El entrenador, el libro, el relator

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Hay un momento en que la caricatura que se hace de un líder político –y que hasta entonces sólo se apuntaba– termina por dibujar el perfil que la gente ve. Y ya es complicado, si no imposible, dibujarlo de nuevo, borrando los rasgos más exagerados o falseados.

Por ejemplo:

Por muchas iniciativas que el Partido Popular adoptara contra la corrupción que se había producido en su mayoría bajo los mandatos de Aznar, y con gentes ya defenestradas y alejadas de la política, el público ya percibía a Rajoy como el jefe de una pandilla de corruptos.

Por mucho que Zapatero se empeñara en demostrar la inevitabilidad de las medidas que tomaba contra la crisis, buena parte del público le veía como un traidor a sus principios socialistas, porque creía que dejaba a los más vulnerables a la intemperie.

Por mucho que Aznar se empeñara en constatar que nuestra participación en la guerra de Irak era como apoyo a labores humanitarias, la mayoría le despreció por vincular a España con la invasión.

El perfil caricaturesco y excesivo, pero predominante, se va configurando con memes (en el verdadero y sublime significado de la palabra, como elementos comunicativos mínimos que difunden rápida y eficazmente una idea). Abundando en los mismos ejemplos, respectivamente: el “Luis, sé fuerte” que le envía Rajoy a Bárcenas, la congelación de las pensiones por parte de Zapatero, o la foto de las Azores de Aznar. Cualquiera de esos memes – los que comparte la gente en los bares y en Whatsapp – tenía con seguridad una explicación más sosegada, más racional y más compleja, pero los tres abundan en la narrativa central del personaje correspondiente, y es difícil evitar su fuerza, precisamente por eso.

Esta semana que termina se ha comprobado la fuerza de esos símbolos fatídicos en la imagen de un líder. Me refiero a tres en concreto.

El acto de presentación de Pepu Hernández como precandidato a la Alcaldía de Madrid, con alabanzas del propio presidente y secretario general del PSOE, mostró que Sánchez ya ha olvidado su propia trayectoria como militante de base, pegado al terreno, conductor de su propio coche, caminante de agrupaciones que dormía en casas de los afiliados. No ya porque se prodigue ahora, con toda lógica, más en los escenarios internacionales, entre moquetas y banderas, sino porque prescinde del más elemental principio que le permitió a él llegar al liderazgo de su partido por dos veces: la militancia es quien habla, y esa militancia, por cierto, se revuelve contra las imposiciones. Veremos si no le pasa factura la afrenta y la militancia no acaba por votar a Manolo de la Rocha o a Chema Dávila.

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El anuncio de la publicación del libro del presidente Manual de resistencia no debería haber sido tan relevante. Todos los presidentes españoles han publicado al menos un libro: Aznar lo hizo además sospechosamente pronto tras dejar la Presidencia y Suárez incluso mientras la ocupaba. Pedro Sánchez, además, ya tenía escrito el suyo en buena parte antes de la moción que le puso en Moncloa. Nada serio que objetar, por tanto. Pero resulta que el libro pretende ser –lo comprobaremos cuando lo leamos– un libro de autoayuda para resistentes, lo cual remite inevitablemente, al modo del elefante de Lakoff, al marco del presidente acosado y débil. Añádase a eso la ayuda en la redacción de Irene Lozano que vuelve a recordar la polémica sobre la tesis doctoral, y entonces la carnaza para la oposición y para los sátiros está servida en el plato, lista para consumo rápido.

La figura del relator en la mesa de partidos que el Gobierno y la Generalitat se han comprometido a impulsar no sería objetable si no tuviera todo el mundo la certeza de que los independentistas están empeñados en buscar mediadores internacionales como aval de que esto es un conflicto entre dos estados, uno que ya es y otro que quiere ser. Es inaudito que alguien haya tenido la debilidad de pensar que la carcundia no montaría el escándalo, o que incluso los más moderados no verían el gesto de aceptar un relator como una concesión preocupante. Quienes acordaran por parte de Moncloa las formas de esa mesa de partidos pecaron entonces de ingenuidad, o bien concedieron a sabiendas de lo que hacían, que no se sabe qué es peor.

No hablo aquí ni de las capacidades de Pepu, ni de la oportunidad del libro, ni de la pertinencia del relator. Ninguna de las tres cosas me parece de enjundia suficiente como para cuestionar la buena voluntad ni el compromiso del presidente del Gobierno. Lo que cuestiono es la habilidad de quienes le rodean para prevenirle de los peligros de ciertos símbolos, que en manos de sus adversarios resultarán exagerados y derivarán en caricatura. Los que ya somos veteranos podemos advertir que el diablo está en los detalles.

Hay un momento en que la caricatura que se hace de un líder político –y que hasta entonces sólo se apuntaba– termina por dibujar el perfil que la gente ve. Y ya es complicado, si no imposible, dibujarlo de nuevo, borrando los rasgos más exagerados o falseados.

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