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Desde la tramoya

Las cinco lecciones básicas que los gobiernos del PP se empeñan en suspender en comunicación de crisis

Sí, me voy a poner profesoral en esta ocasión. Juro que lo que voy a contar aquí lo explicamos de manera similar las dos docenas de profesores e instructores en los cursos de “comunicación de crisis” que vamos impartiendo por ahí, en universidades, empresas e instituciones. Está en cualquier manual de comunicación para aprendices. Basta poner un poco de voluntad o de inteligencia para no seguir suspendiendo la asignatura como le pasa, sistemáticamente y desde hace casi dos décadas, a los sucesivos gobiernos del PP. Les ocurrió, más o menos en este orden cronológico, desde el año 2000, con el hundimiento del Prestige. Con el accidente del Yakolev. Con la boda de la hija de Aznar. Con la Guerra de Irak. Con los atentados del 11 de marzo en Madrid. Con la publicación de los papeles de Bárcenas. Con la quiebra de CajaMadrid. Con los porrazos policiales en las manifestaciones, incluyendo los propinados en Cataluña… Y ha vuelto a suceder ahora con la nevada histórica de la semana pasada.

El problema fundamental del Gobierno del PP, cuando se trata de responder ante la repentina atención de los medios de comunicación ante eventos imprevistos, tiene un nombre de origen griego: se denomina hubris (hibris o hybris). Es el orgullo y la arrogancia desmedidos de quien, creyéndose por encima de los demás, acaba descontrolando sus propios impulsos. Quien queda afectado por hubris –Trump, Aznar y Berlusconi son tres buenos ejemplos– termina por perder la sensibilidad del Estado de la opinión pública. De algún modo, la hubris vuelve loca a su víctima, bien deprimida o bien indignada, por sentirse sola e incomprendida.

Evitar el mal de hubris es quizá la primera lección, pero hay otras cuatro que también suelen suspender los presidentes y algunos de sus ministros conservadores en España.

Lección primera: arrogancia nunca. No debes usar el sarcasmo, como el director general de Tráfico, cuando las familias están pasando la noche en coches o en polideportivos porque se quedaron atascadas en la nieve. No puedes lanzarle a una reportera un euro porque te pregunta dónde están las armas de destrucción masiva, como el ministro Trillo en 2004. Es impresentable regalar a los independentistas y ofrecer al mundo entero las muy atractivas imágenes de unos policías aporreando a ciudadanos que quieren votar. Es letal sacarle una peineta a unos estudiantes gritones en una universidad, como Aznar en 2010. No debes montar una boda regia en monasterio imperial, por mucho que quieras lo mejor para tu hija. Las ciudadanía puede entender incluso que los forenses mezclen restos mortales de militares fallecidos en accidente aéreo, pero no te perdonarán que ante el descubrimiento de la chapuza aún pretendas ocultarla o justificarla con suficiencia.

Lección segunda: hay que estar. Es cierto que Ana Botella, entonces alcaldesa de Madrid, podía hacer muy poco en el pabellón Madrid Arena, una vez que aquellas cinco pobres niñas ya habían sufrido el aplastamiento en el concierto de Halloween de 2012. Ella podía dar instrucciones con su teléfono desde cualquier sitio, incluso desde un hotel en Lisboa –como el ministro de Interior podía hacerlo desde el palco del Sánchez Pizjuán el pasado sábado. Pero es sencillamente muy feo que mientras corren las trágicas imágenes de una mortal avalancha de jóvenes o de miles de conductores atrapados en la nieve, tú estés tomando las aguas o celebrando goles. Es un error de parvulario no visitar las costas contaminadas por el combustible de un barco o dejar solas a las víctimas de un desastre. Cuando vayas, debes ir bien y bajar al terreno. No sobrevolarlo como hizo Bush hijo tras el huracán Katrina, ni recorrerlo bajo palio (o bajo paraguas, como hizo Trillo en el escenario del accidente del infame Yak). Hay muchas diferencias culturales en esa exigencia (desde la frialdad japonesa hasta la pegajosa cercanía latina), pero, en mayor o menor medida, a los líderes se les exige presencia cuando la gente lo pasa mal. Y si tienen que aguantar el abucheo, se les pide que lo hagan con estoicismo.

El perro ladra que ladra, la mujer ladrona es

Lección tercera: las víctimas no tienen la culpa. Y aunque la tengan, no puedes trasladársela. Es cierto que muchos de los conductores que estaban en carretera el pasado sábado no habían atendido las advertencias. Pero no puedes decirlo por mucho que sea cierto. Lo aprendió muy bien en 2004 Celia Abenza, entonces directora de Protección Civil, cuando afirmó que el 70 por ciento de los conductores atrapados en la nieve no llevaban cadenas. Seguro que el dato era cierto, pero afirmarlo es como echarle la culpa a un enfermo de cáncer por haber fumado durante 15 años. Al menos no el día que se conoce el diagnóstico. No puedes decir, como Rodrigo Rato hace unas horas, que nadie fue obligado a comprar acciones preferentes de Bankia. Aunque sea cierto. Lo llamamos el síndrome de David y Goliat: los seres humanos nos sentimos por naturaleza más cerca de los débiles que de los poderosos cuando ambos entran en conflicto.

Lección cuarta: maneja bien las expectativas. Hay expresiones que quedan para siempre: “hilillos de plastilina”, “playas esplendorosas”, “brotes verdes”… Los exorcistas saben que deben mencionar al diablo para que salga. Llamarle con la palabra por la que es usualmente conocido. Parece una tontería, pero no lo es. Hay algo mágico en el efecto balsámico de llamar a las cosas por su nombre. Y si la gente ve que la situación es desastrosa en la noche del día de reyes, quiere ver como alguno de sus gobernantes lo dice sin tapujos. Sin justificaciones ni atajos. Si todo el mundo dice “crisis”, quiere que su presidente diga “crisis”. Es imprescindible ajustar el lenguaje a las percepciones del público o de lo contrario el gobernante parecerá un loco, un mentiroso o un insensible.

Lección quinta: pedir perdón no es síntoma de debilidad, sino de fortaleza. A menos que te veas obligado a solicitar el perdón constantemente, la petición de disculpas te engrandece. Imaginemos que Rajoy pide perdón por la desastrosa organización de la vuelta a casa durante la nevada. Habría contrastado con la suficiencia de su director general de Tráfico y el silencio vergonzante de sus ministros de Interior y de Fomento. Pedir perdón, más o menos como hizo Pedro Solbes el miércoles en el Congreso, libera tensiones y mitiga la indignación. La petición de perdón no está entre las prácticas virtuosas de las víctimas de hubris. Sí lo está en la actitud de las líderes y los líderes admirados.

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