¿Qué puede salir mal? Benjamín Prado
Las navidades se van
Las fiestas se vienen, las fiestas se van y nosotros nos iremos y no volveremos más. Lo repiten con alegría los cánticos de mi tierra, pero el carácter de tiovivo que tienen dentro del tiempo las celebraciones familiares esconde la cruz de los recuerdos. Celebrar la vida en un pesebre es también mantener una conversación sobre la muerte. Lo nuestro es pasar, todo pasa y todo queda, nuestras vidas son los ríos, y la poesía se mezcla de manera inevitable con la existencia porque estar de camino supone volver la vista atrás para reconocernos entre las huellas de la niebla. En la orilla de nuestras mesas se sientan muchos seres que forman parte de nosotros y que ya sólo están en la gramática humana de la ausencia.
La muerte no interrumpe las cosas del todo. En el comedor o el cuarto de estar de muchas casas se ha repetido una y otra vez que los muertos siguen vivos con nosotros. Los muertos están vivos mientras los recordamos. Se sientan en una butaca, se meten en la cocina para preparar una receta de siempre, entonan una canción preferida o abren la puerta de cualquier detalle y demuestran que las fotografías, los libros o los vídeos no son espacios cerrados. Sucede todos los días, pero hay fechas que nos recuerdan más esa forma de suceder, ese ir y venir, esa ficción de la realidad de la vida, que no borra los sueños, ni los niega. Prefiere comprender que los sueños son una parte imprescindible de la realidad.
Así que los muertos viven con nosotros. Pero cuando se cumplen años, uno acaba comprendiendo que los vivos también se mueren con los muertos. Perdónenme los sentimientos algo confusos de este artículo, pero ya saben, mísero de mí, que los sueños son sueños confusos a la hora de sentir la vida breve. Es verdad, también los que estamos vivos hemos muerto con los muertos que viven en nuestro recuerdo. Contamos con nuestra memoria y, sin embargo, hemos perdido la parte de nosotros mismos que vivía en la memoria o en los ojos de los que ya no están. Y esa es una parte muy importante de nosotros mismos. Como estamos hablando de las cosas que van de la cuna a la sepultura, pienso en el niño que fui, en mis dos primeros domicilios, la cartera que preparé para ir muchas mañanas al colegio, las curvas de la carretera que cruzaba un viejo coche para acercarme al mar con mis hermanos, los nombres que saltaban de tantas cartas y tantas llamadas telefónicas para tejer los vínculos maternos o paternos de una familia repartida por España. Ahora me saltan dudas, detalles rotos, una sombra, un vacío, y no tengo a quién preguntarle, cómo enterarme de aquello que formó parte de mí y que murió con la memoria de mis mayores.
El porvenir, como nos enseñó Ángel González, no es un animal manso y deja de venir a comer de nuestra mano. Por eso no está mal que las navidades se terminen con una carta a los Reyes Magos
Vamos muriendo cuando se apaga la vida de los demás. Y eso no ocurre sólo con los abuelos, abuelas, madres, padres, maestros y maestras, sino con los amigos que nos ayudaron a reescribir el mundo que heredábamos para imaginar todo lo que se abría y se cerraba en la palabra futuro. También están ya repletas de muerte las fotografías más queridas de la juventud, con sus calles, ciudades, librerías, viajes, ilusiones, naufragios, hoteles de una noche, historias personales que se nos han muerto en la muerte de los otros. Y qué decir de la forma que tenemos de morir, aunque sigamos de pie, cuando la muerte dispara demasiado cerca, demasiado cerca, hasta vaciar por dentro las palabras y los pasos del camino. Incluso el sentido de la propia vida puede morir en la muerte de la otra persona. El porvenir, como nos enseñó Ángel González, no es un animal manso y deja de venir a comer de nuestra mano.
Por eso no está mal que las navidades se terminen con una carta a los Reyes Magos.
Porque seguimos vivos, aunque parte de nosotros haya muerto, y estamos rodeados de gente viva que se merece un regalo. Todo pasa y todo queda, pero no está mal que el tiovivo nos invite también a escribirle todos los años una carta al futuro. Este ir y venir merece la pena, sobre todo cuando el fututo le trae carbón a la mala gente que se empeña en hacer el mal a los muertos y a los vivos.
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