillante para los pocos represaliados que quedan vivos– de ocultar la vergüenza de ese pasado condescendiente con el dictador. 

El Gobierno, claro está, no va a claudicar y durante 2025 se empeñará en recordar que se cumple medio siglo desde la muerte de Francisco Franco, el hecho biológico que marca realmente el inicio de la Transición. El trabajo no está hecho, claro que no. Sigue habiendo miles de restos de desaparecidos en las cunetas. El revisionismo rampante sigue publicando libros mentirosos y organizando conferencias por doquier para culpar a la izquierda y a la II República de los sucesos posteriores. La Guerra no comenzó con un golpe de Estado militar contra un régimen democrático, sino con una revolución de izquierdas que quemaba conventos y violaba a monjas dos años antes. Franco salvó a España de caer en las manos del marxismo. Si no hubiera sido por él, España habría sido un curioso enclave soviético en pleno Mediterráneo. Los muchachos, proclives a comprar los relatos heterodoxos de historia-basura en las redes sociales, consumen esas patrañas con avidez.

Ningún demócrata en su sano juicio debería oponerse a recordar y restaurar el honor de aquellos españoles asesinados, expulsados y represaliados. Si el PP lo hace es porque, en el fondo, aún no se ha reconciliado con su propio pasado

Tengo el enorme privilegio de presidir el Ateneo de Madrid, el más notable motor privado de las ideas democráticas durante todo el siglo XIX y principios del XX, hasta que fue tomado por los golpistas para hacer de él un centro de formación falangista. Hace tan solo cinco años, la Junta de Gobierno del Ateneo a la que sucedimos, permitió que en su histórica Cátedra Mayor la Falange organizara un acto abarrotado de camisas azules que terminó, para vergüenza de la Docta Casa, con los asistentes brazo en alto y cantando el Cara al Sol. Si nuestros bienintencionados y respetables antecesores cayeron en la trampa, cuánto más lo harán las nuevas generaciones, cuyos libros de texto reproducen el tímido relato de la “modélica” transición como si con ella las heridas se hubieran cerrado del todo.

El día que el presidente Sánchez anunció que 2025, el 50 aniversario de la muerte de Franco, sería una ocasión para recordar los desastres del golpe, la Guerra y la Dictadura, se entregó a la nuera de Miguel Hernández (la viuda de aquel niño destinatario de las Nanas de la Cebolla) el decreto de anulación de los procesos que le condenaron a la prisión en la que murió enfermo. Ese mismo día se reconoció la labor del coronel Fortes, fundador de la Unión Militar Democrática. Se recordó a Joaquín Amigo, el escritor granadino, amigo de Lorca, católico y conservador, asesinado por los milicianos. Y a Vicente Aleixandre, a Blas Infante, a María Zambrano, a Miguel de Molina, a “Maricuela”… Fue un acto emocionante. No había nadie del PP, como no habrá nadie del PP el próximo día 8, jornada prevista para la apertura de los actos de memoria del año.

Yo no conocí a mi abuelo. Mi madre tampoco le recuerda. “Le mataron los rojos” cuando ella tenía dos años: así me lo contaron. Lo sacaron de la cama, le torturaron y lo asesinaron sin piedad. En mi casa había una urnita pequeña de madera con la tierra ensangrentada sobre la que murió. Pero mi abuelo tuvo inmediatamente una cruz de piedra en el centro de la plaza del pueblo con su nombre grabado como “caído por España”. Mi madre pudo ingresar en un colegio toledano de educación exquisita por ser huérfana de un mártir de la patria. Y a mi abuela le concedieron una administración de lotería con la que pudo ganarse la vida al lado de la catedral. Sólo muchos años después, cuando conocí en Asturias a otros familiares que habían tenido el infortunio de caer en el lado de los perdedores, que tuvieron que exiliarse o que andaban buscando los restos de sus abuelos, entendí la inconclusa labor de memoria que aún tenemos pendiente. Ningún demócrata en su sano juicio debería oponerse a recordar y restaurar el honor de aquellos españoles asesinados, expulsados y represaliados. Si el PP lo hace es porque, en el fondo, aún no se ha reconciliado con su propio pasado.

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